Domingo, 31 de diciembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
El alivio llegó durante la noche del viernes y connotará el cierre del año pero eso no debe derivar en un sedante engaño. La existencia de un horizonte político novedoso a la par que acechante, expresado por el secuestro de Luis Gerez y por las horas de incertidumbre y miedo ulteriores, se prolongará durante 2007. Es un hecho que los avances en materia de derechos humanos producidos durante el mandato de Néstor Kirchner alteraron (como poco, pueden alterar) la ecuación mental de muchos criminales cebados que, ante la inminencia de condenas severas, pueden sentirse tentados a acudir al terrorismo para estorbar o impedir la prosecución de las causas. La lucha contra la impunidad, contra lo que se predicó con frivolidad en los albores de este Gobierno, no es gratis ni enfrenta antagonistas irrelevantes. La distensión que produjo la aparición de Gerez –un humilde laburante, un militante popular arquetípico– es una pausa, pero la amenaza y la necesidad de hacerse cargo del nuevo escenario siguen allí.
Las reacciones, menos tardías que cuando la irresuelta desaparición de Julio Jorge López, tampoco alcanzaron el rango de lo deseable. El Presidente se puso a la cabeza de la búsqueda, usó la cadena oficial por segunda vez durante su mandato, fue preciso al explicitar que no cedería a la extorsión y que se ponía en juego no un gobierno sino el Estado de derecho. Hizo una sugestiva lectura de su gobierno (merecedora de mayor desarrollo y de discusión) considerando que el crecimiento económico y la política de derechos humanos constituyen un conjunto inseparable, una moción que seguramente lo separa de casi todos sus rivales con cierta virtualidad electoral.
Fue Kirchner en estado puro: decisionista, frontal, consolidando el principio de autoridad, hablando con nombres y apellidos aun a riesgo de pisar la cornisa de la discrecionalidad. El Presidente, sin ser un orador lucido, es inteligible cuando designa objetivos, adversarios y aliados. El que responde a las agresiones con acción, sin atemorizarse, como pasó con la Corte Suprema en su momento. Esas son las fortalezas de su gestión, su credencial más sólida.
También fue un Kirchner auténtico cuando incursionó en la convocatoria a fuerzas sociales o políticas. Comedido a esos menesteres, su convicción es menor y se le nota. La interpelación se hizo pero sin el brío, el correlato activo y la consistencia de “la otra parte” del discurso. El llamamiento fue genérico y no fue corroborado por acciones prácticas. Nadie en la Rosada discó un teléfono, nadie llamó a nadie del otro lado del cerco. A Kirchner le cuesta (usualmente no lo convence) abrir el juego, dialogar, tender mesas. El viernes no fue su momento más sectario pero sus límites, demasiado estrechos, fueron palpables.
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Si la conducta presidencial tuvo aciertos y topes, la de la mayoría de los dirigentes opositores fue lamentable. Una segunda desaparición en cuestión de meses fue mirada por tevé por casi todos los políticos que aspiran a competir en las presidenciales del año próximo. La magnitud de los hechos les imponía mayor grandeza y mayor actividad. Nada suple al cuerpo, a la presencia física en situaciones límite. La autoridad (entendida en sentido amplio) y la ejemplaridad no pueden circunscribirse al desangelado ámbito de las gacetillas de prensa o al espacio mediático. El acto en Escobar debió ser un contundente “no pasarán”: albergar a la flor y nata de la oposición, sin especulaciones y sin desidias. En secuestros de esta naturaleza es esencial la reacción tempestiva, sinónimo de instantánea. La imagen de todo el espectro político, expresado por sus primeras líneas, fue un desdichado faltante.
Martín Sabbatella, Víctor de Gennaro, Hugo Yasky, Claudio Lozano y Carlos Raimundi pusieron el cuerpo en Escobar, fueron ejemplos relativamente aislados, minoritarios. Nadie podrá endilgarles que se alinearon irreflexivamente con el Gobierno. Lo que sí supieron fue diferenciar lo principal de lo contingente cuando se trataba de enfrentar acciones violentas.
