Domingo, 3 de enero de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por José Natanson
Llegó el fin de año y con él algunas cosas buenas y otras no tanto: entre las no tanto están las cenas de oficina, cierto vacío político que tiende a prolongar viejos debates y el pan dulce con frutas abrillantadas; entre las buenas podemos mencionar los encuentros con los amigos, el pan dulce sin frutas abrillantadas y la sana costumbre de los balances, como el que se ensaya a continuación.
Al analizar la dinámica política del año que acaba de terminar, lo primero que llama la atención es el efecto espejo con el 2008. En efecto, el 2008 había comenzado con la asunción de un nuevo gobierno dotado de una alta popularidad y concluyó políticamente con la derrota del oficialismo en el conflicto por la 125. El 2009, en cambio, comenzó una derrota oficial, en las elecciones del 28 de junio, y finalizó con la aprobación de la ley de servicios audiovisuales. En el medio hubo una sorprendente recuperación política del Gobierno y una igualmente asombrosa dificultad de los sectores disidentes del peronismo, claramente ganadores en los comicios de junio, para asumir el liderazgo partidario. A diferencia de lo que sucedió en 1985, cuando la renovación cafierista enfrentó al aparato pejotista para luego apoderarse de él, y al igual que lo ocurrido entre 1997 y 1999, cuando Menem logró conservar el liderazgo político pese al proyecto de Duhalde, el kirchnerismo mantiene firme el timón del PJ.
En esta maniobra ha sido decisiva la capacidad del Gobierno de consolidar un núcleo de apoyo minoritario pero sólido. En sus mejores momentos, el kirchnerismo consiguió altos niveles de aprobación popular y un considerable caudal de votos en sucesivos actos electorales. Con los años, este apoyo –amplio pero difuso– se ha ido deshaciendo, en especial luego del conflicto con los productores rurales, hasta abarcar, hoy, a un sector minoritario de la sociedad. Mi tesis –difícil de demostrar cuantitativamente pero no por ello menos cierta– es que ese núcleo se ha cohesionado y hoy es más sólido que en el pasado, como resultado de algunas iniciativas de cambio profundo impulsadas por el oficialismo.
Mientras toda la oposición y buena parte de la opinión pública reclamaban cambios en el sentido de una mayor calidad institucional, desde el fin de la intervención del Indec a la reforma del Consejo de la Magistratura, el Gobierno optó por impulsar proyectos polarizantes y conflictivos, como la ley de medios, y otros que, aunque se encontraban en la agenda de prácticamente todos los partidos, no aparecían entre las prioridades mediático-ciudadanas, como la Asignación Universal para la Niñez. Al hacerlo, el kirchnerismo retomó una estrategia que le había dado buenos resultados al comienzo de su primer gobierno y que por diferentes motivos había descuidado, consistente en recuperar algunas banderas levantadas desde hace años por grupos sociales ajenos a su dispositivo político y hacerlas suyas en base a un clivaje temporal: dictadura versus derechos humanos, neoliberalismo noventista versus distribucionismo de nuevo siglo. Esa es la línea invisible que une a la política de derechos humanos y el juicio a la Corte del 2003 con la ley de medios y la Asignación Universal del 2009, y que podría sumar este año una nueva norma regulatoria del sector financiero.
En todo caso, el resultado ha sido el fortalecimiento de su (reducido) núcleo de apoyo: el kirchnerismo es hoy una minoría, pero una minoría intensa.
Sin crisis económica ni amenaza militar, un gobierno puede administrar la coyuntura apoyándose en una minoría social: hay miles de ejemplos de “patos rengos” que transitan con relativa calma el final de sus mandatos, incluso uno argentino y no muy lejano, el Carlos Menem 1997-1999. Pero el kirchnerismo no parece dispuesto a simplemente gestionar el Estado: por la necesidad táctica de entusiasmar a su base de apoyo, por convicción o porque la fuga hacia adelante está inscripta en su ADN, parece difícil que se limite a flotar tranquilamente hasta octubre del 2011. Y es aquí donde aparece el problema, pues ningún proyecto verdaderamente popular puede proponerse seriamente realizar transformaciones importantes –y sostenerlas en el tiempo– sin contar con el respaldo de un sector mayoritario de la sociedad y en este sentido hay que reconocer que, a partir del conflicto con el campo, el Gobierno ha ido perdiendo grandes porciones de respaldo ciudadano, como evidenciaron los resultados de los comicios de junio.
Por eso, el éxito del Gobierno en los dos años que restan hasta las presidenciales se cifrará en su capacidad para, a partir del firme soporte de un núcleo minoritario de la población, expandir su influencia a otros sectores sociales. Recurriendo a la trillada metáfora del análisis político, si conseguirá elevar el techo sin arriesgar su piso. ¿Es eso posible? Tres casos latinoamericanos demuestran que sí. En el 2005, a dos años de haber asumido la presidencia, Lula enfrentó una serie de escándalos de corrupción encadenados que le costaron todo un gabinete y que casi derivan en un impeachment, pese a lo cual logró recuperarse, ganar su reelección y gestionar un exitosísimo segundo mandato hasta convertirse en el presidente más querido de la historia de su país. En Chile, el entusiasmo inicialmente despertado por Michelle Bachelet se evaporó poco después de asumir el poder, por efecto de la desastrosa puesta en marcha del nuevo sistema de transporte público en Santiago y la rebelión de los estudiantes secundarios. Sin embargo, Bachelet atravesó la tormenta y hoy, a punto de dejar el gobierno, goza de una popularidad altísima. El último ejemplo es el de Hugo Chávez, que perdió el referéndum de reforma constitucional de diciembre del 2007, la primera derrota electoral de su vida, pero que también consiguió recuperar la popularidad suficiente para, un año después, impulsar con éxito la iniciativa.
