Jueves, 21 de abril de 2016 | Hoy
SOCIEDAD › EL DRAMA DE UNA FAMILIA EN LA VEREDA DEL BAJO
Son cinco y están en Libertador al 200. La madre tiene cáncer; uno de los hijos, sida en estado terminal. Desde el gobierno porteño los quieren echar.
Por Carlos Rodríguez
Elida Noemí Millán tiene cáncer de mama y vive en la calle, sin atención médica, sin subsidios ni ayuda alguna del Estado. Ella no está sola, está acompañada por tres de sus hijos y por su pareja, pero esas presencias, aunque en lo personal la fortalecen, en los hechos concretos y llanos, agravan la situación de una familia que desde hace tiempo viene acumulando pesadas mochilas. Sobre cuatro colchones alineados en una de las veredas de Avenida del Libertador al 200, en la opuesta al murallón del tramo final de las vías del Ferrocarril Mitre, en la entrada a la estación Retiro, la tragedia se ensaña sobre cinco personas que cargan su cruz con una fortaleza que asombra. Jonathan, de 27 años, uno de los hijos de Noemí, tiene VIH y la madre aclara que el joven dejó el hospital donde estaba internado “para morirse acá, con nosotros”.
Los otros hijos que la acompañan son Fernando, de 17 años, que tiene un retraso madurativo y que, además, en un accidente perdió un ojo. “Tiene una prótesis ocular, pero necesitamos cambiarla porque le está produciendo una gran molestia y ya no puede usarla más”, relata Noemí, que habla sin parar, en nombre de todos. Sobre sus piernas tiene sentado a Santino, de apenas seis meses de edad, que mira todo con ojos que preguntan y esperan respuestas. “Desde hace dos meses estamos acá, pero venimos mal desde hace varios años, desde que él (señala a Jonathan, acostado a su lado) y yo nos enfermamos”, afirma la mujer.
Por pedido de su madre, Jonathan destapa sus piernas y parte de su cuerpo, cubierto por frazadas, para mostrar cómo su humanidad se va consumiendo en forma lenta y constante. “Estaba internado, pero no se quería quedar solo; los médicos me dijeron que tiene poco tiempo de vida, él lo sabe, y por eso se quiso venir para estar conmigo”. Jonathan apenas habla, su voz es un susurro, pero sonríe y saluda agitando sus manos, cada vez que su madre lo nombra. Gentil, hasta esboza una leve sonrisa.
De la charla con Página/12 participa Rosario, una joven que está con su hija pequeña y es una de las personas solidarias que se acercan día tras día para traer comida, para ayudar en algún trámite o simplemente para estar, para darles ánimo. “Ellos tendrían que recibir un subsidio, tendrían que recibir ayuda del Gobierno porteño, pero cuando viene la gente de Ambiente y Espacio Público, lo único que quieren es que ellos se vayan, los quieren llevar a paradores en los que van a estar peor que acá y sin recibir ninguna ayuda real”.
La que habla ahora, sin parar, es Rosario: “Un pobre es siempre una molestia porque afecta las estadísticas oficiales, afea el paisaje, machaca la conciencia de quienes todavía tenemos un poco de sensibilidad y sintomatiza, lo que es peor, un gran fracaso del sistema”. Dice haber presenciado visitas de funcionarios de Espacio Público y de Buenos Aires Presente (BAP) y agrega entre suspiros: “Es terrible lo que hacen”.
Según Rosario, lo que queda claro en esas visitas fugaces es que “una familia tirada sobre colchones sucios es un atentado estético contra el paisaje urbano que el Gobierno de la Ciudad quiere erradicar, por eso vienen a patotearlos y la intención, en realidad, es que quieren sacarlos a patadas como hacía la UCEP”, la Unidad de Control de Espacio Público que había creado Mauricio Macri cuando era el jefe de Gobierno porteño y que fue denunciada por la violencia que ejercía sobre las personas en situación de calle.
“Vos escuchás hablar a los funcionarios que vienen y te das cuenta que ellos (por la familia), desde el punto de vista del Gobierno del Pro, ‘atentan’ contra el paisaje urbano de la ciudad que quieren proyectar y por eso quieren reducirlos a la mínima expresión”. Noemí dice que no van a los paradores “porque ya estuvimos y sabemos que vamos a estar peor que en la calle, porque no nos dan nada y nos obligan a vivir encerrados en espacios muy chicos para una familia como la nuestra”.
Noemí tiene otro hijo, de 8 años, Tizziano, que está viviendo en forma momentánea con una familia amiga que “lo cuida muy bien, que nos ayuda en todo lo que puede y lo más importante, que puede mandarlo al colegio, que es muy importante para su futuro”. Ahora, con la ayuda de Rosario, están tramitando dos subsidios: “Uno para mí –dice Noemí– y otro para Cristian, para que podamos estar viviendo en un lugar mejor, en un hotel donde nos acomodemos de otra manera. Los médicos me dijeron que él no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir, está agonizando, pero por lo menos quiero que esté un poco mejor en lo poco que le queda de vida”.
Si pueden conseguir los dos subsidios, podrían redondear algo más de 3600 pesos y eso les permitiría alquilar una pieza en un hotel “sin tener que depender del Gobierno; yo siempre trabajé, tenía trabajo en un country de Pilar, en Puertas del Sol, donde conocí a Sebastián Ortega, que nos ayudó mucho, pero después tuve que dejar por mi enfermedad”. Por ahora viven y comen “gracias a la ayuda que les brindan “algunos vecinos que nos acercan algo y nos tratan muy bien”.
Rosario explica que lo que les está ofreciendo el Gobierno porteño es “un subsidio de 1800 pesos, por diez meses, o uno de 3600 pesos, por cinco meses”. Lo que están analizando es lo que más les conviene “si algo más largo, en tiempo, y más corto en plata, o al revés”. La joven les había traído una lista de hoteles y precios, y Noemí estaba analizando qué les conviene más. “Lo único que quiero es que mi hijo pueda estar en un lugar mejor, donde morir en paz, más contenido, sin esta angustia de estar tirados en la calle.”
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