Domingo, 14 de septiembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Hace unas pocas semanas, Morales Solá explicaba, en su habitual columna dominical de La Nación, que el tratamiento en la ONU de la necesidad de construir una regla mundial para la práctica de las reestructuraciones de deuda soberana no conduciría a nada. Y eso, sencillamente, porque la ONU no era el lugar adecuado: había que llevar el tema al FMI o al Grupo de los Ocho. Quisieron las casualidades de la vida que ese mismo fuera el argumento con que la representación de Estados Unidos fundó su negativa a la propuesta argentina, avalada por una muy grande mayoría de los Estados del mundo. No importa si la razón de ese acuerdo estratégico es la obsecuencia, la empatía ideológica o cualquier otra: la coincidencia está llamando la atención sobre el modo en que se ha globalizado la construcción ideológica de una manera de pensar el mundo, concretamente la que defienden y promueven los grandes beneficiarios políticos y económicos de la reestructuración neoliberal a escala planetaria. Curiosamente, los enemigos de la partidización del mundo intelectual y cultural, quienes se desviven proclamando la caducidad de los relatos generales, quienes presumen de ser conciencias independientes, liberadas de cualquier ideología, terminan ejerciendo un nuevo tipo de militancia partidaria; una forma que no tiene carnet de pertenencia ni estructuras definidas, consiste en la participación activa en la elaboración, producción y difusión del modo de pensar de un bloque social que es global y, a la vez, intensamente local.
En el caso concreto, la demanda de que las reglas de juego del orden financiero global sean tratadas en foros selectos en su composición y no democráticos en su funcionamiento y modo de toma de decisiones (y no en la que reúne a las autoridades políticas nacionales del mundo) tiene un significado muy profundo. ¿Dónde reside el poder efectivo?, parece la pregunta pertinente; y la respuesta estrictamente pragmática es que reside en un conjunto de actores estatales y económicos que lo ejercen de facto, de acuerdo con las normas que ellos mismos establecen, las que, incluso, pueden ser burladas cuando no corresponden a los intereses coyunturales de este cartel de poderosos del mundo; así lo denuncia sistemáticamente nuestro país, en el caso del rechazo británico al diálogo sobre las islas Malvinas, al que todos los años convoca el Comité de Descolonización de la ONU. La ironía de la cuestión consiste en que los grandes portavoces estatales de esta más o menos sistemática vulneración de las reglas constitutivas del orden mundial suelen utilizar la legalidad y la democracia como argumento, cuando de lo que se trata es de descalificar, desestabilizar y, llegado el caso, derribar a un gobierno cuya política enfrenta sus intereses.
Si de lo que se está hablando es de reglas político-institucionales, no están muy claras las credenciales democráticas de este cartel político-ideológico informal que atraviesa el globo todo el tiempo y en tiempo real. Pero tal vez haya que hablar de otra cosa. Tomemos la actual discusión central de la política argentina, los fondos buitre y el fallo de Griesa. La resistencia a la conducta del Gobierno en la materia tiene muchas formas, gestos y argumentos, la mayoría de ellos contradictorios entre sí, pero tiene una única sustancia: hay que pagar el fallo porque así lo dice “la ley”. O sea, las decisiones de Griesa y la Corte de Estados Unidos son la primera y la última instancia jurídica en la que el caso puede discutirse. El argumento legalista se traiciona a sí mismo de entrada, porque cumplir con el fallo de Griesa es ilegal para el orden jurídico argentino, que ha estipulado que ningún acreedor de nuestra deuda soberana producto del derrumbe de 2001 puede cobrar en mejores condiciones que los que acordaron en los canjes de 2005 y 2010. Los postulantes del pago total y al contado a las huestes de Singer deberían proponer la derogación de esa norma por la correspondiente instancia parlamentaria. Claro que eso está más cerca del ridículo que del error, por eso la derecha argentina, en sus muy variados formatos, se niega a una discusión seria sobre este tema, de cualquier forma que ésta tenga: política, económica, jurídica o moral. Simplemente insisten en la letanía: “Hay que pagar”. ¿Para qué hay que pagar?. Para ser un país serio, para atraer inversiones, para estar “abierto al mundo”. Es decir, del terreno legal se pasa al argumento pragmático: nos conviene resolver este problema, no podemos estar peleados con los países serios del mundo. Lo que sucede, en realidad, no es que se niega la necesidad de sujetarse a la ley; lo que hace la derecha es cambiar, como centro proveedor de legitimidad política, a la ley surgida de instituciones formales que se fundan en su presunta naturaleza democrática, por otra ley, informal, no escrita, surgida del balance de fuerzas en el mundo. A este punto se puede llegar por muchos caminos. Se puede lamentar que las cosas sean como son, que la voluntad de los poderosos sea la ley global fundamental, pero se termina invocando el pragmatismo y practicando la resignación. O se puede ser más entusiasta y sostener que las cosas tienen que ser así. Que es mejor que al mundo lo gobiernen los países buenos, porque si no sería un antro de terroristas, populistas, nacionalistas y atrocidades de parecido tenor. Si miramos atentamente vamos a ver que ésa es la naturaleza del coro contra la posición argentina que actúa dentro del país. Unos son de “centroizquierda”, querrían que el mundo fuera mejor, pero votan a favor de lo que consideran que es una “realidad objetiva” contra la cual nadie la talla. Otros, los liberales de “centroderecha”, dicen que no solo el mundo es como es, sino que es bueno que lo siga siendo.
