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Por Stephen Castle*

Desde el comienzo mismo de su juicio, Slobodan Milosevic dejó en claro que no les volvería la tarea fácil a sus fiscales. La primera aparición de Milosevic en el banquillo de los acusados en La Haya fue eléctrica. Se apoderó de la escena, chocando verbalmente con el juez británico Richard May, quien finalmente le cortó el micrófono. Pero eso fue hace cuatro años, y hace tanto que empezó el proceso que el juez May terminó muriéndose antes que Milosevic. El empecinado rechazo del acusado a aceptar un abogado se tradujo en sucesivas demoras de los procedimientos.

Las intervenciones de Milosevic fueron a menudo arengas, denunciando a la corte y justificando su rol en la barbarie que envolvió a los Balcanes en los ’90. Los esfuerzos por disciplinarlo y designar un abogado extraoficial fallaron. Milosevic simplemente rechazó tener nada que ver con ellos. A menudo el proceso quedaba suspendido por semanas. Si los procedimientos hubieran llegado a su conclusión, ciertamente Milosevic no habría salido en libertad. Pero no es claro si hubiera sido condenado por genocidio.

La fiscal general de la Corte Internacional de La Haya, Carla del Ponte, renovará ahora sus esfuerzos para llevar a la Justicia a los otros dos peces gordos que andan sueltos, Radovan Karadzic y Ratko Mladic. Karadzic, un ex psiquiatra, fue el líder político de los serbios de Bosnia; Mladic, su implacable carnicero militar. Después de la guerra de Kosovo de 1999, la ex Bosnia-Herzegovina quedó dividida entre la Federación CroataMusulmana y la República Serbia de Bosnia; se cree que los dos hombres se esconden en algún lugar de esta última. Pero el proceso a Milosevic concluye como un fracaso para la Corte, por más nobles que fueran sus objetivos. Por el modo en que se manejó, Milosevic tuvo éxito en uno de sus objetivos. Durante la mayor parte del tiempo el foco de la atención estuvo en él, no en sus víctimas.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.