Domingo, 13 de enero de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Los debates sobre el rescate de las rehenes colombianas y la intervención de la obra social municipal. Los dos estilos de la oposición que se perfilaron en este primer mes de gobierno.
Por Edgardo Mocca
El país político de estos días veraniegos de 2008 se parece poco a la descripción que suele hacerse en términos de “hegemonismo” y “partido único”; no estamos en una era de “pensamiento único”. Acaso sea eso lo más rescatable de la manera en que salimos de la crisis de hace seis años: lo que antes eran consensos de época, que funcionaban como verdades reveladas, no sujetas a la discusión, hoy son materia de debate político. Claro que es un debate político muy particular, que tiene poco de la ortodoxia deliberativa que muchos pregonan, sin precisar en qué capítulo de nuestra ajetreada historia funcionó en el país.
Es un debate cuyos hilos argumentales deben ser rescatados en medio de la espectacularidad, los calificativos sonoros y las descalificaciones que circulan en todas las direcciones. Es un debate que se constituye a través de escenas fragmentadas, recortadas del conjunto; escenas que muchas veces permanecen abiertas o latentes y reaparecen cambiando su propio sentido. Así, por ejemplo, el “papelón” de la participación argentina en el operativo de rescate de prisioneros de la FARC se convirtió en un éxito reconocido por el propio gobierno colombiano.
¿Qué discusión política podría construirse con los retazos de tanta pirotecnia mediática como se ha utilizado alrededor del escándalo de la valija con 800.000 dólares o del “Operativo Emmanuel”? Si se barre cuidadosamente la hojarasca sobre estilos políticos y sobre los hechos de corrupción, en los que es de esperar que la Justicia argentina diga la última palabra, queda claro que lo que se discute es la política exterior del Gobierno. Por los caminos oblicuos de la denuncia penal, el juicio ético y la crítica estilística a cierta espectacularidad exagerada de la escena de la selva colombiana, se cuestiona un rumbo de la política exterior del Gobierno.
De modo bastante generalizado, los comentarios mediático-políticos (ciertos analistas políticos y ciertos políticos de la oposición conforman un bloque compacto en materia interpretativa) han girado en torno de la supuesta dependencia de nuestra política exterior respecto del gobierno venezolano. El juicio predominante es que la Presidenta, a partir de la denuncia judicial de Estados Unidos por el caso Antonini, se abstuvo de poner en marcha un “giro” pragmático de su política exterior en dirección a un mayor vínculo con Brasil y a un paulatino alejamiento de Hugo Chávez. Nadie se ocupa de analizar ese supuesto viraje; eso obligaría a estudiar seriamente la política exterior –y particularmente la regional– del país en estos cuatro últimos años. Existen pocos períodos de la historia en los que se haya verificado un acercamiento tan estrecho entre Brasil y Argentina; esa alianza abarcó una vasta temática, desde la solución de controversias comerciales e industriales, particularmente automotriz, hasta acuerdos en el Mercosur y desde allí a foros internacionales como la Ronda Doha de la OMC, las tratativas del ALCA o las negociaciones con la Unión Europea. La propia incorporación al Mercosur iniciada por Venezuela debe mucho a la iniciativa de los presidentes de ambos países. La tergiversación tiene un sentido: el de alimentar el gastado estereotipo que describe una región dividida entre países “serios” y procesos “populistas” a los cuales estaría peligrosamente asociado nuestro país.
Aun si la investigación del escándalo de Antonini y compañía revelara hechos de corrupción en el gobierno argentino (se puede dar por descontado la existencia de irregularidades), esa revelación no indicaría nada respecto de la política regional. Salvo en las fantasías moralistas de cualquier signo, la corrupción tiene una poderosa autonomía respecto de las orientaciones políticas de los gobiernos. Hubo corrupción en el contexto de las “relaciones carnales” y puede haberla en el de una política exterior orientada a la integración regional y la independencia política; de lo que se trata es de debatir política y no de contar e interpretar relatos policiales.
El operativo de rescate en Colombia terminó finalmente bien. Eso no demuestra su acierto estratégico, así como la frustración previa no demostraba su error. En los últimos días del año, el debate se centró en la excesiva puesta en escena del trabajo de la comisión mediadora. Parece, sin embargo, que eso no constituyó un obstáculo insalvable para su éxito final; un éxito, dicho sea de paso, que entraña un enorme paso adelante en la política regional. Un paso hacia la pacificación y la desmilitarización de la política colombiana y un paso hacia el reforzamiento del papel de los países de la región en la solución de problemas comunes. La retórica del supuesto aislamiento del país no condice con los hechos: fue el presidente francés Sarkozy quien medió personalmente para lograr la participación de Néstor Kirchner en la negociación y el operativo tuvo una enorme representatividad de la política regional de estos días. Claro que el futuro de esta estrategia no será sencillo. El gobierno colombiano ha adoptado como propias las orientaciones de EE.UU. en materia de lucha “antiterrorista” y de combate al narcotráfico. Ha asimilado a una de las fuerzas guerrilleras más añejas de la región a la categoría de terroristas, denominación que, según ya se sabe, no describe un tipo de prácticas, sino la peligrosidad que a esas prácticas le atribuye el Departamento de Estado de los Estados Unidos, después de los bárbaros atentados de septiembre de 2001. El combate contra el narcotráfico se hace también desde la perspectiva norteamericana, que consiste en que el costo de esa lucha lo paguen los países productores y de tráfico y no el país –los propios Estados Unidos– de destino final de una parte enorme de las drogas prohibidas. Este enfoque tiene importancia mucho más allá de las fronteras de Colombia; su rechazo por Bolivia y Ecuador es una fuente de conflicto entre esos países y Washington.
