Viernes, 23 de junio de 2006 | Hoy
Brasil e Italia pasaron a octavos de final. Cada uno con su estilo reconocible, con distinta soltura y con diferentes jugadores, claro. En los análisis de ambos partidos, todos coincidimos tanto en la miserabilidad genética de los tanos –lo dice tan bien Greco en estas páginas– como en el peso de la jerarquía de los verdeamarelhos que pinta De Benedictis. Nunca más claro que ayer, Italia y Brasil, ante sus checos y los japoneses respectivos, fueron definitivamente ellos mismos. Pueden a veces desdibujarse los estilos, pero que los hay, los hay. Y en la emergencia y el apriete, cada uno vuelve naturalmente lo que sabe hacer, a lo que le sale. Y para eso debe contar, indefectiblemente, con sus goleadores. Y ayer los tuvieron.
Reconozco que hasta hace unos años no solía considerar la categoría “goleador”, no me parecía sustantiva, definitoria de una “clase” de jugador, sino un atributo, un adjetivo calificativo, un plus ocasional. Ahora no pienso así: creo que hay goleadores, existen. Es una vocación, un oficio, una aptitud. Y eso se nota sobre todo por la negativa, cuando uno descubre que hay delanteros “sin gol”.
Claro que lo que define a los goleadores no es, obviamente, la cantidad de goles que hacen sino el alto porcentaje de aprovechamiento de las oportunidades de que disponen. Algunas las crea él; otras, la mayoría, las encuentra, en el sentido picassiano. Al goleador, el gol lo va a encontrar trabajando. De ahí lo del oportunismo, del “estar donde debe estar”, etcétera. Como decía Carlos Bianchi –una autoridad en el tema–, el verdadero goleador se manifiesta porque hace los fáciles, empuja los rebotes, desvía las pelotas “sueltas”; es el limpiafondo del área, el que aprovecha las sobras, no deja que nada se pierda. Una cualidad que definiría eso que llama reiterada y ajustadamente Alejandro Fabbri “un goleador de raza”. Claro que hay diferentes razas. Del Chapulín Romario a Bati, para hablar sólo de dos grandes modernos, tan diferentes entre sí, hay para todos los gustos y con muy diferentes aptitudes.
Ayer para Italia y para Brasil fueron muy importantes, cada uno a su manera, no dos goleadores cualquiera, dos de raza fina: el Gordo y el Flaco. Ronaldo y Pippo Inzaghi. Nadie va a descubrir que el Gordo es un jugador extraordinario, un goleador que incluso, como sucede en el turf, puede correr con lastre e incluso así, dando ventaja en el peso, dar lecciones urbi et orbe del oficio de scorer. Ronaldo es un sabio goleador, veloz y pausado a la vez, de ojos abiertos –como Zidane, como los muy grandes– que no necesita casi espacios en la corta o en la larga, que mira siempre antes de patear, elige, nunca tira al bulto; es como si hiciera un pase al hueco. Los dos de ayer, tras hermosas jugadas colectivas de las que participó (no siempre cierra él), fueron ejemplares.
Pippo es un flaco aguerrido, combativo y corredor, sin demasiadas aparentes aptitudes técnicas para señalar, pero de algún modo invencible. Con altísima moral de sobreviviente nato, de cazador furtivo, de commando perdido tras las líneas enemigas con instrucciones de arreglarse solo, acostumbrado a lidiar con mezquinos jefes apoyados en fortalecer la retaguardia que lo mandan al muere, Pippo hace su trabajo con la convicción de un cruzado. Ayer, cuando sustituyó a Gilardino para picar a espaldas de los diezmados y regalados checos, estuvo en su salsa. Salsa típica italiana. Y el Flaco –que se había perdido un cabezazo íntimo casi, sin arquero, apenas afuera– gritó su gol de contra como si fuera el último y mejor de su vida.
Algo de eso debe haber. El maravilloso Gordo juega con una cierta soltura o desapego, como si dispusiera de todo el tiempo, como si cada vez empezara. El Flaco, en cambio, como si todo se fuera a acabar con esa jugada final. Ayer, los dos cumplieron; con arte y/o con oficio, hicieron su trabajo.
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