Martes, 29 de mayo de 2007 | Hoy
Por Sergio Kiernan
El joven Adolf Eichmann no recibió una gran educación, pero en algún momento de su vida académica debe haber visto un mapa con la silueta de ese lejano país, Argentinien. Seguramente no le prestó más atención que a la Polinesia o al todavía existente Congo Belga, o tal vez lo hizo para soñar aventuras en lugares exóticos. Hombre gris, como lo definió Hannah Arendt tantos años después, no debe haber imaginado que Argentina sería su último hogar, su última esperanza de impunidad y el último espacio donde pudo hacer cosas como tomar un café o salir a caminar. De Argentina fue llevado a Israel, que no existía en sus mapas escolares, para confesar sus crímenes gigantes y ser ejecutado. Eichmann dejó su marca.
La primera vez, que sepamos, que el nombre de nuestro país entró en la vida del organizador de trenes, envíos y tropas para la mayor masacre humana, fue en marzo de 1943. El Tercer Reich había llegado al pico de su poder y cualquiera que fuera un fanático sabía que empezaba la cuesta abajo. Alemania todavía tenía a Europa y peleaba con los británicos en el norte de Africa, cazaba convoyes aliados en el Atlántico y mantenía la mayor y más formidable formación de batalla jamás vista en la historia en el frente ruso. Pero la guerra estaba perdida, como había demostrado Stalingrado, donde se rindió un ejército entero, para histeria de Hitler. Para peor, se notaba que los soviéticos habían aprendido a pelear con inteligencia, a lo grande. La batalla de Kursk, que enfrentaría miles de blindados, estaba en preparación y marcaría la última ocasión en que los nazis tuvieron la iniciativa en la guerra.
Poco de esto preocupaba a Eichmann, que no era militar sino SS, un militante de uniforme negro que pasaba sus días en una oficina organizando una matanza sin antecedentes. Al entrar en la locura de invadir Rusia, los alemanes habían creado la mayor guerra en el prontuario humano y habían matado más gente más rápido que nadie. Fue entonces que decidieron llevar las palabras a los hechos y asesinar a todos los indeseables de Europa. Ya habían hecho un trabajo minucioso con sus artistas, contestatarios, enfermos mentales, chicos retardados, homosexuales, comunistas y periodistas quejosos. Alemania estaba libre de esa gente molesta. Ahora le tocaba a Europa. Como matar a tanta gente es muy problemático, Eichmann estaba a cargo de la logística de la masacre: el personal necesario para capturar a millones de judíos, fusilar a los que consideraban intransportables –viejos, bebés, embarazadas– y poner a los demás en trenes rumbo a los campos. También había que manejar los campos, algunos verdaderas ciudades, distribuir esclavos en las empresas privadas, alimentar a todo el mundo, pagar sueldos, controlar francos.
En marzo de 1943 aterrizó una nota en el escritorio del director de Asuntos Judíos del Reich nombrando a Argentina. Era de la Cancillería, advirtiendo que los judíos argentinos residentes en Europa ocupada no debían ser transportados ni ejecutados, sino tratados como ciudadanos de un país neutral. No era mucho pedir, ya que se trataba de apenas un centenar de personas, pero el Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich no quería ofender al único país de América que todavía no le había declarado la guerra a Hitler. El problema es que al gobierno argentino no le ofendía el problema. Al contrario, parecía ansioso de ser ofendido.
El canciller alemán Joachim von Ribbentrop era un antisemita famoso y se compraba todas las teorías conspirativas que los incluyeran, pero también era un profesional, a su manera. En la lógica de la diplomacia, no se anda matando ciudadanos de una nación amiga porque hasta los amigos más íntimos se enojan. Por eso Ribbentrop no entendía la pereza, la indiferencia y la inacción de la embajada argentina en Berlín, a la que le había presentado una lista minuciosa de los argentinos judíos en territorio ocupado, con repetidos pedidos de que fueran evacuados y plazos amplios para hacerlo.
El periodista e historiador Uki Goñi encontró los restos documentales de la preocupación alemana con este tema y los publicó en su libro La auténtica Odessa. Los memos oficiales expresan desconcierto ante la indiferencia argentina y un sentido de urgencia de solucionar el problema, antes de que la maquinaria de la muerte se tragara a los argentinos. Lo que los jerarcas nazis no sabían era que Buenos Aires había ordenado claramente no mover un dedo para ayudar a los argentinos de origen judío en Europa. Era una efectiva condena a muerte, ya que en medio de la guerra no era posible subirse a un barco y partir, como en un tour. La manera de salir era bastante simple, sin embargo: bastaba un barco de bandera argentina que llegara a algún puerto europeo para llevarse a los compatriotas. Los nazis ofrecían llevarlos a puerto.
Nunca hubo un barco, ya que nuestra embajada en el Berlín de esos tiempos era tan nazi como los nazis que gobernaban. Los argentinos judíos atrapados en Europa murieron en los campos de exterminio.
Eichmann volvería a escuchar hablar de Argentina, y mucho. Terminada la guerra, el mundo comenzaba gradualmente a entender la dimensión de lo que terminaría llamándose Holocausto. Eichmann tuvo suerte de no caer en manos rusas, ya que los soviéticos colgaron sin más trámites a prácticamente todo el que vistiera el uniforme negro de la SS. En 1948, el director de Asuntos Judíos pedía asilo en Argentina por medio de Carlos Fuldner, el asesor especial de Juan Domingo Perón para la “inmigración de nazis, ustachas, rexistas y demás traidores a sus países ocupados por los nazis”. El trámite de Eichmann tiene fecha de dos meses posterior al de Schwammberger y menos de un mes de los de Priebke y Mengele.
Nadie parecía muy interesado en encontrar a Eichmann, por lo que se tomó su tiempo. El 2 de junio de 1948 sacó el documento de identidad 131 en el municipio de Termeno, en el norte italiano, con el nombre de Ricardo Klement. La pequeña localidad montañesa era muy solícita con esta colectividad: Mengele y otros criminales de guerra también se movían con documentos expedidos allí. El pasaporte de la Cruz Roja que acaba de aparecer en los archivos judiciales tiene fecha del 1º de junio de 1950 y está sellado en la oficina de Génova, el puerto que fue el gran canal de salida de nazis a la Argentina. Tal era la facilidad del trámite creado en la Casa Rosada para estos inmigrantes de privilegio, que quince días después “Klement” recibía una visa de viaje y el 14 de julio desembarcaba en Buenos Aires. Allí se declaró “técnico” y católico. Para el 2 de octubre el flamante residente recibía su cédula de identidad y su primer empleo.
Diez años después, drogado y disfrazado de tripulante, Eichmann era llevado a Jerusalén para un juicio histórico. En su década de impunidad argentina había tenido tiempo de dictar sus memorias, que publicaría el ahora encarcelado negacionista inglés David Irving, y de conocer la mediocridad. Como tantos otros que se prendieron a la ascensión del nazismo, Eichmann resultó una nulidad para cosas como ganarse el pan y hacer algo de su vida. Su último rol en este mundo fue el de testigo y explicador de la mecánica de la muerte desde un banquillo judicial, detrás de un vidrio blindado.
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