Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
Desde Guatemala
En la sala colmada, de la que mucha gente debió retirarse por falta de espacio, un colega periodista me contó que hay quienes piden a gritos la pena de muerte y me pidió mi opinión. Le dije que a los gritos pueden expresarse pasiones y opiniones, pero no datos duros ni razonamientos, de modo que predomina la razón de la fuerza y no la fuerza de la razón, como plantea Federico Mayor Zaragoza. La aplicación de la pena de muerte para nuevos delitos, como el sicariato no sólo sería ilegal, ya que la Convención Americana de Derechos Humanos, de la que Guatemala es parte y que según la Constitución tiene primacía sobre la legislación interna, prohíbe esa extensión del castigo más tremendo a delitos que antes no la suscitaban. Dada la penetración de las organizaciones criminales en distintas fuerzas de seguridad y secciones del Estado, también pondría en duda la superioridad moral con que se justifica el monopolio de la fuerza y podría convertir al Estado en parte de una pugna entre bandos facciosos, que siguen el Código Penal y el Código Procesal de las organizaciones del narcotráfico, de un solo artículo: la sola pena es la muerte y el único procedimiento la ejecución sumarísima.
El único país de nuestro hemisferio que aún aplica la pena de muerte es Estados Unidos. Pero la cantidad de estados que la mantienen, el número de los que la aplican, las nuevas condenas y las ejecuciones descienden año tras año. Esto obedece a la alta cantidad de personas ejecutadas cuya inocencia se demostró luego de lo irreparable (151 en las últimas cuatro décadas) y su inocultable sesgo racial (el 60 por ciento eran afro-americanos). Una investigación realizada por la clínica jurídica de la Universidad de Northwestern sobre las condenas basadas en datos falsos, llevó a la abolición de la pena de muerte en el estado de Illinois. Y esta misma semana, el lunes 23, la Corte Suprema de Justicia anuló una condena a muerte contra un joven afro-americano, al que un jurado compuesto sólo por blancos había encontrado culpable del asesinato de una anciana blanca. Los abogados que consiguieron la nulidad tuvieron acceso a las notas de los fiscales de Georgia que investigaron el caso, invocando las leyes de acceso a la información. Los candidatos afroamericanos eran individualizados con una letra B, por Black, y sus nombres marcados con resaltador verde. Todos ellos encabezaban una lista bajo el título “Definitivamente no”. Este pronunciamiento por varios motivos excepcional fue redactado por el presidente de la Corte, John G. Roberts (h), y se aprobó por 7 a 1. Sólo el juez Clarence Thomas, el único afro-americano de la Corte Suprema votó en contra, lo cual también es elocuente sobre la situación que aún hoy padece esa minoría en la sociedad estadounidense. Si en ese país, con instituciones democráticas y una justicia demasiado encomiadas en todo el mundo, y pese a la existencia de un jurado de 12 miembros, puede ocurrir esto, ¿que no habría de temerse en un país como Guatemala, donde en la época del conflicto armado pronunciaron condenas a muerte jueces sin rostro, y donde esta misma semana un magistrado fue detenido por integrar una organización criminal? La pena de muerte sigue en los libros, pero no se ha aplicado en este siglo. Al asumir la presidencia en 2000, el presidente Alfonso Portillo derogó un decreto de 1892, por el cual antes de una ejecución debía pronunciarse el presidente, con facultades para dar el cúmplase o indultar. Esto dejó un deliberado vacío legal. Además la Corte Interamericana declaró que la extensión de la pena de muerte para distintos delitos era incompatible con la Convención Americana de Derechos Humanos, y la Corte Suprema conmutó por penas de prisión perpetua medio centenar de condenas que estaban para ejecución. La mayoría de los conmutados eran pobres, de origen campesino y alguna de las etnias originarias, varios no hablaban español ni tenían apropiados defensor e intérprete, mientras los tribunales unipersonales que los condenaron estaban ocupados por jueces de las clases principales de la sociedad y de raza blanca. En el último medio siglo, más de cien estudios fueron realizados por criminólogos sobre el efecto disuasivo de la pena de muerte y ninguno constató que fuera más eficiente que una larga pena de prisión. Así consta en el estudio de Ruth D. Peterson y William C.Bailey, Is Capital Punishment an Effective Deterrent to Murder?, incluido en 2003 en la segunda edición de Americans Experience with Capital Punishment, compilado por James R. Acker, Robert M. Bohm y Charles S.Lanier. Quienes descalifican a los criminólogos como intelectuales olímpicos, ignorantes de lo que ocurre en la sociedad, podrían interesarse en la opinión de las fuerzas de seguridad que están en contacto cotidiano con la calle. En 2008 una investigación de R.T. Strategies seleccionó al azar a 500 jefes de policía de ciudades y localidades de Estados Unidos y les preguntó por las estrategias más efectivas para combatir el delito. La pena de muerte fue la última en el ranking, señalada como la mejor opción sólo por el 1 por ciento de esos jefes policiales. El 57 por ciento sostuvo que no sirve como disuasivo (Death Penalty Information Center, Smart on Crime: Reconsidering the Death Penalty in a Time of Economic Crisis).
Dos tercios de los países del mundo han abolido la pena de muerte, en la legislación o en la práctica y sólo un tercio la retiene. Sin embargo una investigación de Amnesty International indica que en 2015 se produjo un incremento de ejecuciones. Esta contradicción se explica porque el crecimiento se concentró en cuatro países: China, Irán, Pakistán y Arabia Saudita, a los que en lo que va de este año se sumó Egipto. Guatemala debe decidir si prefiere permanecer en la lista de países abolicionistas o en moratoria que es el mayor orgullo de América, con la triste excepción estadounidense, o sumarse a la nómina de las dictaduras o las democracias teocráticas tuteladas por una casta clerical.
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