Miércoles, 28 de marzo de 2007 | Hoy
Por David Viñas
“Bolivia, país humillado, no sólo
es el corazón del continente
sino su plexo y su respiración.”
Franz Tamayo, 1911
Efecto halo: procedimiento muy utilizado a partir del Romanticismo literario de América latina, que si recorre todo el siglo XIX concluye hacia 1930, cuando las referencias europeas más sacralizadoras empiezan a desplazarse hacia los Estados Unidos. París, en especial, va siendo reemplazado por Nueva York o, en ciertas aristas, incluso por Hollywood.
Desde los personajes femeninos de Amalia (1851) y de María (1867) –para ir aclarando semejante estrategia– hasta encallar, por lo menos, en los de Stella (1905), se validaban en su diversidad por su parecido con princesas versallescas. Cierta emanación descendía del cielo europeo legitimando ademanes, cutis, parlamentos o crinolinas. A partir de México hasta el Río de la Plata las mujeres, sobre todo, que se asomaban en las novelas latinoamericanas trocaban las modas eurocéntricas en protecciones presuntamente civilizadas. Y si las selvas del Paraná o por el borde del Orinoco se transmutaban en jardines, un platonismo transparente, puntual, garantizaba las virtudes domésticas. Por cierto: trocado en amena pedagogía más o menos acatada, iba penetrando “las almas de las señoras y las doncellas”.
Pero el efecto halo, desbordando la literatura servía, además, mediante tácticas diversas, para designar a países, puertos o volcanes, con una nomenclatura también europea que facilitaba la comprensión del lector universal que, en la lógica de aquellos tiempos, se superponía con la mirada metropolitana. Durante el siglo XVI, los conquistadores españoles llamaron “Nueva España” a México, o “Nueva Galicia” o “Andalucía la Nueva” a las regiones que conocían o de donde provenían en la península. Y si los españoles, notorio, no tuvieron el monopolio de estas reduplicaciones toponímicas, el Uruguay, administrativamente en el siglo pasado, sobrellevó el promiscuo honor de ser difundido como “la Suiza de América”.
El siglo XIX sin tantas nostalgias ni traviesos agencieros, piadosamente, a Bolivia la designaron como “la Polonia sudamericana”. Repartos de Polonia: varias veces a lo largo de los siglos, sobre todo ante los zares y el imperio que ostentaba a Viena por capital. Trágicamente, en verdad el país boliviano fue desdibujado en sus fronteras. Saqueado, con mayor precisión. Un país cuyos habitantes, en su gran mayoría, eran gentes que hablaban quechua o aymara. La declamada hermandad latinoamericana tendría, por lo tanto, que ser revisada. ¿Retóricas? Artimañas diplomáticas, por lo menos. ¿Ha llegado la hora de revisar ciertos protocolos despiadados? Creo que sí. Y no puede postergarse: empezando por el litoral marítimo, tan reclamado, perdido en la guerra del Pacífico; y en la región del Acre, despojada por los magnos empresarios del caucho, y franjas del Chaco; y antiguas comarcas virreinales, con Lima, y sí, también con Buenos Aires como beneficiarios.
–Digo, y no es un decir.
(Lo autobiográfico puede resultar obsceno –o suicida–. Pero mi primera salida de la Argentina fue con rumbo a La Paz. 1956. Me acompañaron a la estación Rosario Norte León Rozitchner y Alcalde Ramón. Boleto a La Quiaca y cruzar a Villazón. Una especie de conjuro frente al consabido viaje iniciático a París. Rogelio García Lupo me había conseguido colaboraciones para Democracia y Noticias Gráficas. Memorable y contradictorio (desde ya que sí): la primera persona del singular era un señorito de la calle Corrientes y descubría a los indios y a la cremallera para seguir trepando con el tren hacia el Altiplano. Nieve por primera vez y una estación solitaria: El Paraíso se llamaba. “Malentendido”. En el hotel Búlgaro (recomendado por el benemérito Dardo Cúneo), de noche, los exiliados de entonces cantaban, a capella, “la Marchita”. Tantas cosas. Una india paceña portaba, en la espalda, un diminuto ataúd blanco. Por la vereda de enfrente, al bisnieto del mariscal Santa Cruz se le quebró el bastón y fue rodando por la calle. Con Lechín –a medias Lorenzo Miguel y Jorge Antonio a medias–: entrevista en el Congreso rodeado por diputados en mangas de camisa. “Revolución del MNR.” Al subir a la COB me quedé sin aliento. “Blancoide y argentino, rey de La Paz.” Qué risa. Zamuros (eso fue en Caracas, años después) sobrevolaban la catedral. Es más fácil hablar de una chingada propia que de la muerte en general. Los mineros, en camiones, cruzaban hasta el Palacio Quemado disparando al aire sus máuseres oxidados.)
–Pero si se dice más de dos veces YO, se presiente una equívoca demostración.
Reforma agraria en la revolución de 1952. Al presidente Paz Estenssoro los adversarios políticos lo llamaban “El Inca-paz”. Además de injuriarlo. MNR: un movimiento con varios elementos ideológicos provenientes del APRA, ayudado subrepticiamente por Perón, con jefes militares bolivianos insubordinados contra la Rosca minera y el liberalismo más tradicional. “Entonces.” Uno de los caudillos castrenses lo maltrató al autor de Raza de bronce enfeudado y escriba de los Aramayo y los Patiño. A otro presidente de origen militar lo colgaron de un farol en la plaza Murillo. “Precursorías y fracasos.” Los Estados Unidos –de acuerdo con el Punto IVº– amontonaban bolsas de trigo en las veredas de La Paz, cubiertas por dos banderitas cruzadas. Y como me dijo Augusto Céspedes ya de regreso en Buenos Aires: “Los yanquis se dieron el lujo de comprarse un país con una revolución adentro”.
Antífrasis: 1952-2007. Ya no está sola Bolivia en América latina como ocurrió con los tergiversados gobiernos del MNR; tampoco, hoy, predominan los gobiernos de origen pequeño-burgués. Evo Morales: indio. Y no se trata de determinismos raciales, sino de estructuras en vertiginoso vaivén; nada de procesos lineales sino de acumulación de complejas experiencias. Y si ahora resuenan amagos por el lado de Santa Cruz, además del vago recuerdo de un militar despiadado –Barrientos–, también se rescata a otro, víctima y generoso: Torres.
Y si aún se comenta a Paz Estenssoro como un descalabro, día a día se apuesta categóricamente a Morales. Sin olvidar –de ninguna manera– que por el lado de Ñancahuazú alguien peleó.
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