Viernes, 21 de noviembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Emir Sader*
Con independencia del gobierno que vaya a emprender, la victoria de Barack Obama tiene en lo inmediato dos significados sumamente importantes: por un lado, representa el rechazo mayoritario de la ciudadanía de Estados Unidos al gobierno de Bush. Por otro, la movilización e incorporación a la vida política de grandes contingentes, comúnmente alejados de ella: negros, latinos y jóvenes.
Recaen sobre Obama dos pesadas herencias: la primera de ellas, la crisis económica, iniciada como crisis financiera, que se extiende al sector productivo (General Motors afirma que hace esfuerzos por no fallar) y genera una recesión de proporciones enormes. La segunda, las guerras infinitas del gobierno de Bush (responsable del aislamiento que, por ejemplo, hace que en Pakistán –aliado esencial de Estados Unidos en la guerra contra Afganistán y Al Qaida– Bin Laden tenga apoyo de 34 por ciento de la población, mientras el de Washington sea apenas de 19 por ciento, casi la mitad). Salir de Irak no es tan fácil como Obama dice. Como le preguntan los halcones: “¿Saldremos derrotados?”. Es un cuestionamiento grave para la única superpotencia actual en el mundo, además del tema del abastecimiento de petróleo y de la influencia de Irán sobre el Irak chiíta.
Sin embargo, Obama podrá avanzar en la desarticulación del epicentro latinoamericano de las guerras infinitas de Bush, ayudando a terminar con la situación de conflicto que se vive en Colombia con apoyo directo de Estados Unidos (en la llamada Operación Colombia), además de levantar inmediatamente el bloqueo contra Cuba. Aquel país se volvió el gran aliado estadounidense en la región, convirtiéndose en uno de los responsables del aislamiento y la pésima imagen de Washington en América latina, algo que debiera tener en cuenta Obama si quiere proyectar una nueva imagen en el continente.
Lo paradójico es que, al final de ciertas acciones –algunas con éxito, como las de cambio de prisioneros que tuvieron a Hugo Chávez como protagonista central–, Uribe haya salido fortalecido en lo interno y lo externo. En lo interno, parece haber impuesto la visión de que las soluciones militares son posibles para acabar con el conflicto, con el que él no quiere terminar, porque obtiene de allí el apoyo interno que posee, consciente de que militarmente no se ganará el conflicto, pero lo prolonga lo suficiente para buscar obtener un tercer mandato e intentar desaparecer las soluciones políticas a la guerra.
Pero Uribe también ganó espacios externos que no tenía. Los crímenes cometidos por su gobierno –de los cuales la última revelación fue que centenares de jóvenes fueron ejecutados por oficiales de las fuerzas armadas que difundieron la idea de que se trataba de enemigos muertos en combate (por lo que hubo que juzgar y encarcelar a altos oficiales del ejército), sin que las imágenes de los ultimados hayan sido mínimamente difundidas por la prensa nacional e internacional, al contrario de lo sucedido con la de Ingrid Betancourt– parecen, hasta aquí, no desgastarlo. Uribe consiguió prácticamente circunscribir la violencia en Colombia a la ejercida por las FARC. Parecería que ya no existen secuestros o presos por parte del régimen –ya no se habla de intercambio de prisioneros, sólo de liberación unilateral por la guerrilla–; únicamente los retenidos por los insurgentes.
Reunidos en París en noviembre, bajo el patrocinio de Sécours Catholique, dirigentes de varias organizaciones políticas –Polo Democrático y los partidos Liberal y Conservador– discutieron opciones sobre la crisis colombiana, y existe consenso de que las soluciones militares, además de injustas, son inalcanzables, y que es preciso buscar alternativas políticas.
Por lo tanto, para que éstas sean posibles es necesario que las partes en conflicto recurran a la negociación. Hoy las FARC, duramente golpeadas política y militarmente, pueden estar más inclinadas a las soluciones negociadas (hubo una respuesta positiva de éstas a la solicitud de 113 intelectuales colombianos demandando el intercambio de prisioneros, lo que se entiende como una primera reacción en esa dirección). Sin embargo, Uribe no percibe por qué deba negociar, se siente fuerte e intenta conquistar un tercer mandato presidencial, mientras se suscriben apoyos para una nueva imposición violenta de un cambio constitucional.
Uribe sólo sufriría un golpe político si no puede obtener un tercer mandato y/o si el nuevo gobierno de Estados Unidos, aparte de confirmar el rechazo a la firma del Tratado de Libre Comercio –debido al fortalecimiento de los demócratas en la Cámara de Representantes–, termina con la Operación Colombia y convence a este presidente de que participe en negociaciones políticas que terminen con la guerra en su país.
Además, está claro que el trabajo persistente de denuncia de los crímenes del gobierno, hecho por las organizaciones políticas y sociales colombianas, lleva aquél a una situación de debilitamiento que puede impedir la reelección de Uribe y fortalece una oposición unificada que puede conducir a la victoria de un candidato democrático en las elecciones presidenciales de 2010.
La guerra en Colombia es la situación más grave que vive el continente, por las violaciones sistemáticas a los derechos humanos –de la que los más de tres millones de colombianos desplazados son uno de los aspectos más brutales y menos difundidos–; por la contribución al narcotráfico –que aumentó a lo largo de los años de gobierno de Uribe– y por los riesgos de enfrentamientos con países vecinos. Promover la paz en el continente, avanzar en los procesos de integración regional, suponen acciones de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), del nuevo gobierno de Estados Unidos y de los movimientos populares del continente, que deben acabar con la guerra y la represión en Colombia, para lo cual la derrota de Uribe –como cabeza articuladora del bloque en el poder– es una condición esencial.
*De La Jornada de México. Especial para PáginaI12.
Traducción: Ruben Montedónico
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