Domingo, 18 de julio de 2010 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
La estrepitosa convocatoria del líder católico Jorge Bergoglio a una “guerra de Dios” contra el demonio, terminó por producir el efecto contrario y volcó el voto de algunos indecisos que desde distintas fuerzas partidarias rechazaron tal intromisión confesional en un ámbito de decisión política y provocó una respuesta sobria pero precisa de la presidente CFK, devota de la Virgen de Luján y que hasta ese momento no había participado en el debate. Bergoglio actuó acicateado por su hermano-enemigo Héctor Aguer, quien había definido la coyuntura como decisiva para el futuro de la sociedad argentina, que libraría una kulturkampf, una guerra cultural como la que la Iglesia y el liberalismo entablaron a fines del siglo XIX en Europa y América. Tanto Bergoglio cuanto Aguer entienden que ese combate sería contra la índole católica de la nacionalidad. El nacionalcatolicismo fue la norma en la Iglesia argentina hasta 1981, año en que el Episcopado percibió que la dictadura se caía a pedazos e hizo las paces con la democracia, al menos en teoría. Ambos invocan un supuesto inmutable Orden Natural, cuya menor infracción debe ser castigada. Las diferencias entre ellos son ante todo de personalidad y de poder. En su libro El comunismo en la revolución anticristiana, el sacerdote Julio Meinvielle reivindicó el sometimiento de la vida pública a la Iglesia, en los términos de la bula Unam Sanctam dictada en 1302 por Bonifacio VIII, resabio de la concepción aristotélica de supremacía del alma sobre el cuerpo. Para Meinvielle, quien fue el más prolífico pensador integrista de la Argentina, “el poder temporal está al servicio de la Iglesia para los fines de la Iglesia misma”. La Cristiandad (que llama sinónimo pleno de ciudad católica) “es la vida pública sometida a la Iglesia, y el cristianismo apenas su profesión privada”. Un antecesor de Bergoglio en la presidencia de la Iglesia Católica argentina, Adolfo Servando Tortolo, empleaba en las asambleas episcopales algunos principios de ese Orden Natural para defender la tortura a los detenidos desaparecidos. Tortolo le encargó reunirlos en un opúsculo a su secretario en el Arzobispado de Paraná, el sacerdote Alberto Ezcurra Uriburu, quien antes de ordenarse había sido jefe laico de la Organización Tacuara, que en su origen orientó Meinvielle. Este tosco manual titulado en latín De bello gerendo (Sobre la conducción de la guerra), sostiene que “en una guerra justa se tiene el derecho de hacer todo lo que sea necesario para la defensa del bien público” y guerra justa es aquella que se libra según los principios del Evangelio y del Orden Natural. Con una cita del teólogo medieval Francisco de Vitoria agrega que en tal caso nada se opone a que “los prisioneros que se han rendido puedan ser muertos si son culpables, sin que en rigor la justicia sea violada”. Según Tortolo y Ezcurra, “la universidad, la justicia, los medios de lucha psicopolítica” son otros tantos “frentes de combate”. Pero 35 años no han pasado en vano y en el nuevo clima que vive el país las presiones eclesiásticas no impidieron que la ventaja favorable a la ampliación de derechos fuera amplia: 125 a 109 en Diputados, 33 a 27 en el Senado. Para imaginar qué podría ocurrir en el país si el resultado hubiera sido el opuesto, conviene recordar que la jerarquía episcopal presentó al gobierno el 25 de mayo una solicitud de amnistía firmada por los ex dictadores Jorge Videla y Benito Bignone, el sacerdote Christian von Wernich, quien sigue oficiando misa, y por un centenar de miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad y de civiles detenidos, y que en junio Bergoglio presentó un manifiesto opositor elaborado por Roberto Dromi, José Jaunarena y otros ministros de Menem, De la Rúa y Duhalde. Denominado “Consenso para el Desarrollo”, reclama autarquía para el Banco Central, eliminar las retenciones a la soja, minimizar las políticas sociales, fundir Seguridad con Defensa y reprimir el conflicto social, es decir los consensos básicos de la democracia recuperada en 1983 sobre el rol castrense y algunas políticas centrales del actual gobierno. Gracias a los putos y las tortas, esas proclamas del poskirchnerismo tendrán que esperar.
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