La difusión de este relato del mundo ha tenido y tiene importantes obstáculos en la Argentina, antes y después de la más feliz de sus primaveras, la de los años noventa. Esos obstáculos se revelan dramáticamente en un hecho indiscutible: la derecha argentina nunca tuvo, desde 1930 a esta parte, un partido orgánico desde el cual proyectarse a un modo de dominación que no tuviera en el asalto armado al poder su principal y acaso único recurso de poder. Curiosamente los tiempos más liberales de nuestro país en este período han tenido en primer plano a gente con uniforme militar. El menemismo –y de modo más fugaz y vergonzante también la Alianza– han sido la etapa en que el neoliberalismo gobernó con las mayorías y con la ley. Lo paradójico es que los instrumentos de los que se valió esa hegemonía no fueron “partidos liberales de centroderecha”, sino conglomerados históricos heterogéneos cuya marca política genética se identifica con el movimientismo nacional-popular. Las clases dominantes no se resignan a esa tercerización a manos de fuerzas cambiantes, contradictorias y fuertemente instaladas en el mítico pero a la vez muy real mundo de las fuerzas populares. Macri es hoy la expresión de esa apuesta revolucionaria del neoconservadorismo: destruir el último mito de la Argentina populista, el de que no se puede gobernar sin el peronismo y sin el radicalismo. Claro que Macri tiene peronistas y radicales en sus filas y que algunos que están fuera de esas filas están presionando en sus propios espacios políticos para entrar. Pero el tono de época del macrismo es el de la pretensión de la hegemonía neoliberal, sobre la base de sus propios recursos políticos e intelectuales; lo demás son meras contingencias coyunturales que, cada tanto, obligan a ampliar y diversificar las alianzas.
Desde el fallo de Griesa estamos en un episodio muy particular de nuestra vida política. La cuestión nacional fue y sigue siendo un tema crucial de los argentinos. Los neoliberales –y también los autodefinidos centroizquierdistas– consideran que ésta ha sido una clave de lo que llaman la decadencia argentina. La manipulación del nacionalismo argentino nos habría llevado, según esta perspectiva, a perder grandes oportunidades históricas. El capítulo kirchnerista sería una versión agravada de este pathos nacionalista argentino, con su entrañable pasión por los disensos y los conflictos que nos dividen entre nosotros y nos separan del mundo. Tal vez por eso, el tema del conflicto con los buitres ha producido una cierta disrupción en nuestra escena política. Porque es tan evidente, tan razonable y tan comprendida y apoyada mundialmente la posición argentina que enfrentarla desde dentro del país produce desconcierto y confusión. Por eso el senador Gerardo Morales, de la UCR, dice en la sesión de la Cámara que su partido no vota favorablemente la ley porque no está de acuerdo en que se pague a los buitres y el diputado Aguad, también de la UCR, declara públicamente que la propuesta del radicalismo es que “hay que pagar”. Lo que además ha evidenciado este conflicto es que las posiciones nacionales pueden defenderse desde estrictos criterios de legalidad. Que lo nacional no es consignismo ni irresponsabilidad, sino estricto apego a las reglas de juego democrático. El voto mayoritario a favor de nuestra posición en la ONU marca un nuevo punto de inflexión: la comunidad internacional, en su forma más plena y más institucional, ha reconocido la razonabilidad de la posición argentina.
Como no puede ser de otra manera, las grandes escenas de conflicto político repercuten en el modo de interpretar la realidad en su conjunto. El caso que se abrió con el fallo norteamericano plantea nuevas preguntas acerca del significado de la lucha política en la Argentina, nuevas miradas sobre lo que está realmente en juego en nuestra política, más allá de los decorados mediáticos, los onerosos asesores y las infalibles encuestas.
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