Domingo, 25 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Desde El Príncipe, donde Maquiavelo rastrea algunas claves del comportamiento político a partir del análisis de los miedos y deseos del líder y las masas, la psicología viene ocupando un lugar marginal pero persistente en el análisis político.
Harold Dwight Lasswell, gran teórico de la comunicación, fue uno de los primeros en aplicar las herramientas de la psicología clínica y el psicoanálisis al estudio de la política. Para Lasswell, la biografía de los líderes resulta crucial para entender el juego político. En particular, el análisis de las experiencias y el desarrollo personal (empezando naturalmente por la infancia) resulta útil para interpretar su conducta pública, que no puede verse sólo a partir de un análisis racional de tipo medios-fines: Lasswell recuerda que los políticos son personas y que, como tales, se mueven también en base a emociones, sueños, temores.
En un texto clásico publicado después de su muerte (El Presidente Thomas Woodrow Wilson: un estudio psicológico), Sigmund Freud, junto al diplomático norteamericano William Bullit, describe la personalidad del líder norteamericano como la de un hombre que ignora las cuestiones más elementales de la política internacional y que actúa en base a máximas religioso-fundamentalistas, a través de las cuales pretende demostrar su poder y su relación con lo divino. Según Freud, la participación de Wilson en las negociaciones posteriores a la Primera Guerra se sustentó en la idea de que produciría una paz perpetua mediante una intervención de tipo mesiánico. El resultado fue el Tratado de Versalles, con el consiguiente aplastamiento económico de Alemania, que luego se convertiría en el germen o argumento para el nacimiento del nazismo y el estallido de la Segunda Guerra.
Pero no nos desviemos. La psicología política es un camino útil pero secundario, que puede ayudar al análisis pero no debe agotarlo. Aunque tentador como recurso rápido para los comentarios televisivos, el estudio de las características personales de los líderes debe completarse con el análisis de la trama social, las instituciones y la cultura, entre otras cosas. Un cuadro completo exige considerar la tensión entre lo individual y lo social, entre el líder y la estructura.
Por ejemplo: ¿por qué el peronismo argentino fue un populismo más redistributivo y confrontativo que el varguismo brasileño? ¿Porque se apoyaba en una sociedad más igualitaria, en una cultura política más desarrollada por la inmigración europea, o porque Perón era un militar acostumbrado a pensar en términos de batalla, y Vargas un típico líder político elitesco, componedor y negociante? Y, más acá en el tiempo, ¿por qué el neoliberalismo argentino fue salvaje y corrupto, y el brasileño moderado y transparente? ¿Por la mayor profundidad de la crisis de la deuda y el caos macroeconómico que lo antecedieron, o por la calidad del liderazgo de Fernando Henrique frente al de Carlos Menem?
El estudio de la psicología de los líderes se puede abordar desde diferentes ángulos, pero es en las situaciones límite en donde se ve más claramente su verdadera naturaleza. Un ejemplo interesante es el de Kirchner, que en momentos de asedio suele reaccionar sistemáticamente con decisiones sorpresivas en clave de retruco-vale cuatro, como el juicio a la Corte Suprema (luego de asumir con el 22 por ciento de los votos), la nacionalización de las AFJP (cuando se desató la crisis económica mundial) o la ley de medios (tras su derrota en las elecciones de junio). Hay en él una voluntad épica, un afán epopéyico, que si por un lado lo ha llevado a romper los límites de lo que se creía que se podía y no se podía hacer en política, también lo ha confundido en algunos momentos clave: el más claro fue la pelea con las organizaciones rurales, cuando el kirchnerismo, en lugar de dividir, construyó un adversario en el que quiso ver a una oligarquía que ya no existe. No es difícil intuir detrás de estas ideas las cicatrices de los ‘70, década clave en la formación política de los Kirchner.
