EL PAíS › REFLEXIONES SOBRE LA IDENTIDAD NACIONAL
Ciprés en el jardín
Por José Pablo Feinmann
Hay una pregunta. Anda por ahí. Algunos, con cierta frecuencia y buscando develar el eterno problema del “fracaso argentino” o la “decadencia argentina”, recurren a ella. “¿Por qué si en la Argentina hubiera treinta o cuarenta millones de japoneses en lugar de treinta o cuarenta millones de argentinos éste sería un gran país?” El supuesto de la pregunta es que Japón es un gran país y que hay algo en los japoneses (que no hay en los argentinos) que hizo esa grandeza posible. Toda grandeza expresa el éxito de un proyecto. Japón, así, sería un país exitoso. La Argentina, un país fracasado. Lo que mide el éxito es el desarrollo económico. La incorporación inapelable, poderosa de la técnica, de la ciencia y de la voluntad capitalista de dominar, someter la naturaleza en beneficio del incesante crecimiento de la rentabilidad de ese sistema. No hay duda: si el éxito es eso, Japón lo ha hecho. Vayamos al centro de la cuestión: Tokio. Es el espacio del vértigo alucinatorio de la mercancía. El LSD del capitalismo terciario. Nueva York con mescalina. La existencia en el modo de la sobredosis. Aquí, más que a la película de Sofia Coppola conviene referirse a la de la alemana Doris Dörrie. Dos alemanes se pierden en Tokio y no consiguen tomar contacto con nada que recuerde a un ser humano. Es una ciudad monstruo. Con hombres objeto. Mujeres objeto. Objetos objeto. Luces que iluminan los objetos para vender objetos. No ha quedado, en todo ese inmenso espacio, nada que refiera a la naturaleza. Esto es, para muchos, el éxito de Japón. Acaso lo sea. Dentro de la modalidad tecnocapitalista de rapidez, inmediatismo, vértigo de la mercancía, remisión de todos los valores de la existencia a un único valor: el dinero, eliminación del tiempo, consagración de la fulminante hipervelocidad, salto incesante de una cosa a la otra, desarraigo absoluto, incomunicación, cosificación de la relaciones humanas y control técnico-informático sobre los destinos de todos los sujetos-objeto que se descontrolan en el, sin embargo, implacable control de la ciudad-sistema, Tokio es la bandera del éxito, la avanzada de la civilización occidental. Ha llegado más lejos que Nueva York en la occidentoxicación de la vida.
Pero Japón ya no es Japón. Los japoneses para triunfar tuvieron que dejar de serlo. ¿Quiénes triunfaron entonces? Si los triunfadores de hoy ya no son japoneses, ¿quiénes son? No sabemos quiénes son y difícilmente lo sepan ellos. Lo que sabemos es que, cierta vez, alguien preguntó al monje budista zen Chao-Chou cuál era la verdad budista y el monje respondió: “Ciprés en el jardín”. Algo cambió desmedidamente en ese país para que se haya transitado ese camino. Japón pasó del “estar en la naturaleza” a la “voluntad de dominio”. Del zen a la instrumentalidad capitalista. Del “estar” al no estar en ninguna parte: como el dinero, lo virtual, lo desterritorializado. Ese cambio civilizatorio posibilitó su triunfo. Ahora, ¿un país triunfa cuando ya no es lo que fue? Porque, si del fracaso argentino se trata, al cabo lo que fracasó sigue siendo la Argentina. Pero en Japón, lo que triunfó ya no es Japón.
