EL PAíS › OPINION

Vísperas sin sosiego

El efecto político de un crimen aún no descifrado. El debate sobre la seguridad y la gestión de Arslanian. Las hipótesis sobre el mensaje mafioso. De Narváez y Blumberg, apurados. La lectura del gobierno nacional. Las especulaciones sobre el impacto en una campaña que ya termina.

 Por Mario Wainfeld

Un crimen atroz segó la vida de Pedro Díaz, Ricardo Torres Barbosa y Alejandro Rubén Vatalaro, todos policías de la provincia de Buenos Aires. Las víctimas (masacradas mientras prestaban servicios) deben ser mencionadas y recordadas. El Estado debe contener a sus familias y reconocer sus derechos materiales y simbólicos.

La natural repercusión ulterior y los riesgos de un desmadre obligan a enfatizar un par de verdades sencillas, a menudo subestimadas. Los culpables de un delito son quienes lo cometieron, sus autores materiales y sus eventuales autores intelectuales. Las responsabilidades políticas, previas o ulteriores al triple asesinato, justifican abordaje, polémica y reclamos. Pero deben escindirse de la culpa esencial, que es la de los homicidas, por acción o instigación.

Todo se politiza en una sociedad democrática, máxime lo ocurrido en la inminencia de una elección decisiva. Nadie puede rasgarse las vestiduras por eso, aunque sí es exigible a los protagonistas sensatez y decoro. Máxime cuando nadie sabe quiénes son los culpables. La incertidumbre es el punto real de la investigación de un hecho con escasos precedentes en la historia argentina, quizá con ninguno.

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La inferencia más lógica, que no quiere decir corroborada, es que fueron asesinatos con mensaje, lo que en jerga sueles llamarse “mafiosos”. De ese punto arrancan tanto el gobierno provincial (el directamente concernido) como el nacional. Las teorías respectivas transitan entre una advertencia a las futuras autoridades provinciales sobre la política de seguridad a una réplica a la política de derechos humanos del gobierno de Néstor Kirchner.

El ensañamiento con las víctimas, acribilladas y acuchilladas, es la marca de fábrica de un crimen con mensaje. En la penumbra de estas horas, sin testigos presenciales, investigadores provinciales de alto nivel se inclinan a pensar que tanta ferocidad sólo puede provenir de tumberos. Solo ellos, comentan, aúnan la destreza y el odio necesarios al efecto. Agregan que el brazo ejecutor no explica el móvil del crimen, que atribuyen a otros, suponiendo que los tumberos fueron contratados como sicarios.

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El abanico de causas factibles fue bien desplegado ayer y hoy en Página/12 por el periodista Raúl Kollmann. Entre ellas, las más tremebundas serían las del mensaje político. En la lectura del cronista sería un supuesto inédito en la historia argentina, el de atacar a un enemigo “tirándole cadáveres” de terceros, ajenos al conflicto. El magnicidio o la “ejecución” del antagonista son repudiables, más vale, pero son otra cosa. Muchas veces, en la historia reciente, se dio por hecho que se había “tirado un cadáver”. Fue lo que barruntó Eduardo Duhalde tras el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas; la Justicia desbarató esa teoría conspirativa. Algo parecido se meneó cuando fue asesinado el sacerdote católico Carlos Mugica, un crimen que nadie “firmó”. La búsqueda de verdad y justicia corroboró que lo mató la Triple A, por mano del represor Eduardo Almirón.

En 1974 a poco de morir Mugica, cuando todavía había dudas, Rodolfo Terragno escribió en la revista Cuestionario una reflexión que vale la pena recuperar: “Se llega a admitir que alguien pudo matarlo para eso, para tirarle a otro el muerto. Y entonces, si así fuera, habríamos llegado a una frontera, a esa donde el crimen deja de ser el resultado de una pasión, donde ya ni siquiera se busca en él un castigo, al que mata no le importa ya quién es la víctima”.

La crueldad humana supera muchos límites y la defensa de intereses también. Tal vez (sólo tal vez, nada menos que tal vez) se haya rebasado esa frontera. Dado que de delitos hablamos, sólo se podrá sindicar culpables previa indagación legal y tras pronunciamiento judicial.

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Desentrañar las causas, en el mejor de los casos, tomará su tiempo.

Las secuelas políticas, ellas sí, son inmediatas e ineludibles. El hecho castiga al gobierno bonaerense, muy especialmente a su política de seguridad y a su ministro-emblema León Arslanian. Los hechos de La Plata signarán el fin de su tarea.

El ex camarista federal fue un funcionario decidido, frontal en sus decisiones y con un coraje a toda prueba. También fue –lo reconocen aun sus compañeros de gestión– un rústico expositor de una causa difícil. “Su cintura política es equivalente a su cintura física”, comenta, sin paradoja, uno de los acérrimos defensores del fornido ministro. Puesto a enfrentar oleadas de mensajes sobre inseguridad quiso contraponer percepciones sociales contra estadísticas oficiales. Más allá de su rigurosidad, las percepciones son hechos más sólidos que los guarismos, siempre sospechosos en estas pampas. El ex camarista federal tiene aciertos en su haber: haber instalado la línea de urgencias 911, haber estimulado y regulado la participación vecinal en los foros de seguridad. También le hacen favor la direccionalidad de infinitas purgas, la reinstalación de la autoridad civil y su coraje a toda prueba. En el ágora lo suyo fue feble, jamás pudo persuadir y mucho menos disipar los temores de los vecinos. Y, claro, tampoco consiguió resetear a la Bonaerense.

