Domingo, 22 de marzo de 2009 | Hoy
Por Emilio Ruchansky
El hotel, que más bien es un conventillo, está a media cuadra de Bolivia y Avellaneda, en el barrio porteño de Flores. Allí van a parar muchos refugiados recién llegados de Africa por obra y gracia de la Fundación Comisión Católica Argentina de Migraciones (Fccam), que maneja los fondos destinados por la Acnur a los refugiados. Página/12 fue en compañía de Nengumbi Celestín Sukama, un congoleño que llegó en el ’95 e integra la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) y el foro afro del Instituto Nacional contra la Discriminación (Inadi).
Allí, el anfitrión es un joven nigeriano que llegó al país una semana atrás. La cocina y los baños son compartidos (con inodoro y ducha juntos), hay mucho olor a humedad en los cuartos con paredes descascaradas y pisos de madera. Algunos tienen camas marineras con colchones de goma espuma, otros camas matrimoniales. El ambiente es sombrío y los refugiados reciben a la visita con cautela. Sukama les explica que la intención es conocer cómo viven. Entonces se arma un especie de reunión sobre el piso de uno de los cuartos, lleno de ollas y trastos de cocina. De fondo suena el único CD que tienen: los grandes éxitos de Bob Marley.
A la reunión asisten el nigeriano, dos senegaleses y un hombre de Guinea Bissau, que no tiene mucho interés en hablar. Son todos menores de edad. “Los africanos quieren trabajar, quieren papel”, dice en castellano uno de los senegaleses, el más experimentado y desconfiado, que invita mate dulce. Su compatriota agrega en francés: “Tuvimos muchos problemas, mucho sufrimiento”. Ambos se conocieron en el hotel y de vez en cuando, durante la charla, cruzan frases en uolof, lengua mayoritaria en Senegal. El más experimentado ya vende baratijas desde hace seis meses. “Por ahora, no problema”, asegura. Sukama sonríe y le responde: “La discriminación se ve con el tiempo”.
“Yo estudié para enseñar francés, pero no conseguí trabajo”, dice el otro senegalés, que llegó hace dos meses en barco y no quiere contar cómo viajó porque “duele mucho volver a contarlo”. “No tenemos amigos, ni familia acá. Necesitamos ayuda, queremos trabajo y si hubiera oportunidad de seguir estudiando me gustaría hacerlo”, sigue contando. Sukama les comenta que la comunidad senegalesa en Buenos Aires es grande y muy unida, que cuando la policía los agrede o les roba la mercadería juntan dinero para reponerla. Los dos compatriotas escuchan contentos.
Sukama se toma un tiempo para contarles su propia vida, la de un inmigrante ya radicado, con un título en Administración de Empresas, que habla inglés, francés y español, y constantemente se capacita, aunque todavía no consiguió un trabajo fijo. Después tantea en qué estado legal están, si tiene “la precaria”, si estudian castellano en el lugar que provee la Fccam. Todos responden afirmativamente.
A la salida, Sukama explica que la decisión del Acnur de utilizar una fundación católica para administrar el dinero que reciben los refugiados es llamativa. “En Australia este trabajo lo hace la Cruz Roja y el dinero se deposita en el banco. La Cruz Roja nunca toca el dinero destinado a los refugiados, sólo hacen la logística”, ejemplifica. La Fccam se hace cargo de la ayuda mientras su solicitud de refugio es analizada en el Cepare (el Comité de Elegibilidad para los Refugiados), órgano dependiente del gobierno nacional.
En ese ínterin que dura como mínimo un año, los peticionantes de refugio tienen derecho de permanecer legalmente el país, trabajar, acceder a la salud y a la educación pública. Cada tres meses deben renovar sus documentos provisorios. “El problema es que les dan 400 pesos por mes durante cuatro o seis meses. Y después les dan 1000 pesos de una vez y les suspenden la ayuda”, explica Sukama. Cuando él llegó al país, a mediados de los ’90, los refugiados africanos recibían 200 pesos mensuales, de los que se descontaban 150 para pagar el alojamiento. “Y te largaban a la calle, con esos 50 pesos –recuerda–. Nos decían: ‘arreglate’”. Y en eso está desde que llegó a la Argentina.
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