EL PAíS › OPINION

Las preguntas de López

 Por Eduardo Aliverti

No llama la atención, porque así funciona el mundo, que nombres que dicen muy poco, casi nada o nada directamente, como elementos novedosos, sean considerados sustanciales en el andar de las noticias. Y que otros, que dicen entre mucho y demasiado, queden atrapados entre el olvido y la ignorancia. O en la indiferencia, que es peor aún. El tema es no acostumbrarse a ese funcionamiento. Es rebelarse contra eso.

Un nombre como el de Eduardo Duhalde, ya registrado en la memoria colectiva como sello de transa, conspiración, clientelismo, represión y cuanto término denostador quiera agregarse, volvió a los alrededores del centro de la escena desmintiendo su promesa de abandonar la política. Y de la misma manera en que ayer nadie le creyó y en que hoy aparece el papelón como lo único que podría esperarle, no es del todo antojadiza su vuelta al primer plano en rol de, por ejemplo, articulador de los pedazos sueltos y patéticos del viejo y no tan viejo partido peronista. ¿O acaso él, Duhalde, no ejerció la primera magistratura en el papel de bombero del incendio que contribuyó a generar desde un lugar protagónico? ¿Es tan loco imaginar que, fracasados en octubre próximo los militantes del Museo de Cera, reaparezca Duhalde juntando cadáveres para transformar al cementerio en jardín de paz? Pero entonces: ¿eso querría decir que su nombre sí dice mucho? No: significaría que el vacío político de la Argentina es tan grande como para permitir la reintroducción de cualquier pelafustán. No hay novedad.

Los nombres que se terminaron de decorar en el cierre de las listas electorales tampoco revelan nada que no sea la permanencia de una suerte de oligarquía tribal, manejada y negociada por las lapiceras de turno. El punterismo, la farandulización, las esposas de, los cambios de distrito como si tal cosa, los adversarios irreconciliables de toda la vida compartiendo boletas, las negociaciones hasta el último minuto como en un mercado de pases donde da exactamente igual jugar para cualquier equipo. Duele horrores decir esto porque contribuye a la construcción de la berretísima perorata “antipolítica”, conocida últimamente como “discurso taxi”, pero tampoco se trata de ceder a la extorsión de quienes piden silencio ante sus trastadas, a cambio de no alimentar un clima favorecedor del “qué más da”. Son ellos los grandes nutrientes de que la población se desentienda de responsabilidad por las cosas públicas. Macri con aliados que al mismo tiempo son rivales, el kirchnerismo cerrando trato con los aparatos mafiosos del conurbano bonaerense, Carrió dispuesta a correrse a un discurso menemista con tal de quitarle votos al oficialismo. ¿Dicen algo novedoso esos nombres y esas actitudes? ¿Y dicen algo novedoso los choques entre Moyano y Barrionuevo? ¿O los técnicos que siguen desplazando del Indek a favor de que los precios sólo sean los de la casa del Gran Hermano K? ¿O quienes nominan tasas de interés que ya se acercan a altura crucero? ¿O los responsables directos de las recurrentes patoteadas en Santa Cruz, ahora con ataques de Gendarmería que sólo se distancian de Sobisch y Fuentealba por la sutil diferencia entre heridos y muerto?

No hay nada de novedoso en todo eso. Ni siquiera –al contrario– por el hecho de que todo eso se da en el clima de conformismo, pasividad o resignación con que el grueso de la sociedad atiende la marcha del país. De no ser así, no estaría hablándose de la ventaja al parecer indescontable que la candidata oficial lleva sobre sus contendores. Lo admite la propia oposición. Algo similar ocurrió durante el primer mandato ratuno, sin que signifique comparar a los unos y los otros. La aceptación social generalizada, entonces y ahora, llevó a tomar los problemas más graves, o más dramáticos, o más evidentes (la corrupción generalizada) como secundarios.

Hay un nombre, en cambio, que sí dice mucho; y que podría decir más todavía si llegaran a desbandarse singularmente todos o algunos de los números de la economía, para aprovechamiento de la más peligrosa de las derechas. Jorge López es el nombre, a un año de su desaparición. El primer y único desaparecido político de la democracia.

Bandas orgánicas o inorgánicas de Policía Bonaerense y milicos retirados secuestraron a López, testigo clave, con una impunidad y logística impecables. El Estado no hizo más que mostrarse impotente para descubrir a sus captores. Su aparato de inteligencia es simplemente un desastre, a menos que quiera caerse en la teoría conspirativa u ortodoxia ideológica de que por un lado va el discurso progre y que, por otro, no le viene mal dejar correr algún grado de temor social. En ese caso no podría hablarse de ingenuidad o impotencia, sino de complicidad. El periodista todavía abona lo primero, o quiere creerlo, sin que eso implique mayor tranquilidad. Al revés, en buena medida: si pudieron chuparse a López y el control del Estado sobre las herencias operativas de la dictadura es asimilable al de un perfecto idiota, se está en situación potencialmente más grave, porque uno con el enemigo sabe de qué y por dónde vienen las cosas. Pero con los idiotas todo se complica, porque inclusive llegan a ser objetivamente más peligrosos que el enemigo mismo.

La hipótesis es que lo bueno que este gobierno pueda haber operado en lo que llamaríamos la “institucionalidad” de los derechos humanos (ya es un recitado: cambios en la Corte Suprema, anulación de las leyes de impunidad, modesto impulso a la reanudación de los juicios, desalojo de la ESMA) no fue ni es acompañado por un trabajo eficiente de auténtico desmantelamiento del aparato represivo. Hay gestos de vidriera, pero no se ven resultados de labor en las cloacas. Y esa carencia no sólo se comprueba en aspectos vinculados ostensiblemente con la revisión y sanción del genocidio, con episodios extremos como la desprotección y desaparición de un testigo: ahí están el gatillo fácil, las golpizas y los abusos sexuales en las comisarías, las estructuras judiciales intocadas, la ley “antiterrorista”, las bandas de las agencias de “seguridad”, los entramados con el manejo de la droga.

A un año de su desaparición, las preguntas sobresalientes son dos. ¿López como aviso aislado de lo que no podrán desarrollar porque se operará a hueso sobre el andamiaje de represión? ¿O López como advertencia de lo que llegado el momento se mostrará como un monstruo más grande, que no se quiso desactivar?

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