En sociedades enormemente desiguales y muy fragmentadas, con ghettos urbanos de primera y tercera categoría, el delito contra la propiedad es uno de los pocos terrenos de intercambio entre ciertas clases sociales. Los narcos y las patotas hacen estragos en villas y barriadas humildes pero, puestos a robar, tienen que apuntar de estratos medios para arriba. La frecuencia de robos y hurtos, a veces acompañados de brutalidad absurda, atemoriza a sectores muy amplios de las poblaciones urbanas. Las comparaciones de que suele valerse Arslanian, por ejemplo del número en homicidios en grandes ciudades norteamericanas contra las de su provincia (sensiblemente menor), teclean en un punto, vinculado a las vivencias de “la gente”. La violencia atraviesa acá toda la escala social y arremete a quienes son núcleo de la opinión pública. Allá se confina en suburbios o zonas marginales.

“La gente” se lee en riesgo, máxime si compara sus vivencias con las de unas décadas atrás. Un vendaval en los medios electrónicos alimenta esas percepciones. El desayuno radial o televisivo en las metrópolis argentinas es un incomparable festín de malas nuevas, prodigadas a menudo con el mayor sensacionalismo.

El entuerto no tiene soluciones mágicas pero siempre sitúa a los gobernantes a la defensiva.

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Arslanian vivió enfrentado con adversarios dotados de predicamento mediático y hueros de responsabilidad, en perfecta asimetría con su posición. Juan Carlos Blumberg fue y sigue siendo el más empinado, Francisco de Narváez se sumó en esta campaña. Las declaraciones de ambos candidatos “mano dura” dejaron mucho que desear. Dieron por cerrado el tema, lo acomodaron a su prédica previa, desdeñaron hipótesis de investigación que no se pueden dejar de lado. Les cabe el mismo sayo que a todos. No saben qué pasó, la cautela es de rigor.

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La consigna rige, en menor medida, para el oficialismo nacional. Hay políticos que buscan pescar a río revuelto, hay servicios de inteligencia que divulgan teorías conspirativas. El Gobierno se alarma y enfada, justificadamente, pero llega a conclusiones prematuras. Una praxis oportunista y hasta deleznable no prueba la participación criminal de sus autores.

Algunos prominentes ocupantes de la Casa Rosada saltean la sofisticación y simplifican en exceso. “Piense en las novelas policiales clásicas” –un importante ministro del gabinete nacional hace suyo el criterio del detective belga Hércules Poirot– “¿a quién beneficia y a quién perjudican políticamente los asesinatos?” La línea argumental fue expresada por el Presidente el mismo viernes, sí que en tono de sospecha y con visible pesadumbre. “No parece casual”, discurrió Kirchner, razonablemente, imaginando dos blancos posibles: Arslanian y él mismo. La naturaleza de los crímenes, el anonimato de los autores facilitan la idea de que existe un hilo conductor entre los hechos de anteayer y la desaparición de Julio Jorge López. Las averiguaciones respectivas no arrojan ninguna certeza, ni pruebas, ni sospechosos precisos, ni la aparición del cuerpo. La penuria de las investigaciones es un karma para los que, de modo plausible, recelan de las agencias de seguridad.

La política de derechos humanos es uno de los activos de este gobierno, que le ha granjeado críticos y hasta enemigos de postín. La razón está de su lado, pero le ha costado asumir las tareas de “segunda generación” ulteriores y derivadas de la abolición de las leyes de la impunidad y la recomposición de la Corte Suprema. El saneamiento del Poder Judicial, el armado de una ingeniería procesal que diera sustento a los juicios reabiertos, la protección de los testigos y (last pero para nada least) la purificación de las fuerzas de seguridad siguen en déficit. Son lastres para el rumbo correcto, hasta histórico, que emprendió. Una fracción de las dificultades son resistencias y hasta sabotajes. Otra finca, menor mas no insignificante, en debilidades propias.

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El diputado Miguel Bonasso recordó una anécdota de la investigación del crimen de Cabezas. Mientras se peritaba el auto incendiado del fotógrafo el comisario que la dirigía, Víctor Fogelman, inquirió a los expertos policiales: “¿quién fue?”. Uno de los interpelados fue pasmosamente franco: “fuimos nosotros”. La Bonaerense tiene pésimos pergaminos, motivo que justifica que tras la desaparición de López muchos testigos en riesgo se opusieran a ser custodiados por ellos. Pero ahora las víctimas son sus propios compañeros y también hay policías en sus familias. Nadie podrá alejarlos de la investigación.

