Sábado, 7 de octubre de 2006 | Hoy
En Iguazú, donde juega de local, el obispo saliente Joaquín Piña cosecha simpatizantes a su propuesta opositora a la reforma constitucional que busca habilitar un tercer mandato del gobernador.
Por Werner Pertot
Desde Iguazú
La tierra roja cubre todo en Iguazú. Les da un barniz color ladrillo a las calles y contrasta con el verde intenso de la profusa vegetación. Entre las palmeras, se cuelan las discusiones de los misioneros sobre las elecciones constituyentes del 29 de octubre, en las que el gobernador Carlos Rovira intentará cambiar la Constitución provincial para poder ser reelegido para un tercer mandato. “Por lo que escucho en el club, la gente se está preparando para darle el palazo al Rovira, que cada vez mete más y más parientes en el gobierno. Quiere tener más guita que Puerta”, comenta Antonio, un ferretero morocho, de pelo corto. “Rovira está ayudando a todas las poblaciones. Es una excelente persona”, contrapone Rufino González, de la comunidad guaraní de Yryapú (ver recuadro).
Mientras toma un tereré al calor de la tarde, Antonio adelanta que va a votar a la oposición, pero aún así cree que ganará el gobernador. “Acá nos conocemos todos. El día antes de la elección, regalan chapa, un asadito y los llevan a votar. Siempre acá ganó la panza de la gente”, interpreta.
Rovira requiere 18 de los 35 constituyentes para que se modifique el artículo 110 de la Constitución, que lo habilitaría a una reelección indefinida. Contra esta iniciativa se congregó el Frente Unido por la Dignidad (FUD), que agrupa a la CTA, CGT, UCR, Partido Socialista, a los comunistas, a ocho partidos provinciales, a evangelistas, luteranos y a sectores del PJ, tanto los kirchneristas como los que responden al ex gobernador Ramón Puerta, dueño de un imperio yerbatero en la provincia. Al frente de la coalición está el obispo saliente de Iguazú, Joaquín Piña.
“Piña es la opción que hay. No lo voto porque sea cura, es que Rovira ya hizo mucho estrago”, plantea Rafael, de 29 años, camisita gris, zapatillas de marca y anteojos oscuros. Como buena parte de la población local vive del turismo, trabaja en un hotel. “En la época del Turco nos moríamos de hambre; con Kirchner estamos bien”, opina y frunce el ceño cuando pasa un indígena cargado de artesanías, con dos plumas en la cabeza.
“Yo quiero que gane Rovira, nomás”, suelta Andrés Olmedo, de 18 años. En sandalias, con una remera de los Redonditos desteñida y una gorra hacia atrás. Andrés vive en el barrio Santa Rosa, donde termina la zona turística y las casas comienzan a ser de chapa y madera. “Si se queda Rovira, las cosas van a mejorar. Siempre ayuda a la gente con mercadería”, argumenta desde una provincia que tiene más de la mitad de la población bajo la línea de pobreza según el último censo del Indec. Su capital, Posadas, es una de las que más indigentes tienen, con el 18,1 por ciento.
Ciudad de frontera, Iguazú está permeada por la inmigración de paraguayos y brasileños. La mayoría se mantiene a un costado de las elecciones. “Yo no voy a votar, soy paraguaya”, acota Rosa, una anciana que vende sus especias en la vereda. Luego le da otra pitada a su habano. Detrás del mostrador de su negocio de artesanías, una brasileña radicada en Misiones esquiva la pregunta. “Yo voto, sí. Pero nosotros no opinamos, trabajamos nomás”, se excusa en un medio castellano.
Tres mujeres que vigilan sus comercios sentadas bajo la sabia protección de la sombra resumen la disputa ante este diario.
–Me parece que Rovira hizo algunas cosas bien –inicia Clelia, de pelo rojo furioso y anteojos de carey.
–Sí, pero mucho de lo mismo empalaga. Necesitamos una renovación. Y eso que el partido de Rovira se llama Renovador –ironiza Gladys, de sandalias rosas.
Mercedes, morocha con rodete, levanta la mirada de una revista.
–A mí me hubiera gustado que éste hubiese sido un referéndum: sí o no, en vez de Rovira o Piña –interviene Mercedes.
–Es cierto, Piña no se tiene que meter en política. Lo suyo es la fe –apunta Gladys.
–Bueno, pero él se mete para pararlo a Rovira –lo defiende Mercedes.
Con su guardapolvo blanco, Norma Duarte se detiene ante una vidriera a mirar zapatillas. Lleva a su hija Aynara en brazos. “En la escuela en que doy clase falta de todo... aulas, porteros”, cuenta. “Rovira estuvo siete años, la mayoría de los docentes con los que hablo no quieren que siga”, lanza Norma. Pero lo dice bajito, como para que no se oiga.
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