Domingo, 12 de marzo de 2006 | Hoy
Hasta el final, engañó a sus víctimas. Millones esperaron por años para ver a Slobodan Milosevic, el denominado “Carnicero de Belgrado”, ser hallado culpable por el terror, asesinatos en masa y expulsiones que las fuerzas serbias impusieron sobre la infeliz población de Yugoslavia en la década de los ‘90. Pero los sobrevivientes de las masacres de Vukovar y Srebrenica no tuvieron la posibilidad de ver su cara cuando el veredicto fuera leído. Su muerte en una celda de la cárcel Scheveningen, donde había sido prisionero del Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra desde 2001, significa que la Justicia no lo atrapó finalmente. La presión sanguínea y los problemas del corazón llegaron allí primero.
Para aquellos que vivimos en Belgrado en la cumbre de su poder, y que no compartimos la adulación entonces prevaleciente, era una figura aterrorizante. Aparentemente en control absoluto de las pasiones de casi toda la nación serbia a finales de los ’80 y principios de los ’90, utilizó su mórbida habilidad para enviar a su gente a un precipicio como ratoncitos que se suicidan en masa a una serie de guerras catastróficas con sus antiguos compatriotas yugoslavos. Como Hitler, parecía recibir gran parte de su fuerza de las grandes concentraciones populares al estilo Nuremberg, que fueron un sello de sus primeros años como líder serbio. En Kosovo en 1989, en las ceremonias que conmemoraban el 500º aniversario de la histórica batalla de Kosovo contra los turcos, lo vi bajarse de su limusina. Flanqueado por prelados de la Iglesia Ortodoxa Serbia, se dirigió a la mayor de todas las reuniones frente a aproximadamente un millón de serbios que lo adoraban. Para mí, ese día en 1989 proveyó una rara visión de un hombre que por lo demás llevaba una existencia reservada en una casa estilo fortaleza en el suburbio Dedinje de Belgrado, solo con la compañía de su engañada y regañona esposa, Mirjana, y dos hijos, Marko y Marija.
De allí, luego de tomar el poder en Serbia en 1987, tramó una aventura violenta tras otra. Hubo “sólo” alrededor de 60 muertos albaneses cuando envió al ejército yugoslavo y a la policía serbia a Kosovo para suprimir su autonomía en 1989 –una acción que los otros líderes yugoslavos consintieron tontamente–. Más tarde fue el turno de Croacia, donde alrededor de 10.000 personas murieron peleando en 1991 luego de que la república se separara de Yugoslavia. Luego de eso, llevar una cuenta de los muertos se volvió inútil. En la guerra que siguió en Bosnia entre 1992 y 1995, murieron al menos 100.000 personas. La mayoría eran musulmanes, asesinados por fuerzas serbias bien equipadas en la primavera de 1992, que corrían de un pueblo indefenso en el norte y este de Bosnia a otro, con la misión de expulsar a los musulmanes y croatas y hacer así posible la anexión de Bosnia a Serbia. Una nueva frase se incorporó al léxico como resultado –“limpieza étnica”–, una traducción áspera de la escalofriante frase utilizada por la estatal Radio Belgrado.
En retrospectiva, Milosevic fue un oportunista descarado que apostó correctamente a las debilidades que acosaban a los poderes europeos. Una y otra vez, los diplomáticos llegaban a Belgrado con sus ultimátum, sólo para regresar suavizados por las expresiones de inocencia a ojos abiertos de Milosevic. Como remarcó Adam Lebor, autor de un libro sobre Milosevic, tenía una habilidad de camaleón para cambiar su postura de dictador a una de encanto campechano. Lebor recordó a un diplomático británico que salió de uno de esos encuentros no demasiado persuadido de lo que había escuchado. “Milosevic dio la impresión de que la gente no le importaba como individuos”, le dijo a Lebor. “Nada parecía afectarlo emocionalmente. Simplemente no registraba ningún tipo de sufrimiento humano.” Efectivamente, incluso hizo planes para el asesinato del padrino de su boda con Mirjana, Ivan Stambolic, que fue también su predecesor como presidente de Serbia. Stambolic fue secuestrado y asesinado en 1999, casi seguramente por agentes del servicio secreto actuando bajo órdenes de Milosevic.
¿O no fue él? El gran problema al establecer la responsabilidad de Milosevic en la matanza de los ’90 fue el estilo reservado, que ha hecho difícil establecer quién dio las órdenes. Este dilema ha perseguido a los fiscales del tribunal desde 2001, cuando los serbios, desilusionados con su anterior ídolo, lo entregaron a la corte de La Haya.
Milosevic pronto recuperó su equilibrio, intimidando a jueces y desconcertando a testigos con sus burlas y abucheos. Como dijo ayer Richard Goldstone, el más importante ex fiscal del tribunal, era completamente impenitente. “A pesar de su salud, comenzó a disfrutar del juicio, y era entusiasta al burlarse del tribunal de La Haya”, dijo. Ayer, expertos del tribunal describieron su muerte como un severo golpe para la Justicia internacional. “Es una absoluta tragedia que ahora nunca haya un juicio final a Milosevic”, dijo el experto en los Balcanes Tim Judah. “Sin ese juicio definitivo para las generaciones futuras, la pregunta acerca de si fue culpable de genocidio ahora estará siempre en disputa.”
Su muerte también le sigue avergonzadamente cerca al suicidio en prisión de uno de los ex camaradas de Milosevic en Croacia, Milan Babic. “En menos de 10 días dos importantes serbios han muerto bajo custodia”, dijo Gordana Igric, una periodista serbia en Londres. “Los nacionalistas serbios preguntarán por qué deben entregar a Ratko Mladic cuando, como dirán, ‘los serbios están muriendo en La Haya’.” A pesar de que resulta demasiado decir que Milosevic rió último, su muerte es ciertamente, como dijo Lebor, “muy frustrante”, ya que se fue a la tumba sin mostrar ni un rastro de arrepentimiento.
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