Jueves, 9 de octubre de 2008 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Ilán Semo *
Lo convencional es afirmar que la Segunda Guerra Mundial produjo un mundo dividido en dos grandes bloques: de un lado, los países que encontraron la manera de conciliar la sociedad de mercado con las formas democráticas de representación política; del otro, un grupo de naciones situadas en Europa del Este que convirtieron al socialismo de Estado en un sistema de aparente identidad. Hoy sabemos que no fueron dos sino tres los “bloques” –para continuar con la esquemática metáfora– que definieron los paradigmas básicos de la época de la posguerra. Entre el capitalismo estadounidense y la experiencia soviética emergió un orden que hizo –o quiso hacer– de las lecciones del pasado su razón principal de ser. Esas lecciones fueron dos: 1) El liberalismo neoclásico, por llamarlo de alguna manera, que había dominado a las sociedades europeas desde el siglo XIX, no sólo desembocó en la catástrofe de 1929, sino en una polarización social que fue el terreno fértil en el que emergieron los partidos fascistas; 2) el fascismo, que en la mayoría de sus variantes trajo no pocos beneficios económicos a los trabajadores, se tradujo no sólo en regímenes totalitarios sino en una vorágine de autodestrucción de esas sociedades (y no sólo por la guerra).
Después de 1945, la respuesta a ambos traumas quedó codificada en un arreglo social completamente nuevo basado en una filosofía política y un cúmulo de prácticas e instituciones que todavía no logramos comprender: el Estado de bienestar. Esa filosofía política se propuso conjugar una economía de mercado libre detalladamente regulada para evitar la polarización y los colapsos del viejo orden liberal, un régimen de garantías sociales que asegurara a la mayor parte de la población ingresos, salud, educación, alimentación y, en general, un nivel básico de bienestar y, no menos esencial, un sistema político de representación democrática. A finales de los ’50 se escuchaba como una utopía. Pero fue una de las pocas utopías modernas que funcionaron.
Vista desde la perspectiva de su historia, la experiencia del Estado de bienestar forjó sociedades cuyo tejido social, político y moral tuvo muy poco que ver con los móviles y los impulsos que dominaron al modo estadounidense de ordenar la vida social, económica y cultural en la segunda mitad del siglo XX.
La caída del Muro de Berlín en 1989 trajo consigo un espejismo: no sólo la convicción de que el socialismo de Estado era disfuncional económicamente –convicción que China y Vietnam se han encargado de refutar–, sino que también había concluido la era del Estado de bienestar. El capitalismo frenético de corte estadounidense se convirtió en el paradigma prácticamente absoluto de dos décadas de expansión salvaje de mercados, privatizaciones y destrucción de sistemas de protección e igualación social. Es ese espejismo el que se ha venido abajo en la caída del otro muro: el de Wall Street.
La metáfora del muro/los muros quedará como signo probable del fin de una época. Tal vez el mundo producido por la Guerra Fría no terminó en 1989; acaso apenas está concluyendo en estos días. En 1989 cayó una de sus partes; hoy, en Nueva York, se está desmoronando la otra.
¿Qué sigue?
Sigue un mundo inédito, en el que ninguna de las soluciones del siglo XX parecen ser aptas para ofrecer respuestas a la crisis actual. Y, sin embargo, habría que tener en cuenta algunas de las premisas que hicieron posible el Estado de bienestar, acaso la última utopía sobreviviente del siglo XX.
En primer lugar, lo que cayó en Estados Unidos no fue tan sólo el capitalismo neoliberal, sino, como diría Max Weber, el geist (el espíritu) del capitalismo neoliberal. Es decir, esa enorme fuerza seductora que lo hizo aparecer durante dos décadas como la única opción razonable incluso para economías inalienables con sus principios.
En segundo lugar, el Estado de bienestar no nació como una utopía, sino como una respuesta defensiva a los retos planteados por las convulsiones sociales que sacudieron a Europa occidental desde los años veinte. Es curioso que, casi un siglo después, algo que fue visto como un último recurso marque hoy una de las posibilidades de un porvenir viable. Si el programa del Estado de bienestar se originó en las discusiones y las exigencias del socialismo occidental acabó por socialdemocratizar a las sociedades europeas. Después de 1945, fue la democracia cristiana, es decir, el centroderecha, su principal impulsor.
En tercer lugar, su teoría tal y como la conocemos hoy en día, está seguramente envejecida frente a un mundo que seguirá dominado por la globalización, los circuitos de rápida acumulación, la crisis del Estado–nación y la incertidumbre como principio básico de la vida social.
* De La Jornada de México. Especial para PáginaI12.
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