La experiencia comparada demuestra que es posible reconstruir una base de legitimidad tras sufrir fuertes golpes políticos. Lo que no es seguro es que el camino elegido por el Gobierno sea el más adecuado para hacerlo. A la vista de sus últimas decisiones, la estrategia parece consistir en fortalecer su actual núcleo de apoyo social y proteger las alianzas de conveniencia con las dos estructuras que lo sostienen –los aparatos pejotista y cegetista– aun al costo de alejar a otros sectores sociales (las fotos con Moyano nunca son gratis). Para el resto de la sociedad, el oficialismo ofrece una mejora de la situación económica como clave para regenerar los apoyos perdidos que, como señaló sagazmente Luis Tonelli en la revista Debate, funciona como una reedición en clave de marxismo patagónico de la vieja tesis materialista de que la estructura económica define la superestructura del comportamiento político-ideológico. Y aunque es cierto que el consumo masivo de splits, sidra o automóviles puede contribuir a un clima social más amigable, no está tan claro que esto se traduzca automáticamente en una recuperación del caudal electoral: del peruano Alan García al paraguayo Fernando Lugo existen miles de ejemplos de presidentes impopulares en contextos de alto crecimiento.
En su libro El último peronista, el periodista Walter Curia defiende la tesis –hoy muy comentada pero en aquel momento toda una novedad analítica– de que para Kirchner el principio organizador de la política es el dinero. El politólogo Joseph Nye, de la Universidad de Harvard, creó una distinción ya clásica entre el “poder duro” –aquel que se vale de la fuerza militar o la presión económica– y el “poder blando” –que descansa en la persuasión cultural o ideológica–. Aunque Nye pensaba en las relaciones entre estados, la idea resulta útil para analizar la estrategia de Kirchner para intentar ampliar su base de apoyo, en particular en los sectores medios, los más alejados del Gobierno y los que en buena medida marcan la pauta de la opinión pública. La apuesta a recuperar el amor de las clases medias por vía del acceso al consumo –excluimos del análisis la Asignación Universal, que tendrá sus efectos políticos en los sectores más pobres pero que es, sobre todo, una decisión de estricta justicia–- sintoniza con otros ensayos en el mismo sentido, como la elevación del mínimo imponible del impuesto a las ganancias, los planes para comprar autos o departamentos y las moratorias o blanqueos impositivos, medidas que tienen su lógica económica pero detrás de las cuales se esconde la muy política intención de recapturar segmentos de la clase media alejados del oficialismo.
En cambio, el Gobierno ha descuidado el poder blando, como revela la ausencia de una política universitaria clara, el hecho de que en el área de cultura siga apostando más a subrayar sus propias ideas que a ampliarlas y su errática estrategia de comunicación (en particular en momentos críticos, como el conflicto del campo, cuando su máximo vocero era... ¡Luis D Elía!). Pero además, y sobre todo, el kirchnerismo ha optado por no avanzar en algunos cambios sugeridos durante la campaña del 2007 y que, tras la derrota en las elecciones de junio, parecían cantados: la intervención del Indec y la permanencia de Guillermo Moreno en su cargo –que genera irritación y enojo más allá de lo que cada uno pueda pensar de él– son los símbolos máximos de esta decisión, en cuya base está la renuencia kirchnerista a los retrocesos tácticos, como si cada paso atrás implicara inevitablemente ceder el rumbo.
La oposición se anotó dos triunfos mayúsculos en el año que pasó: su victoria en las elecciones del 28 de junio y, en menor medida, el reparto de los lugares institucionales en el Congreso. En su agenda para el 2010 figuran un puñado de iniciativas de alto impacto, como la reforma del Consejo de la Magistratura o, más ambicioso aún, un cambio en el régimen de retenciones. Pese a ello, la oposición luce lenta, al menos frente a los reclamos de un sector de la opinión pública y de los medios que le reclaman un accionar más decidido. Esto es resultado tanto de las dificultades de articulación como de una realidad imposible de solucionar en el corto plazo: ocurre que el objetivo de los líderes opositores es tanto batir al oficialismo como derrotar al otro candidato opositor, lo que genera un clima de lucha fratricida que sólo contribuye a fortalecer al Gobierno. Si el kirchnerismo es una minoría intensa, la oposición es una mayoría aflanada.
Un kirchnerismo minoritario pero razonablemente cohesionado, disciplinado y dotado de un liderazgo firme y un proyecto claro (Néstor 2011), frente a una oposición mayoritaria pero invertebrada, internamente conflictiva y con muchos liderazgos en ciernes: éste será el eje del conflicto político de un año que así comienza pero del que nadie puede arriesgar razonablemente cómo va a terminar.
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