Cuando el maestro (¿zen?) Martin Heidegger cumplió ochenta años fue a visitarlo un filósofo japonés; fue, digamos, a sumarse a la celebración. El hombre se llama Koichi Tsujimura. Confiesa que ya no queda mucho en Japón de “filosofía japonesa”. Acaso por eso haya ido a verlo a Heidegger a su refugio de la Selva Negra, ahí, en su “estar”, en su “arraigo”. Sospecha que la filosofía zen, ausente en Japón, palpita todavía en los bosques del patriarca. Voy a citar a este zen entristecido y nostálgico con la extensión que merecen sus palabras reveladoras: “Nosotros los japoneses, desde la antigüedad, somos, en cierto sentido, hombres naturales. Es decir, en modo alguno queremos dominar la naturaleza, mientras que, en cambio, querríamos vivir y morir, en la medida de lo posible, en una manera conforme a la naturaleza. Un hombre japonés corriente dijo en su lecho de muerte: ‘Estoy a punto de morir. Tal como las hojas caen en otoño’. Y un maestro zen, el progenitor, por decir así, de mi práctica zen personal, hallándose próximo a la muerte rechazó una inyección y dijo: ‘¿Para qué prolongar la vida de forma tan forzada?’ En vez de tomar el fármaco bebió un sorbo de su sake preferido y serenamente murió”. Con una certeza no, precisamente, ardua de obtener, Tsujimura concluye: “Bien mirado, aquí se advierte un llamativo contraste entre la antigua tradición espiritual japonesa y una vida determinada por la tradición espiritual europea. En suma, vivir y morir según la naturaleza: esto era, por decirlo de alguna manera, un ideal para la sabiduría japonesa antigua”. Todo ha cambiado. Hoy, en alguna superhiperposmoderna clínica de Tokio, si el maestro zen pide sake, le dan quince inyecciones y le calcinan con láser el recóndito lugar de su cuerpo donde el mal pueda latir. Y hasta quizá lo salven y el maestro zen, entonces sí, volverá a su sake.
Tsujimura dice que no es que los japoneses no tengan voluntad sino que en el fondo de la voluntad reina la naturaleza. “Por eso ‘naturaleza’ en japonés era sinónimo de ‘verdad’.” Todo cambió. “A partir de la europeización del Japón, iniciada hace aproximadamente unos cien años. hemos introducido con todas nuestras fuerzas la cultura y la civilización europeas en casi todas las esferas de nuestra vida. La europeización ha sido para nosotros una necesidad histórica a fin de conservar nuestra independencia en el mundo actual determinado por la voluntad. Pero, al mismo tiempo en ello estriba el peligro de perder nuestra esencia peculiar. La europeización del Japón ha tenido lugar sin una conexión intrínseca con nuestra tradición espiritual. Desde entonces hemos tenido que sufrir en lo más profundo de nuestro ser una grave divergencia entre nuestro modo de ser y de pensar conforme a la naturaleza y la manera occidental de vivir y de pensar determinada por la voluntad, que nos hemos visto obligados a aceptar.” (Es necesario remarcar este giro: “nos hemos visto obligados”. ¿Por quién? ¿Quién obligó a Japón a no ser ya Japón?) “Nosotros (confiesa dramáticamente Tsujimura) ‘japoneses europeizados’ debemos conducir más o menos una doble vida.” Algo muy occidental, que un judío de Viena, el muy occidental Freud, llamó esquizofrenia.