El sistema democrático es el reino de la diversidad, el pluralismo, las coaliciones móviles. La defensa del sistema mismo es uno de los pocos esquemas dicotómicos, que deja lugar sólo a dos posiciones. Las reacciones de otras sociedades frente a las amenazas terroristas (las habidas en España sin ir más lejos) podrían fungir como ejemplos. Los que, quizá demasiado mecanizados en una gimnasia gobiernocéntrica, se quedaron en sus casas, sencillamente defeccionaron. Su invisibilidad en horas determinantes les hace poco favor. Darse una vueltita por el acto era de rigor. Si les parecía demasiado sectorial deberían haber aguzado su creatividad para hacerse ver y oír en otros formatos o ámbitos. Razonar que todo el que cuestiona a Kirchner es un aliado en ciernes (colegiación que suma y embellece a Raúl Castells, Juan Carlos Blumberg o Patricia Bullrich según los castings) es una inercia que puede dejar offside a varios, por ejemplo cuando Kirchner contiende con los defensores del terrorismo de Estado. El paradigma “el adversario de mi adversario es mi amigo” hace agua... o debería hacer.
Ciertamente, en el caso de la derecha nativa (apodada “centroderecha” por sus amigos) sería un flamante incordio cuestionar a los represores y defender la vigencia de la ley. Nunca tuvieron una praxis consistente en defensa de los derechos humanos, por contar las cosas de un modo aquiescente. Pero la dirigencia del ARI y del socialismo, con conductas honrosas aquilatadas en muchos años, cometió un error que debería forzar a la introspección y la autocrítica.
Los partidos y grupos de izquierda que acompañaron el acto del Movimiento Evita en Escobar supieron moderar sus diferencias con los convocantes y priorizar la unidad frente una agresión común, a estar a lo percibido en la transmisión en directo por tevé y a lo narrado por otros concurrentes. En su inmensa mayoría hasta dejaron pasar –casi sin chiflar y ciertamente sin romper– los elogios a Kirchner y al Gobierno pronunciados por la compañera de Gerez, entre otros oradores.
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Muchos compañeros de ruta de Kirchner también brillaron por su ausencia. No es entusiasmante pero sí significativo que Sabbatella haya sido el único intendente del conurbano que se comidió hasta Escobar.
Otras deudas, más estructurales, tiene el Gobierno. Como casi todo el arco político subestimó las consecuencias de los impulsos legales y políticos que recibieron las causas contra represores. Como suele sucederle en tantas otras áreas, reacciona ante la emergencia o el hecho consumado, pero le falta reflexión, anticipación, previsión a mediano plazo. En este aspecto, fueron tardíos y precarios los programas de protección de los testigos. Y nadie elaboró una ingeniería judicial sensata para hacerse cargo del vendaval de consecuencias que desataría la catalización de los expedientes.
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Con demasiada velocidad, al menos para la información pública disponible, el primer nivel del oficialismo atribuye al discurso de Kirchner la liberación de Gerez. Cunde asimismo una hipótesis: fue Patti quien se comunicó con los captores para que soltaran al testigo en peligro. En la Rosada no se da por hecho que Patti dirigió el secuestro pero sí que conoce bien a (y tiene poder sobre) los delincuentes en cuestión. Esa presunción, que se sumará en las próximas horas al discurso político del kirchnerismo, no se basta para hacer prueba judicial. La presunción de inocencia rige para todos los ciudadanos, aun los que no son sus abanderados, aun los portadores de curriculum horrorosos.
Ese karma de la democracia, en el que finca su curiosa fortaleza, también deberá primar para la decisión judicial sobre el diploma de diputado de Patti. La santidad de las leyes y la preservación de los derechos de sus votantes son superiores a las sospechas, que la trayectoria de Patti robustece por demás. La Corte Suprema, que viene dando suficientes pruebas de equilibrio e independencia, deberá asir esa brasa ardiente. Un desafío para el tribunal y una garantía para todos, incluido el eléctrico ex intendente.
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El balance político del 2006 habría sido seguramente el núcleo de esta columna en el supuesto de un fin de año más sosegado. Hacerlo en detalle quedará para mejor oportunidad. Vaya a cuenta una pincelada retrospectiva, apenas un boceto.
El Gobierno y la oposición terminan más o menos como empezaron, lo que, dada la correlación de fuerzas previa, es venturoso para el oficialismo. Es curioso, porque varios de los acontecimientos políticos más resonantes fueron derrotas o tropiezos del kirchnerismo. Veamos. Fue vencido en la única elección relevante del año, la de Misiones. Uno de sus principales aliados, Aníbal Ibarra, fue derrocado. Las tropelías de aliados del oficialismo en San Vicente o en el Hospital Francés fueron goles en contra que limaron al oficialismo. Los casos López y Gerez también afectan su reputación.
Aun herido por esas peripecias, el Gobierno conserva la iniciativa y una pasmosa centralidad. Su capacidad reactiva frente a las crisis es ya una marca genética. Sólo el oficialismo tradujo en conductas, en modificaciones, el triunfo del “No” en Misiones. La oposición se quedó en el rol de comentarista del hecho, sin capitalizarlo, sin prorrogar su efecto, sin intentar alguna convocatoria ulterior insuflada del espíritu del voto misionero.
