Domingo, 10 de septiembre de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Los peces banana tienen debilidad por las bananas. No es una forma de decir. Las bananas hacen salir a flote toda la debilidad de los peces banana. Se lo pasan rastreando pozos en los que haya bananas. Cuando encuentran uno, se aproximan a él como si fueran peces comunes. Pero una vez que entraron, se comportan como cochinos. Se ha escuchado de peces banana que fueron capaces de comerse, en su ataque de gula, setenta y ocho bananas. Lo que ellos ignoran mientras están en pleno festín es que mientras comen, engordan. Y tanto, que cuando quieren salir del pozo ya no pueden. Contraen fiebre bananífera y mueren.
Esto es lo que le cuenta, en Un día perfecto para el pez banana, Seymour Glass a Sybil, una niñita que acaba de conocer en la playa y por quien han temblado millones de lectores de J. D. Salinger. Seymour es un hombre desequilibrado, y está solo, en el mar, con Sybil. El punto culminante de ese temblor llega cuando el narrador acaba de decir que los peces banana son capaces de comerse setenta y ocho bananas, y un guión le permite indicar que Seymour “empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte”.
Pero Seymour ríe con Sybil. Se enternece con Sybil. Juega un rato más con ella y se despide. Se pone su bata y vuelve a su habitación del hotel. Allí comprueba que su esposa –está de luna de miel– está dormida, y se pega un tiro en la cabeza.
Seymour no es solamente el más conocido de los hermanos Glass, sobre cuya historia basó casi excluyentemente su gran obra el escritor norteamericano. Seymour es, sobre todo, un veterano de guerra. Y es sobre todo un veterano porque su tragedia personal, invisible para los otros, callada, encubierta por el tono zumbón y la falsa trivialidad que lo rodea, es en rigor el detonante de todo lo que marcará a la familia Glass. Seymour ha vuelto de la guerra pero su familia, la familia de su novia, sus amigos, sus vecinos, los norteamericanos, lo han tratado como si la guerra hubiese sido apenas un mal trago, un rito de iniciación exagerado. Seymour soportó la guerra, pero no soporta hacer de cuenta que no estuvo en ella.
La metáfora de los peces banana es divertida y siniestra el mismo tiempo. Parece una fábula infantil en clave de sinsentido. Pero ese pozo lleno de bananas encierra una metáfora letal para Estados Unidos. Ese cuento, escrito en los ’60, prenuncia un tipo de lujuria política que en aquel tiempo sólo algunos percibieron. Salinger fue uno de ellos. Ese pozo lleno de bananas puede representar muchas cosas, y ninguna de ellas es específica, pero a la sazón también indica un pozo lleno de poder. Y denuncia que hay una especie de hombres y mujeres que parecen hombres y mujeres comunes, pero que cuando se aproximan a un pozo lleno de poder no pueden frenar sus instintos, y lo comen, se lo comen, se atragantan, se atoran, se pelean entre sí, se vuelven locos, se nutren del poder, se enferman de poder. La metáfora alcanza a decir además que hay naturalezas contra las cuales no se puede luchar. La actitud suicida de Seymour parece señalar que cuando esto se advierte, se adivina que cualquier batalla está perdida.
Claro que podría desviarse la interpretación del pozo lleno de bananas hacia el drama de un deseo satisfecho, porque el destino de los peces banana lo que insinúa es que cuando el deseo se completa, el deseo se muere. Pero la lectura de los Nueve cuentos de Salinger permite detectar que sobre lo que él ha trabajado es básicamente sobre la vida cotidiana posterior a la guerra, sobre la negación colectiva del trauma que ella dejó, y sobre la abismal sensación, en los que volvieron, de que sus visiones y sus pesadillas no pueden ser compartidas con nadie que no haya estado allí. La guerra es el telón de fondo de los cuentos de Salinger. Pero la guerra salingeriana no ocupa primeros planos, no se habla de ella, no hay descripciones de recuerdos, no hay fechas ni misiones explícitas. Salinger le da en su obra, a la guerra, el mismo tratamiento que le dio la sociedad norteamericana: sus personajes la llevan tatuada en sus almas, pero no hablan de eso.
Hace cinco años, la voladura de las Torres Gemelas hizo añicos una estrategia psíquica nacional para relacionarse con el dolor de la guerra. Con ese dolor inexistente y sin forma que antes del atentado era una coraza de acero del cual, no obstante, cada tanto salía un pez banana a ametrallar a desconocidos en alguna hamburguesería. Los norteamericanos nunca estuvieron preparados para ser atacados, porque nunca aceptaron ejercer la conciencia plena no sólo de lo que sus muchachos hacían en países exóticos sino incluso de lo que sus propios muchachos habían padecido. No todo el mundo está hecho para matar o que lo maten en una selva o en un desierto, tan lejos de sus muffins y sus donas.
El tremendo espectáculo que estamos viendo nuevamente en estos días, esa gente cayendo al vacío desde los edificios que minutos más tarde caerían, no fue nada más que un golpe en el corazón del pozo de bananas. Fue también la rasgadura feroz a una idiosincrasia nacional que jugó a negar y a trivializar lo que ella misma hacía, su propia naturaleza. El discurso oficial indica que persiguen la paz, pero con guerra. Pero fue a partir de ese atentado que la saña guerrera norteamericana se desembozó sin control. Y con consentimiento popular. Hay cierta lujuria deslizándose por el mapamundi norteamericano: las guerras futuras parecen estar siendo señaladas, mientras miles y miles de Seymour Glass están esparcidos por el mundo, destinados a matar o a ser matados, pero donde la muerte sacó ticket: en latitudes impensables, en lejanías imposibles, en coordenadas aceptables, y nunca en esos paisajes HBO en los que los norteamericanos llevan vidas norteamericanas, rociadas con la inocencia del ketchup.
El mundo entero, para los norteamericanos, es un pozo lleno de bananas.
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