Domingo, 21 de octubre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por León Rozitchner
“Yo sé muy bien lo que hice, por qué lo hice y con quién lo hice. Nadie me va a prohibir dar misa ni perderé alguna de mis atribuciones. Cuando sea el momento, la Justicia decidirá, y si la humana se equivoca conmigo, la divina acertará.” (Von Wernich en 1984, a Siete Días.)
La justicia divina, afirmó Von Wernich, la ejerce la Iglesia: ella no me va a condenar puesto que en el genocidio cumplí su mandato. Sólo la justicia humana puede condenarme. Porque donde la divina acierta, la humana se equivoca.
Hay por lo tanto dos justicias, hay por lo tanto dos verdades: la humana y la divina. Lo que está en juego en la República en este grave momento es comprender si existe una sola justicia donde toda otra se unifica, o si ambas existen una al lado de la otra: la humana, condenando el crimen, la divina exculpando el asesinato y la tortura.
Esta concepción de las dos verdades, de las cuales deriva cada justicia, es la misma que el cardenal Bergoglio expuso en Luján, una semana antes de la sentencia, cuando todos estábamos pensando en la semana siguiente:
“Necesitamos confirmar la verdad, necesitamos que Ella, la Virgen, nos confirme que Dios es la verdad y que ésta no cambia”, dijo. Y luego, como si lo señalara con su dedo, dijo: “Sabemos que hay alguien que no quiere la verdad: es el padre de la mentira, el demonio”.
La prensa, en cambio, interpretó sus dichos a nivel político y dijo: el mentiroso y el demonio al que apunta el cardenal Bergoglio es el Presidente. ¿Por qué Kirchner sería el demonio? Es excesivo, aun cuando el Presidente sea muchas cosas. Pero ¿el demonio? ¿Eso todavía existe como categoría política? A no ser que lo diga, pensamos, porque con los juicios a los militares y la ley civil aplicada contra los genocidas el Presidente abrió el espacio de justicia que la sociedad reclamaba: donde no haya nadie impune ante el crimen, aunque sea un hombre de Iglesia. Y eso, podría haber pensado monseñor Bergoglio, teníamos que ser nosotros quienes lo hiciéramos, no el Estado.
Es cierto, pero no lo hicieron. Recordemos, pasó hace pocos días. Cuando Von Wernich hace resaltar el Gran Crucifijo que impone su presencia detrás de los magistrados, la sala se convierte en dos salas en el mismo espacio: una, terrestre, para el juicio de los hombres; otra, celeste, para el juicio divino. Se invirtió de golpe la jerarquía de las leyes: la ley de la Iglesia sobresale e impera sobre la justicia humana. Y eso en las propias narices de Sus Señorías.
Con ese crucifijo ampliado, y antes de que se leyera el veredicto, ha vuelto a imperar en la sala la amenaza de la justicia divina de los genocidas: el banquillo de los acusados se ha convertido de pronto en púlpito sagrado.
“Me parece que cambiaron el crucifijo, antes había uno más chico. Y pienso que está aquí (el más grande) porque, como (en ese) entonces (en el de la dictadura) hubo un juicio (el aniquilamiento) apoyado por el pueblo”.
Von Wernich le superpone a la sala del juicio la sala de Otro Juicio: el del Juicio Final que realizaron los militares amparados en la cruz de Cristo. Y un aire de demonios, de incienso y de azufre invadió entonces el espacio de la Sala del juicio. Les habla como si él fuera Cristo y los jurados fueran los discípulos del Crucificado: todo dado vuelta. La Sala del Tribunal Oral se metamorfosea en sala de torturas y de espanto, y de su boca brota de nuevo la amenaza: “‘El demonio está en la mentira, no está en la verdad. Están (los testigos) preñados de malicia concibiendo la maldad y dando a luz la mentira. Estos corazones son los que tenemos que tratar de erradicar en el hombre’ (...) Eso es todo, señor”.
El quiere ser perdonado y al mismo tiempo quiere que los corazones de los testigos, que son del demonio, “sean erradicados”, como lo fueron los corazones de los desaparecidos por los cuales prestan testimonio. Pero no lo logra: la justicia humana vence y la Sala lo condena a cadena perpetua.
Lo que a la ciudadanía le extraña es que Von Wernich, al recurrir a la verdad sagrada y única, lo haga con la misma imagen del demonio que el cardenal Bergoglio había expresado en Luján unos días antes para acentuar de manera tajante la diferencia entre la verdad divina y la verdad humana. ¿Se refieren al mismo enemigo que los obsesiona aunque ambos, es cierto, ocupen lugares tan irreductiblemente antagónicos en la misma Iglesia? ¿El demonio al que ambos se remiten es el mismo, el de la justicia humana? Nadie ha aclarado esa coincidencia.
