Domingo, 3 de septiembre de 2006 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Los países de América latina han vivido sin dejar de sentir jamás la mirada del Otro, del más fuerte y hasta a veces, sin más, del Amo, en cualquiera de las formas en que este poder –el que constituye a un país en dominador de otro– se exprese. Hoy, y pareciera que con tanta o más fuerza que nunca, los republicanos y civilizados del Continente se preocupan al ver que varios países no hacen las cosas como deben ser hechas. ¿Qué significa esta expresión? ¿Qué significa decir “como deben ser hechas”? ¿Cómo deben ser hechas las cosas? Las oligarquías, los sectores dirigentes de América Latina, siempre tuvieron una visión lineal de la historia. La historia como tren. El tren de la historia. O nuestros países se subían a él o vegetaban fuera de ese tren, que era nada menos que el del devenir. Es decir, se convertían en países no históricos. O países sin historia. Si un europeo como Martin Heidegger pudo decir, en 1934, en un curso de Lógica, “los negros no tienen historia”, lo dijo por ese motivo: el Espíritu no anidaba en Africa. En Africa la historia no tenía lugar; todo lo que allí ocurría era naturaleza. De aquí que los dirigentes de nuestros países americanos se obstinen en verse presentables ante la mirada del Otro. El Otro es el Imperio de turno. Su marcha es la marcha del tren de la historia. Durante largas décadas todo se hizo en la Argentina para lograr la confianza británica, y hasta europea. Luego –hoy, por ejemplo– la mirada de Estados Unidos. Relaciones carnales, relaciones cheek to cheek, el Otro nos mira. Hay que alinearse. El alineamiento con Estados Unidos es central en la política del poder real en la Argentina de hoy. De aquí la furia y hasta las burlas sobre el Mercosur y la ponderación del ALCA como ese lugar en que el país debe estar.
Es con el gobierno que surge en 1955 que nuestro país entra en el FMI, en un discurso que ofrece el ministro de Hacienda Eugenio Blanco. Este giro de la órbita británica a la órbita norteamericana relegó a Europa a un segundo lugar, lo cual era razonable pues Europa estaba malherida por la guerra. Pero antes América Latina estuvo atada al “tren de la historia” que Europa encarnaba. Europa, de este modo, miró a América Latina, y la miró como sólo Europa, llena de orgullo, de siglos de cultura, podía hacerlo: desde su punto de vista. Este punto de vista fue tan cerrado, fue tan colonialista en su desdén, que generó una ideología, a esa ideología se le llamó eurocentrismo. Quien la expresó impecablemente fue el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel, en sus clases sobre la filosofía de la historia universal.
La palabra de Hegel es la palabra de la Europa consciente de sí. Es la palabra en su más alta formulación. La palabra de toda una cultura que parte de los griegos y encuentra, como palabra de la razón, su cumbre en la filosofía de Hegel, en el Estado prusiano de Federico Guillermo III y en la Universidad de Berlín, en la que Hegel imparte sus clases. Sólo entendiendo el lugar desde el que las expresiones olímpicas de Hegel se pronuncian entenderemos la importancia de las mismas. La historia humana, para Hegel, es el desarrollo de un Espíritu absoluto que en su desarrollo va tomando conciencia de sí mismo. El lugar definitivo de esta conciencia es la filosofía de Hegel: en ella la humanidad toma conciencia de sí.
De aquí la solemnidad pero también la ironía del maestro. El que habla desde las cumbres se lo puede permitir todo. Por ejemplo: otro, que no era Hegel, pero hablaba de la cumbre del más alto poder económico y bélico de la historia era Henry Kissinger. Este salto de Hegel a Kissinger quizá nos haya disminuido en el personaje que mira desdeñosamente a los pueblos de América: vale más Hegel que Kissinger. Pero Kissinger es, sin duda, más peligroso, más mortal. En 1969, en Viña del Mar, el canciller chileno Gabriel Valdés expuso los intereses de los países de América Latina. Estaba ahí Henry Kissinger, quien le dijo: “Usted acaba de pronunciar un discurso raro. Viene a hablar aquí de América Latina cuando eso no es importante. Nada importante podría venir del Sur. La historia jamás ha tenido lugar en el Sur (...) Lo que suceda en el Sur no es importante” (Arturo Chavola, La imagen de América Latina en el marxismo, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2005, p. 82). Esta frase de Kissinger (todos sabemos quién es Kissinger: es el Secretario de Defensa norteamericano que autorizó la matanza en Argentina pidiendo, solamente, que fuera “antes de Navidad”; es un criminal de guerra que tiene el Premio Nobel de la Paz y aún suele publicar sus notas en diarios de nuestro país, así es la historia), esta frase de Kissinger, decía, trascendió no literalmente, sino que tuvo una notable síntesis dada, sin duda, por quienes la escucharon y fueron trasmitiéndola por medio de sucesivas síntesis. Por fin, se redujo a decir lo siguiente: “América Latina puede hundirse en el mar que nada nuevo ni importante pasaría en el mundo”.