Los acontecimientos de estos últimos días multiplican, en un plano especialmente cuestionable, una tendencia muy firme de la oposición: la de apostar todas sus fichas a un traspié del Gobierno, un modo de acumulación poco ambicioso. Así fue con la negociación de la deuda externa, así es con la crisis energética, así fue con el secuestro de Gerez. El señalamiento de las deudas del Gobierno es todo el bagaje opositor. Da la impresión de resultar poco, en tanto se mantengan más o menos estables las variables económicas y laborales.
La consistencia oficial tiene como viga de estructura su manejo del día a día y la marcha de la economía. La teoría del viento de cola no da debida cuenta de un par de intuiciones sólidas de Kirchner, entre ellas la de apostar con todo al crecimiento, haciéndose cargo de sus contrapartidas y rehusando el convite de enfriar la economía a costa de achatar las expectativas.
Un puñado de ideas fuerza es el patrimonio del Gobierno, buen lector de las decepciones y las furias de las dos últimas décadas. Firme en la determinación de los rumbos, le falta pericia para la sintonía fina, para el reclutamiento de nuevos cuadros políticos, para saber cuándo pisar el freno. No todo en el manejo es acelerar, a veces no viene mal (por motivos varios) aminorar la marcha y ver el paisaje.
La mejoría económica, distribuida de modo desparejo, induce a muchas personas a explorar cómo mejorar su situación. No es sencillo, tal vez no sea posible, ponderar cuánto ha bajado la crispación colectiva en los últimos años, en especial en éste que termina. La intuición y la mirada del cronista presumen que la reducción no es menor. Lo que adiciona un plus para la gobernabilidad, no siempre computado por el imaginario de la dirigencia política.
El ejemplo del gobierno de la Ciudad alienta esa hipótesis. La caída de Ibarra fue tumultuosa, tildada de ilegal. Su sucesor institucional, Jorge Telerman, llegó con escasa legitimidad de origen en un ambiente enviciado. Pesaban sobre Ibarra acusaciones terribles, del otro lado se imputaba a Mauricio Macri golpismo institucional. Pasados varios meses, se percibe que la gobernabilidad no sufrió mella. Y, aunque parezca paradójico, Ibarra, Macri y Telerman conservan potencialidad electoral. Suena raro o hasta incoherente. Tal vez refleje que la percepción colectiva es menos irascible y excluyente que los discursos (y muchas movidas) de los dirigentes.
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Una noticia atroz llegó con el verano. No es una novedad que en la Argentina las vacaciones estén ligadas a hechos conmovedores. Villa Martelli ocurrió un diciembre, La Tablada en enero. José Luis Cabezas fue asesinado en enero de 1997, la tragedia de Cromañón se produjo un 30 de diciembre. La crisis de 2001 y 2002 incluyó una seguidilla de presidentes en un par de tórridos meses.
La reseña resalta que lo terrible acecha en la Argentina. El terrorismo de Estado, el golpismo, la ineficiencia estatal llevada a rango paroxístico, la violencia política han sido puestos entre paréntesis pero no definitivamente suprimidos. A veces se comenta que a la realidad actual le falta utopía, una señal a seguir, un norte edificante para motivar a los ciudadanos y a quienes los representan. Dadas las circunstancias y los precedentes, cumple decir que el logro de un grado pasable de normalidad y previsibilidad sería, de momento, una utopía interesante. A fuer de orientadora y, ay, a fuer de remota todavía.
Puede sonar a contrapelo de la sensación que dominó en una semana de temor, pero las cosas en esta azotada comarca están mejor que hace treinta años y también que hace cinco. Consolidar esa trabajosa mejora y expandirla socialmente es una labor democrática que exige mucha paciencia y muchos cultores. Su realización eficaz debe someterse a las cadencias de las reglas y las garantías constitucionales que, eventualmente, pueden dar la impresión de ser un brete cuando son un cimiento irrevocable. Pero, ya se dijo en esta crónica, las reglas institucionales no bastan. Una democracia activa y firme necesita la savia de la movilización, del activismo, de la presencia en las calles. La abulia o la pasividad serruchan el piso compartido, fortifican a los enemigos ocultos pero no inexistentes.
A la espera de que sean muchos los que activen para construir una sociedad más igualitaria, vaya un deseo de un buen 2007 para todos los pacientes lectores.
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