EL MUNDO › CAMINO A LA CASA BLANCA

Dos tipos audaces

 Por Ernesto Semán

“¿Para qué sirve ir a la Convención Demócrata, atravesar la planicie eterna de Kansas y el pueblo de mil habitantes de Wakeeney, cuando uno tendrá escaso acceso a los grandes protagonistas y la mayor parte del evento puede seguirse por televisión?” Es una pregunta frecuente y difícil de contestar, al menos hasta hoy: al menos, para conocer a la fórmula presidencial del partido cuatro años antes de que compita en las elecciones.

Barack Obama y Joe Biden fueron figuras laterales de la última convención. Apenas un puñado de personas pudimos, por motivos diversos, verlos de cerca y hacernos un juicio sobre quienes hoy aspiran a la Casa Blanca: el carisma del discurso de Obama y su enorme capacidad explicativa frente a un grupo de jóvenes demócratas; el poder señorial de un senador de la vieja guardia como Biden, pero también su personalidad extemporánea y frontal y la forma inusualmente directa de hablar en público y en privado, que convierten su designación en una apuesta de riesgo, en el mejor sentido de la expresión.

“Boston 2004” no pasará a la historia como el encuentro más interesante de la política norteamericana, aunque fue el lugar donde Obama pronunció su primer gran discurso nacional. Aquella vez, el Partido Demócrata consagraba a John Kerry-John Edwards como su fórmula, con más reservas que optimismo. La caída temprana de Howard Dean había descartado la posibilidad de una renovación partidaria y el resto de la primaria se fue en acomodar las piezas a pedir de Kerry. Sin el carisma avasallador de un par de décadas atrás y un discurso más preocupado por simular al republicano que por seducir a los votantes de aquel partido, en la primera plana de Boston estaban los lobbistas y los legisladores aferrados a la necesidad de renovar sus bancas.

Mucho más sustantiva fue la experiencia de presenciar la Convención Republicana en Nueva York, donde la mayor consistencia ideológica del partido nos permitió apreciar la revolución neoconservadora en tiempo real: en la diversidad de fiestas para hombres de negocios con sombreros texanos que poblaron la ciudad, en los estruendosos chiflidos que la mención a las Naciones Unidas despertó todas y cada una de las veces en las que fue invocada.

Apenas un par de eventos pueden quedar en la memoria del encuentro demócrata. Uno fue Obama mismo: frente a un candidato acartonado y una propuesta que no incorporaba nada de los cambios ocurridos en Estados Unidos desde el 2000, las palabras que aquel joven dirigente negro que aspiraba al Senado pronunció en el Fleet Center parecían una crítica a lo que el partido hacía en ese momento; con su llamado a la “audacia de la esperanza”, su demanda de reponer al Estado en un rol central y un agresivo discurso militar que neutralizaba los ataques republicanos. Un día antes, durante un encuentro con jóvenes partidarios, Obama había hablado con igual elocuencia sobre los desafíos partidarios. Para cuando terminó la convención se había convertido en el primer dirigente negro en dejar atrás el liderazgo tradicional y racialmente circunscripto de Jesse Jackson.

Fue esa primera impresión de Obama en Boston lo que me permitió escribir en noviembre de ese año, cuando obtuvo su banca en el Senado, que “si no es el mejor del partido, al menos puede argumentar en público con convicción... Si hubiera habido en Ohio (donde los demócratas terminaron por perder la presidencia) alguien con la fuerza de Obama... otro habría sido el resultado”.

Biden, en cambio, fue el típico senador moviéndose entre bambalinas en la reunión. La mención constante de su nombre como potencial secretario de Estado lo llevó a reunirse con una variedad de invitados extranjeros, incluyendo la entonces senadora Cristina Kirchner. Para un potencial jefe de la diplomacia y legendario senador, Biden se mostró frontal, cáustico, y nada diplomático en el sentido tradicional de la expresión. Tanto en la reunión con la primera dama argentina como en los días posteriores, el senador de Delaware no tuvo problemas en quejarse por lo que entendía que eran las demandas de los extranjeros, por dejar en claro cuáles eran para él las prioridades de los Estados Unidos (Argentina, ciertamente, no figuraba entre ellas, ni tampoco América latina) y por admitir la necesidad de enfocar la acción internacional en los países productores de petróleo, cualquiera fuera el partido que ganara las elecciones. Fue la reunión más agitada, menos protocolar y más productiva que Cristina Kirchner tuvo en aquella visita.

En privado y en público, Biden no parece seguir un libreto sino hablar con agudeza y espontaneidad. Esas cualidades, sumadas a su notorio mal genio, hicieron naufragar dos veces su candidatura presidencial. La última vez fue cuando dijo, en tono de broma, que “en Delaware es imposible conseguir trabajo en un Dunkin Donuts o un Seven Eleven sin un leve acento indio”. La frase fue luego metamorfoseada y reinterpretada como racista, hasta que terminó por embarrar su precandidatura.

Si es cierto que Biden apuntala la figura de Obama con su experiencia en relaciones internacionales, Obama se desentendió de la idea de compensar el supuesto “progresismo” y “candidez” de su juventud con alguien de virtudes exactamente contrarias. Biden es controvertidol, agresivo y, al menos en muchos sentidos, inesperado. Con edades y razas diferentes, los dos hombres que pasaron por Boston como invitados a una fiesta ajena llegan a Denver con una misma idea acerca de cómo cambiar la historia de cuatro años atrás.

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