Domingo, 24 de mayo de 2009 | Hoy
EL MUNDO › LAS OPCIONES DE LOS DEMOCRATAS, Y DE OBAMA, FRENTE AL PODEROSO SECTOR
Por Ernesto Semán
Que Dick Cheney sea la cara visible de la primera oposición que enfrenta Barack Obama ofrece al menos dos lecturas. El ex vicepresidente es hoy uno de los políticos menos populares de Estados Unidos, asociado con el ala más radical del Partido Republicano y con los aspectos más cuestionados de la gestión de George Bush. Es, al mismo tiempo, quien mejor ha articulado públicamente las ideas de la derecha neoconservadora, ideas enraizadas en el fanatismo norteamericano y cuya importancia mal puede medirse por la momentánea caída de un dirigente en las encuestas de opinión.
“Los demócratas parecen no entender que el mundo ha cambiado. Hablan de liderar ‘una guerra más sensible contra el terrorismo’, como si Al Qaida fuera a impresionarse por nuestro costado más suave.” Cheney dixit, agosto de 2004 en el Madison Square Garden, durante su discurso ante la convención republicana en Nueva York. El entonces vicepresidente exponía mejor que nadie el argumento de su base política y cultural, el mismo que ha repetido desde entonces hasta el jueves último. Esos argumentos hoy relegan al Partido Republicano a una expresión política limitada y sin chances de recuperar el gobierno, convirtiendo a Cheney en un enemigo más que conveniente. Pero la continuidad de esa realidad depende en gran parte de lo que haga Obama.
Sin duda, es la masividad y expansión del fundamentalismo religioso norteamericano lo que lleva a Obama a medir sus palabras y moderar sus actos, sea esta la estrategia correcta o no. La mirada argentina aporta una sensibilidad distinta a esta dinámica, como lo evidencia la percepción de Martín Plot sobre los primeros 100 días de Obama: “Podría decirse que Barack Obama, tan preocupado como lo estuvo Alfonsín por la magnitud de las consecuencias posibles del juzgamiento generalizado de las violaciones a los derechos humanos del antiguo régimen, está tratando de anticiparse a las posibles investigaciones del Congreso o el Poder Judicial a través de una política limitada de revelación de la verdad de lo ocurrido”.
Empeorando la analogía, Obama podría llegar al “Felices Pascuas” sin siquiera pasar por el juicio a las juntas y la Conadep. Lo que está en juego es la caracterización del enemigo que el presidente tiene enfrente y sus posibilidades de reacción. En ese sentido, hay otros elementos que hacen la comparación aún más desfavorable para el presidente norteamericano. Uno es que el fundamentalismo norteamericano es mucho más persistente que el pensamiento de derecha en la Argentina: dejar de arrinconar a la derecha norteamericana implica liberar un poder de reacción infinitamente más vasto y enraizado que lo que podía ser el poder militar en la Argentina de los ’80.
Otro, tanto o más importante para este caso, es que las palabras de Cheney canalizan la ansiedad de los norteamericanos frente a un nuevo atentado terrorista, algo que les da un residuo de credibilidad potencial a sus palabras, y que por otra parte es más que posible que ocurra.
Alentar la paranoia sobre el seguridad nacional ha sido un campo dilecto del fanatismo político norteamericano. Pero la otra dimensión que puede hacer del resurgimiento de Cheney algo aún más preocupante y ominoso es la enorme facilidad con la que la derecha se ha volcado a perpetuar, estimular u organizar amenazas contra los mismos Estados Unidos a fin de erosionar la legitimidad de los gobiernos demócratas. La exitosa comunicación de Henry Kissinger con el Vietcong para bloquear el proceso de paz iniciado por Lyndon B. Johnson le abrió las puertas a la victoria de Richard Nixon en 1968. No menos que el diálogo con el ayatolá Jomeini en 1979 para perpetuar la toma de la embajada norteamericana en Teherán sepultó las pocas chances de reelección de Jimmy Carter y abrió las puertas para el reinado de Ronald Reagan. No son, precisamente, los espejos en los que Obama quiere ver reflejado el futuro de su gestión.
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