Domingo, 6 de enero de 2008 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Siempre que uno imagina al perfecto ciudadano inglés lo ubica en la era victoriana, sobre todo hacia fines del siglo XIX. Si se trata de señalar al detective de esa era tampoco puede corroernos duda alguna, es Sherlock Holmes. Holmes vive en la calle Baker Street y generalmente está sentado en un cómodo sillón junto a una estufa de leños. He aquí el entorno del colonizador. Cuando Holmes visita a su hermano Mycroft en el Club Diógenes todo ocurre de modo semejante. Suelen sentarse a dialogar junto al fuego de la chimenea: ése es el lugar del que surgirán las ideas precisas, apolíneas, fríamente racionales que resolverán los casos. La razón occidental es fría. Sobre todo en su formulación positivista. Holmes es un detective positivista. Su mente privilegiada se lanza siempre en busca de los hechos, éstos suelen ser a veces tan pequeños que Holmes debe acudir a su célebre lupa para develarlos. El pensamiento positivista se alimenta de los hechos. La razón positivista es una razón cósica: hace de las cosas el orden necesario de la historia. Es siempre una racionalidad que viene a consagrar lo establecido. Lo que es es. Lo que es no puede ser otra cosa. Las cosas no cambian, no devienen. Son lo que son. Sólo a un defensor de las clases dominantes del inicio del siglo XX en la Argentina, un defensor que busca demostrar que todo sentido lateral a esa historia burguesa de decurso lineal y necesario que es la razón de Occidente es irracionalidad pura, sólo a Oscar Terán, digo, se le puede ocurrir defender al positivismo. El positivismo es la perfección de la racionalidad del poder imperante. De aquí que Holmes –genio intelectual al servicio de la Inglaterra isabelina– busque con su lupa los hechos que lo conducirán al culpable. La razón se guía por los hechos y ellos nos llevan a la verdad. La verdad es descubrir al culpable y ponerlo en las manos imperiales de la policía para reestablecer el orden. A uno igual le deleitan estos relatos. A mí me gusta Inglaterra y me he leído todos los relatos y las novelas de Holmes, pero no compro todo lo que Holmes me vende. O lo compro, deleitado, mientras lo leo y luego sigo pensando por mi cuenta. Quería decir lo siguiente: Holmes siempre está junto al fuego porque la razón nunca tiene calor. Un ciudadano inglés no transpira. El sudor, esa cosa sin esprit de finesse, no le va a un habitante de una ciudad que ha hecho de un reloj (¡no hablen sólo de la precisión y la frialdad suizas, eh!) el más consumado de sus símbolos. Un inglés sólo suda en las colonias. Ahí sí. Ahí se enfrenta con la barbarie. La barbarie es caliente. La barbarie es olorosa, despide vahos incómodos. La barbarie es sucia. Cuando un inglés anda por la India o por Egipto se pone esos sombreros tan lindos que lucen los exploradores también en Africa. ¿Recuerda alguien las películas de Tarzán? ¿Qué se ponían en la cabeza los cazadores malvados que iban en busca de marfiles, o animales valiosos o tesoros secretos, llenos de rubíes y esmeraldas? Se ponían esos sombreros de forma oblonga, con vísceras que los rodeaban por completo dado que el sol penetraba por todas partes. Se dirá, con justeza, ¿pero eran entonces malvados los colonizadores? Con Tarzán, sí. Porque “el hombre mono” (¡vaya apelativo!) representa al buen salvaje, al bárbaro puro, inocente, que será al fin un defensor de los buenos civilizados y vencerá a los malvados. El mito del buen salvaje es colonialista por completo. Es una joya del colonialismo.
Cuando los ingleses andan entre árabes, peor aún. Si uno recuerda una gran película colonialista como Gunga Din traerá a su memoria el calor del desierto. De aquí que los árabes vistan unos harapos blancuzcos que no les dan un aire que tenga algo que ver con la elegancia. En esa película, Cary Grant y Douglas Fairbanks luchaban contra los adoradores de la diosa Khali. No puede haber peores tipos que esos y siempre tenían calor. El buen cipayo Gunga Din, por ejemplo, andaba con el torso desnudo, pese a estar al servicio de los intereses de Inglaterra. Y muere gloriosamente avisando a los ingleses que los pérfidos adoradores de la señora Khali están por emboscarlos. Para lograr tal cosa toca una trompeta. Que es la que toca Peter Sellers en la escena inicial de La fiesta inolvidable.