Bajo presión, cada líder reacciona como es. ¿Y cómo reaccionó Macri luego de que la Cámara Federal confirmara su procesamiento en el caso de las escuchas? Con un golpe de efecto orientado a despejar el camino. Criado en mansiones con mayordomos, formado en colegios finos y despachos vidriados, Macri es, antes que nada, un gerente. El término no es peyorativo, simplemente lo describe, y él mismo gusta definirse como tal, como un hombre de acción, que no se pierde en estériles lucubraciones ideológicas y que ama lo concreto. Que lo dejen hacer. Y a la vez es un exponente de lo que Isidoro Cheresky denomina “la política después de los partidos”, la realidad de un juego político en el que priman los liderazgos de popularidad construidos a través de la presencia mediática, en relación siempre precaria con un electorado-audiencia, y al que se suman, eventualmente, estructuras políticas y aparatos en disponibilidad. Macri expresa la nueva política, pero en un sentido diferente a lo que él cree.
Esto no significa que sea un simple producto que se vende como jabón en polvo o palmitos en lata, como se dice a veces; Durán Barba puede ser un buen consejero pero no es un creador de líderes. Guste o no, Macri no deja de ser un fenómeno político, con características que se derivan tanto de su personalidad como del tiempo político que le tocó vivir (y que expresa de manera inmejorable): una construcción más individual que colectiva, un estilo de liderazgo radial y una mirada muy atenta respecto de los humores del mercado electoral expresado en la opinión pública. La decisión de pedir su propio juicio político se inscribe dentro de esta lógica de acción: lo devuelve al centro del escenario con un alto grado visibilidad, le permite distraer la atención del trámite judicial, que no controla, y lo reubica en el lugar de víctima, que viene explotando con éxito desde hace años. Y que lo dejen hacer.
Pero la jugada encierra un riesgo. Desde el punto de vista institucional, es cierto que la composición actual de los bloques en la Legislatura le permitiría reunir los votos suficientes para zafar de la acusación, aunque por un margen más bien estrecho. El problema es que el escenario político porteño presenta algunas particularidades. Es como si reuniera, exacerbadas, algunas tendencias verificables en el orden nacional: la desagregación de las fuerzas políticas y el carácter precario de las coaliciones, la emergencia de partidos-personales de vida efímera, la supremacía casi total del formato personalizado. Hay que hacer un esfuerzo para recordar qué era exactamente Acción por la República, Nueva Dirigencia o Fuerza Porteña, todos partidos que en su momento dominaron la política de la ciudad.
En “El espacio público porteño. Liderazgos de opinión e inteligibilidad de la agenda”, el politólogo Sebastián Mauro, que desde hace años viene investigando de manera sistemática la política de la ciudad, sostiene que estas tendencias “no sólo se verifican a la hora de constituir fuerzas políticas para las elecciones, sino que también modifican el funcionamiento de los partidos en los períodos no electorales, caracterizados por la fluidez de las alianzas en los órganos deliberativos (evidencia de ello es el constante proceso de desagregación y reagrupamiento de los bloques en la Legislatura porteña)”. En otras palabras, lo que hoy es una mayoría aparentemente firme puede dejar de serlo mañana.
Esta situación se agudiza si se considera el carácter volátil de la opinión pública porteña, que un año vota a Zamora y al otro a Macri y al otro a Pino. El PRO no escapa a esta lógica: dispositivo de ocasión, está formado a partir de una figura rodeada de una serie de aliados pegados con plasticola, procedentes por lo demás de orígenes muy distintos: restos del viejo PJ Capital, tecnócratas de derecha, dirigentes provenientes de las ONG, tradicionales líderes conservadores, pequeños partidos tipo PDP. En fin, monotributistas políticos que orbitan alrededor de Macri pero cuya permanencia no está garantizada.
Retomando entonces el inicio de esta nota, la personalidad política de Macri lo empujó a dar un golpe de efecto de alta visibilidad mediática. Pero no solo las características del líder, también la estructura –el sistema político– definirán el proceso. El éxito de la jugada, que implica una alta exposición durante meses, descansa en el apoyo de los legisladores del PRO, que a su vez depende de la popularidad del líder. Si ésta se apaga, aquéllos se van. Como están las cosas hoy, lo más posible es que el resultado sea positivo: Macri conserva una buena imagen y su coalición parece sólida. Pero nunca conviene confiarse. Lo sabe bien Aníbal Ibarra, abandonado por legisladores aliados cuando su imagen comenzó a trastabillar, que había apostado a una construcción política similar, quizá la única posible en la Ciudad de Buenos Aires, muy posmo, muy como Macri.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.