Ya que estamos con el mar volvamos a Hegel. Ahí, desde su trono olímpico en la Universidad de Berlín, la más grande cabeza de la humanidad europea habrá de decir que no le niega al Nuevo Mundo haber salido de las aguas al mismo tiempo que el Viejo. “Sin embargo, el mar de las islas que se extiende entre América del Sur y Asia, revela cierta inmaturidad [se lució aquí José Gaos, inefable traductor de Hegel y Heidegger] por lo que toca también a su origen” (Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 1995, p. 170). En suma, nos concede haber salido “de las aguas al tiempo de la creación” pero, de inmediato, señala la inmadurez de los territorios de por aquí nomás, donde todavía estamos nosotros: “La mayor parte de las islas se asientan sobre corales y están hechas de modo que más bien parecen cubrimiento de rocas surgidas recientemente de las profundidades marinas y ostentan el carácter de algo surgido hace poco tiempo” (Ibid., p. 170).
Luego da Hegel su más sólida versión eurocéntrica. Esta versión se basa en que Europa, al expandirse, entrega a la historia los territorios que conquista, los cuales, claro, vivían fuera de ella antes de este acontecimiento fundante. La “conquista” de América “señaló la ruina de su cultura, de la cual conservamos noticias; pero se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, que había de perecer tan pronto el espíritu se acercara a ella” (Ibid., p. 171). América por un lado: cultura natural, no espiritual; por tanto: cultura ajena a la historia y ajena, también, a la condición humana, cuyo más alto escalón, y el único que la justifica, es el espíritu. Por otro lado, Europa: que es el espíritu y cuyo acercamiento lleva a morir a las culturas nacionales; tal la potencia histórica del espíritu. “América (sigue Hegel) se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual. Los indígenas, desde el desembarco de los europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea” (Ibid., p. 171). Que nadie crea que estas frases son un desliz de Hegel o que nadie sonría como si estuviéramos en presencia de la faz “cavernícola” de un gran pensador. Esto es, sin más, lo que Europa pensaba de América en el primer tercio del siglo XIX. Hegel es, incluso, su portavoz más inteligente. Mejora las ya formuladas tesis de otros expertos en culturas “atrasadas” como Buffon, De Paw y hasta el mismísimo Herder. Nada distinto habrían de decir Auguste Comte o científicos posteriores que, basándose en las teorías evolucionistas y la clasificación de las especies desarrolladas por Linée, Cuvier y Darwin, demostrarían la supremacía europea sobre los territorios nuevos. En 1859 (veinticinco años después de las catilinarias de Hegel) habrá de fundarse –en París– la Sociedad de Antropología “y su fundador, Paul Broca, afirmaría que ningún pueblo de raza no blanca ha podido ‘erigirse espontáneamente en civilización’” (Chavolla, Ibid., p. 81).
No hay que dejar de señalar el poder que tiene meramente “el soplo de la actividad” europea. Este “soplo” habría exterminado a siete millones de habitantes del nuevo continente. “Han sido (escribe, en efecto, Hegel) exterminados unos siete millones de hombres” (Ibid., p. 171). De donde es posible deducir que pocas cosas han sido más mortales para los territorios de la periferia del centro del mundo que recibir el espíritu y su soplo. La cifra de siete millones que da Hegel revela su desconocimiento y, acaso, su mala fe. El genocidio americano (que ha tenido poca o mala prensa) llevó sus cifras a cuarenta millones o más o menos; en la incertidumbre de las cifras reside el rostro más atroz del genocidio.
Segunda parte (de no necesaria lectura) de esta nota: Algunos dirán por qué en una semana tan agitada del país uno se consagra a desarrollar la visión eurocéntrica sobre América. Bien, conjeturo que si Hegel, por algún milagro del traslado histórico, eso que suele llamarse máquina del tiempo, hubiese visto durante la semana que acaba de transcurrir las manifestaciones de Blumberg y D’Elía confirmaría todas sus tesis sobre estos territorios. Habría visto, por televisión, uno que otro testimonio de adherentes de Blumberg: “El problema de la inseguridad sólo lo arreglan los militares”, decían muchos. Y testimonios de los adherentes de D’Elía: “Y sí, yo vine porque me trajeron. Es muy divertido todo esto”. Habría visto, en la marcha de Blumberg, a los héroes del “soplo argentino”: viejos militares de la dictadura, unidos a sus viejos y a sus actuales socios económicos. Habría visto a ensayistas extraviados, y a propietarios de diarios del sur de la provincia de Buenos Aires que son lo peor de lo peor de la ya pésima derecha argentina. Habría visto, en la marcha de D’Elía, lo peor de la izquierda. ¿Nadie pudo frenar esa marcha? ¿No advirtió el Gobierno que Blumberg se quemaba solo, porque sólo los cavernícolas de este país y los mendicantes de votos habrían de seguirlo? En fin, afortunadamente América Latina y, todavía, nuestro país están más cerca de Pérez Esquivel que de ese paisaje de tristeza que marchó en turbio cambalache por las calles porteñas. Como sea, tratemos de no parecernos tanto a la pintura que Hegel hiciera de nosotros. Porque si él (y ellos: los que son como Kissinger) tienen razón, entonces sí: nos hundiremos en el mar.
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