Estamos tratando el tema de la identidad nacional. En el mundo globalizado y occidentoxicado de hoy es prioritario. Los planteos de Tsujimura (hechos, además, ante Heidegger, que pasa por ser el último filósofo universal, según Badiou y muchos más) son trágicos y transparentes. Luego, para satisfacción del Maestro, el pensador zen arremete contra Descartes, quien, según dice toda la academia occidental, arrojó a este mundo a los terrenos del dominio de la razón, de su instrumentalidad y de su voluntad de dominio. Si interpretamos al sujeto de Descartes como el surgimiento del sujeto capitalista, ¿cómo no estar de acuerdo? El Ego cartesiano unido a la voluntad de poder nietzscheana da “Irak”. Da Imperio Global estadounidense. Da devastación de la naturaleza. Da desdén por el Protocolo de Kioto. Da armamentismo y “devastación de la Tierra”. ¿Qué se le opone a esto? Tsujimura dice: “Aquí tenemos que limitarnos a mencionar sólo un aspecto de la notable relación entre el pensamiento de Heidegger y nuestro budismo zen”. La relación (“notable”) se da en torno de la temática del “árbol en flor”. Sigue Tsujimura: “Allí está el árbol en flor. Así habla Heidegger de algo tan simple como esto: ‘Estamos ante unárbol en flor y el árbol está delante de nosotros’”. ¿Qué haría el homo tecnocapitalista de la voluntad?: talaría el árbol y construiría palos de “abollar ideologías” para las laboriosas luchas represivas de los cuerpos policiales. En suma, armas para el Leviatán. ¿Qué haría el hombre de la naturaleza? Dice el maestro zen: “Frente a la simple cosa de que el árbol está en flor” nosotros (dice) tenemos que estar presentes ante él, ahí, donde está el árbol (lejos del campo de la ciencia y de la técnica), en el “suelo donde vivimos y morimos”. Sigue Tsujimura, y Heidegger, sin duda cuasi extasiado, escucha: “El budismo zen caracteriza esta situación de la siguiente forma: ‘El asno mira en el pozo y el pozo en el asno. El pájaro mira la flor y la flor mira el pájaro’”. Y ahora vuelve a Heidegger, al Maestro de Friburgo y su meditación sobre el árbol en flor: “Al final del ejemplo del árbol en flor, Heidegger amonesta y reclama: ‘Finalmente se trata, antes que nada, de no dejar caer el árbol en flor, sino de dejarlo donde está’”. Difícil que esta frase frene a la colosal industria de la madera. Todo es muy complejo. Heidegger no siempre tuvo tal exquisita sensibilidad por los árboles en flor. De hecho, en 1933 (y por mucho más tiempo aún) consideraba que el Führer encarnaría la función planetaria, auténtica, de la técnica. Jamás abandonó esta creencia. Pero quien pierde un Führer bien puede abrir sus oídos a un humilde maestro zen que traduce sus meditaciones del crepúsculo. Y, por fin, Tsujimura, retomando la amonestación de Heidegger (“no dejar caer el árbol en flor sino dejarlo donde está”), concluye: “En otro contexto, pero en el fondo en el mismo sentido, también en el zen somos amonestados por la verdad del ciprés en el jardín: ‘No taléis, no quebréis aquel árbol exuberante; a su sombra fresca descansan los hombres’” (Imago Agenda, Nº 83: “El pensamiento de Martin Heidegger y la filosofía japonesa”).
Tal vez haya algo de “poesía” en todo esto. Tal vez alguien añore estos paraísos perdidos. De todos modos, el país del cálido zen Tsujimura arrasó y arrasará con todos los árboles en flor o con todo lo que un árbol en flor pueda metaforizar. Abrazar la concepción técnica, la cientificidad y la voluntad de poderío del capitalismo occidental le ha entregado un éxito que preocupa al mismísimo Occidente. También el país de Buda está trocando a Buda por Friedman, Hayek, Popper y quien quiera sumarse al capitalismo amarillo. Oriente hace lo que Occidente hace pero lo hace todavía mejor. El costo es mínimo: sólo se trata de dejar de ser lo que ha sido y ser despiadados taladores de árboles en flor. En suma, occidentales.
Volvamos al comienzo. A esa pregunta: por qué, si aquí hubiera japoneses y no argentinos, todo sería mejor. Algo sugiere, al cabo, hagamos la prueba. Cambiemos. Seamos japoneses. ¿Por qué no darle a Kir-
chner un consejo japonés? No le deben llegar muchos. Sería así: no bien arribe la próxima delegación del Fondo Monetario, Kirchner se sienta (hasta podría, si es necesario, colocar sus piernas en la posición del loto) y escucha, escucha larga y silenciosamente. Los del Fondo dicen lo de siempre: paguen, paguen, paguen, miserables argentinos. K., entonces, con serenidad, con la paz infinita de las viejas tradiciones orientales, dice: “Ciprés en el jardín”.