Solá pudo palpar la bronca de la “familia policial” cuando asistía ayer a los velatorios. Puso el cuerpo como debía hacer y recibió de todo: desde críticas, hasta gritos. Alguno de los familiares se fundió en un abrazo con él, otros lo increparon. Arslanian lo pasó peor. Ambos funcionarios registraron la rabia de los hijos de los muertos y de jóvenes policías. También se llevaron la sensación de que los policías “están juramentados” en dar con los culpables. En ese sentido, por su magnitud, también es un crimen sin precedentes.

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Las campañas nacional y bonaerense estuvieron signadas por la convicción de que su resultado estaba sellado de antemano, a menos que sobreviniera una catástrofe exterior. La oposición osciló entre resignarse, concentrarse en la puja por el segundo puesto o inventar (a partir de los vaivenes del Gobierno) un “efecto Atocha”, un acontecimiento que alterara dramáticamente la inercia.

Los primeros reflejos sensatos en estos días corrieron por cuenta de Elisa Carrió y Margarita Stolbizer. Blumberg y De Narváez fueron el (mal) ejemplo inverso.

Debería advertírseles que en momentos de crispación es doble la obligación de los dirigentes. Y, en el magro terreno de la astucia electoral, que las conductas ciudadanas son mucho menos lineales que sus provocaciones. Un ejemplo, en sentido inverso al actual, viene a cuento. Poco tiempo antes de las elecciones de 1999 se produjo la llamada masacre de Ramallo, un episodio pleno de estulticia y brutalidad policial. En tiendas de la Alianza se pensó que eso sellaría la suerte de Carlos Ruckauf a la gobernación. El duhaldismo gobernaba el territorio, su delfín “mano dura” pagaría ante el efecto demostración. Jamás se sabrá cuál hubiera sido el resultado sin Ramallo, en todo caso el hecho no dio por tierra con Ruckauf.

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Daniel Scioli atravesó el episodio a su manera, sobrevolándolo. Es dudoso que pudiera ejercitar otra opción, a pocos días del comicio. Cristina Fernández de Kirchner trasiega la dupla continuidad-cambio sin explicar mucho las proporciones respectivas. Al vicepresidente, hasta ahora, la indefinición lo constituye y lo blinda. La masacre del viernes será el punto de partida de su política de seguridad, todo sugiere que será más regresiva que la de Solá.

En la Casa Rosada poco se habla de Scioli en estos días, a la espera del domingo 28. En La Plata se rezonga acerca de su descompromiso con Solá, de su constante alarde de despegarse. Las críticas se multiplicaron ayer y anteayer, claro que en voz baja.

Solá y Kirchner dialogaron por teléfono varias veces. Con tino, el Presidente suspendió un acto programado en Bolívar junto a Marcelo Tinelli. Los diarios de hoy no podían unir las imágenes del dolor de los deudos y las de un encuentro con el paradigma de la frivolidad y mal gusto masivos.

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La sorpresiva decisión de la Corte Suprema provincial agregó otra dosis de suspicacia, eclipsada por hechos más atroces. El tribunal contradijo su jurisprudencia reciente y admitió recursos contra las candidaturas de Scioli y De Narváez. Tres magistrados revieron su criterio de hace apenas dos años. En el derecho argentino el precedente no ata a los jueces, ni aun a quienes pronunciaron la sentencia anterior. La revisión no era, pues, ilícita. Pero fue llamativa e imprudente a la vez. El Poder Judicial debe actuar con prudencia y poner en jaque a los dos candidatos que parecen tener mayor intención de voto sonó a exceso de intromisión.

La decisión tomada ayer de facultar a De Narváez (ver página 15) concuerda con la doctrina dominante, que es muy amplia para conceder el “sufragio pasivo” (facultad de ser electo) y muy restrictiva para segar derechos. Domingo Antonio Bussi y Luis Patti pueden atestiguar sobre su laxitud.

El agua no llega al río, pero un tufillo a pressing sigue flotando en el aire.

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La “no campaña” fue la táctica elegida por los Kirchner, seguros de la amplitud de su ventaja. El arco opositor no pudo o no quiso alterarla mucho, su jugada única fue bajar a Cristina Fernández del piso del 40 por ciento de los votos. Con inusual concordancia, todos los encuestadores dan por hecho que el oficialismo ganará en la primera vuelta. Hay pequeños matices en materia de porcentajes.

Las perspectivas de Scioli son aún más halagüeñas, pues no debe atravesar el requisito de la doble vuelta, le bastará ganar por un voto.

Ese cuadro parecía pétreo en la mañana de anteayer. Es más que dudoso que haya sido alterado pero, desde luego, nada será irrevocable hasta que hablen las urnas.

Cristina Fernández de Kirchner tenía pensadas un par de incursiones en radio y tevé en la semana que viene. Habrá que ver si el cambio de situación no modifica esos planes.

Ningún suceso deja de tener significación política en el tramo final de la campaña. Es verosímil que el que nos (pre)ocupa haya tenido intención de incidir en el horizonte inmediato, electoral o político.

Pero ni siquiera eso es seguro, en estas horas de sobresalto y de vísperas electorales.

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Imagen: Compay
 
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