En La carta, esa gran película de Bette Davis, todo transcurre en la India. Y el calor la vuelve bastante loca a Bette y la lleva a extraviarse sexualmente y engañar a su marido, pues el calor y el sexo transitan caminos comunes. Su amante, sin embargo, no es dócil con ella y tiene pretensiones que fastidian a Bette, motivo por el cual le pega aproximadamente cinco o seis tiros. Hay una luna que da a todo un tono trágico y ni las nubes que a veces la atraviesan aminoran ese efecto. Bette, con sus ojos enormes, mira esa luna y presiente que habrá de iluminar su perdición. Así ocurre, en efecto. Pero ha sido el calor, lo selvático, los chillidos extravagantes, decididamente exóticos de los pájaros, lo que la ha perdido. Tal vez en Inglaterra sus sentidos no se habrían exaltado tanto y habría logrado ser fiel a ese marido aburrido, frío como una lápida a medianoche, al que había entregado su corazón. Pero la lujuria de la vegetación despierta la lujuria de los sentidos. El calor es mal consejero para la fidelidad matrimonial, pero hace pasar algunos buenos ratos a los valientes que se entregan a la infidelidad. En una película de los ochenta, que era una relectura de El cartero siempre llama dos veces, dos actores olvidados pero célebres en ese momento ardían en noches sofocantes, en noches de un calor que los arrojaba de cabeza al pecado. El film se llamaba –sin dejar dudas– Cuerpos ardientes. Ellos eran William Hurt y Kathleen Turner. Se metían juntos en una tina y de la heladera habían traído una jarra llena de cubitos de hielo. Los tiraban dentro de la tina y se entrelazaban como nativos de Malasia, salvaje y groseramente. Cuando regresó el marido hicieron lo correcto para seguir en la tina: lo mataron. Luego la policía les arruinó la fiesta y los metió –según suele decirse– “a la sombra”. Acaso ahí el calor haya disminuido.
Durante estos días Buenos Aires arde. Pareciera el Trópico, pero no lo es. El calor de Buenos Aires es húmedo. Sospecho que es ése el motivo por el que su calor no es calor que arroje a sus habitantes al adulterio, al incesto o al amor salvaje. Se suele oír más: “Estoy hecho un asco. Todo pegajoso” que, por ejemplo, “mi cuerpo arde. Necesito ya una mujer que arda conmigo”. Al porteño el calor no lo excita, lo deprime. Andan por ahí con sus bermudas ellos y sus remeritas a reventar ellas. Se les ve brillar la piel. Y no es la transpiración sexual, trágica de los grandes romances salvajes del calor que te llevan a perder la cabeza. Acá no se transpira, se suda. El desodorante te traiciona ya a la media hora y empiezas a despedir ese aroma condenado de las axilas y no hay nadie que se te acerque. La diferencia entre la transpiración y el sudor sería como la diferencia entre lo elegante y lo grasa. Todos esos romances de los mundos coloniales tienen su glamour, su elegancia. ¡Cuántas inglesas locas se habrán entregado a nativos de la India entre espasmos de pasión prohibida! Pero eso sirvió para novelas de Somerset Maugham, que luego Hollywood filmó con actrices como Bette Davis. En cambio, el sudor es pegajoso, da ordinario, sucio. Es la humedad la que condena a Buenos Aires al sudor. Uno estrecha la mano de alguien durante estos días y tiene que sacar su pañuelo y limpiársela. Y pedirle al otro que haga lo mismo. Si eso pasa con una mano, imaginen lo que pasa con todo el cuerpo. Supongo que estas líneas no añadirán nada interesante al mundo que nos circunda ni serán recordadas por alguien en algún futuro. Pero, ¿quién puede escribir algo sensato con 41 grados de sensación térmica? Sólo se puede escribir sobre el calor y el calor es un gran tema, pero para tratarlo cuando hace frío.
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