Las palabras sacerdotales tienen siempre algo de enigma y necesitan ser interpretadas como textos sagrados: descifrados sus signos oblicuos. El comunicado firmado por el cardenal Bergoglio luego de conocido el veredicto humano contra el acusado reabre la duda: sin mencionar siquiera su nombre enfatiza que el capellán fue condenado “según la sentencia del Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata”. ¿No nos está recordando entonces el origen terrenal y humano pero no divino del juicio? Dios no lo permita. ¿Estará quizá también pensando que la verdad humana es la del demonio, la del Tribunal Federal de La Plata para el caso, y que el juicio divino sigue en vigencia aunque el juicio humano lo haya condenado? Dios no lo quiera. Porque ¿no sería terrible que la gente piense que la Iglesia aspira a que retorne la “justicia” de la Junta Militar para ser absuelta?
Nos quedamos pensando, sin embargo, que esta hipótesis de lectura tiene algún sustento en lo que piensa el papa Ratzinger, que está más arriba, cuando criticó a la Teología de la Liberación, la cual pretendía ser la verdadera Iglesia. La Iglesia –reivindicó el Santo Padre cuando todavía no lo era– no es del pueblo sino de Cristo; la Iglesia no es democrática sino monárquica; la Iglesia no tiene nada que ver con la ortopraxis de la verdad humana sino sólo con la ortodoxia, donde la verdad es revelada por Dios mismo. Eso es lo que escribió negro sobre blanco.
De allí el desafío para desatar el nudo donde la espada no puede cortarlo: ¿qué hará la Iglesia en un país donde la monarquía eclesiástica sólo tolera a la democracia, y hasta cierto punto, porque la dirección de la Iglesia argentina alentó y sirvió de apoyo a todos los golpes de Estado? Y entonces ¿habrá dos leyes contrapuestas y contradictorias en una misma sociedad y en una misma Iglesia? No la de Cristo Pastor, que proponía un mundo donde el mensaje del amor triunfara, sino la de Cristo Rey, de esa monarquía teocrática y, por más señas, romana.
Eso es lo peor que pudo haber pasado con las armas que la democracia puso en manos de las FF.AA. Que con esas categorías monstruosas del odio inmisericorde, que califica al oponente de Demonio y de enemigo absoluto, la Iglesia oficial los haya alentado para usarlas contra nuestros propios conciudadanos. Es el resultado de unir las armas con la verdad divina: volver a unir la Cruz con la Espada. Hay que reconocer entonces que todo golpe de Estado, en la Argentina, al desplazar a la democracia por el terror y la fuerza, desde Yrigoyen –pasando por Perón hasta Isabelita– requirió siempre ser validada por la ley de la monarquía teocrática de los hombres de Iglesia. Sólo así logró imponerse a sangre y fuego ese nuevo orden político que desplazó sin misericordia a la ley humana de la democracia. Y lo hizo amparada en la guerra santa, siempre para enfrentar al demonio: imponiendo las categorías “amigo-enemigo” del nazi-católico Carl Schmitt como nueva categoría jurídica. El “estado de excepción” de la dictadura necesitó siempre, entre nosotros, la aureola de la verdad divina de esa Iglesia para justificarse.
Eso es lo que se está enjuiciando en el juicio que condena a Von Wernich a prisión perpetua: la preeminencia de una justicia humana sobre la Justicia que algunos hombres de Iglesia ejercen en nombre de un Dios universal y justo considerado como propiedad privada. Si ustedes lo prefieren: la justicia del Jesús Pastor democrático contra el Cristo Rey de la monarquía absoluta.
Entonces sucede lo que no se esperaba. Por primera vez la Justicia civil argentina impone la preeminencia de sus leyes sobre las leyes de la Teocracia divina. Todo ahora ha quedado dado vuelta: lo más sagrado es la verdad y la justicia humana. ¿Puede aceptarlo la jerarquía de la Iglesia? ¿Será por eso que el cardenal, recurriendo otra vez al demonio, vuelve a hacer revolotear los antiguos fantasmas medievales? La evocación del demonio, así utilizada, y aunque el cardenal no lo quiera ni se lo proponga, abre dentro del mundo civil un mundo siniestro: el del sacrílego, del blasfemo, del apóstata, del maldito, del fariseo, de las hogueras y de la guerra santa como categorías políticas. Entramos en el imaginario fabuloso de los endemoniados, de los penitentes, de los posesos y de los sulfurosos, retrocedemos al país maligno de las hechicerías y de los autos de fe, del garrote vil y del empalamiento. Es decir, regresamos al mundo de las torturas, de los vuelos de la muerte, de la picana eléctrica y de la quema de libros: regresamos a la última dictadura argentina. Eso es, creemos, lo que la ciudadanía quiere que monseñor recuerde.
Por eso cuando se oye hablar del demonio no se puede pensar, por desgracia, ni en un lapsus linguae ni en una metáfora: la ciudadanía, no nosotros solos, debe sentirlo como una amenaza que monseñor le abre sobre el otro mundo. Bergoglio vuelve al lenguaje de la justicia divina de la monarquía teocrática en democracia, y por eso para la gente adquiere el carácter de una advertencia siniestra. Vuelve a recrear en el imaginario social de la política –y aunque no lo pretenda– la preeminencia persecutoria religiosa de la guerra santa.
* Filósofo.
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