Macri, el sindicalismo y las
dos lógicas en la oposición
También entró en el debate la cuestión del sindicalismo. Lo hizo de la mano de una serie de drásticas medidas dispuestas por el jefe de Gobierno porteño, entre las cuales están el despido de 2300 contratados y la intervención de la obra social de los empleados del gobierno de la ciudad. La discusión sobre el sindicalismo está también cargada de ambigüedades y confusiones. Nadie puede negar seriamente que el estado de cosas en el movimiento sindical argentino presenta un déficit importante en materia de democracia interna y transparencia en su funcionamiento. A tal punto que una parte influyente del propio sindicalismo incluye la demanda de la democratización como una de sus principales banderas. Sin embargo, no es ése el único ni el principal dictamen crítico contra los sindicatos; el discurso neoliberal, aquí y en todas partes, identifica al movimiento obrero organizado como uno de los obstáculos para la libertad económica y, por ende, para el progreso. Las corporaciones, dicen, son parásitos que se alimentan de la riqueza que produce la sociedad; las reglamentaciones laborales que promueven frenan la economía, desalientan la inversión y perjudican así a los propios trabajadores. Ese relato antisindical tuvo su clímax cuando se fundamentaba la tristemente célebre ley de “flexibilización laboral”, finalmente aprobada en el año 2000, en el escandaloso episodio de los sobornos en el Senado de la Nación. Se decía que era necesario el abandono de normas protectoras de la dignidad del trabajador, para avanzar en la lucha contra el desempleo. No hace falta recordar cómo terminó esa historia...
Macri sabe que ese aspecto del discurso noventista tiene todavía una importante audiencia en la clase media porteña; tiene la rara virtud de conjugar una demanda democrática con las conveniencias económicas de muchos empresarios. Por otro lado, el Sutecba, el principal de los sindicatos afectados, es un exponente fiel de la falta de renovación democrática de los sindicatos. Lo dirige la misma gente que lo dirigía hace 25 años, y es muy proverbial su poderosa y frecuentemente perniciosa influencia en el funcionamiento del Estado porteño, que no fue cercenada por los gobiernos anteriores de la ciudad. El político empresario ganó la elección de la ciudad prometiendo privilegiar los intereses de “la gente” por sobre el de piqueteros y sindicatos. Eligió un blanco muy rentable para la escenificación de la ofensiva: le marca la cancha a los sindicatos, toma la bandera de la transparencia y la democracia sindical y le agrega un ataque –un poco lateral, pero ataque al fin– al vilipendiado “gasto político”. Un negocio redondo. Hay quien dice que detrás de esto se esconde otro “negocio”, en términos un poco más literales, con empresas privadas de la salud. Es una historia que continuará...
Pero además Macri produjo un hecho de gran valor simbólico. Negoció con el Sutecba. Ciertamente el acuerdo alcanzado es confuso y, con seguridad, poco operativo. Pero expresa la señal de que Macri no solamente declama contra los problemas, sino que también actúa efectivamente para su solución. No es un retórico de la oposición, es un hombre de Estado que construye un modelo de gestión.
Está más claro que nunca que el jefe de Gobierno porteño trabaja para quedarse con el liderazgo de la oposición. En octubre pasado, la cercanía temporal de su triunfo en la ciudad complicó su juego; terminó en una desdibujada combinación de apoyos tibios y abstención virtual. Ahora busca recuperar terreno. Al fin y al cabo, ¿es más lógico que el líder de la oposición sea la candidata que ocupó un lejano segundo puesto o quien gobierna uno de los principales distritos del país?
Lo interesante es que quedan dibujados los contornos de dos lógicas diferentes en la oposición. Una es la de Elisa Carrió, retórica, altisonante y, en última instancia, puramente expresiva. La otra, la de Macri, más discreta y medida en las palabras, más afirmada en la potencia simbólica de los actos de gobierno. Carrió va a convertir cada dificultad y cada contradicción del Gobierno (lo hizo en los hechos internacionales, de los que hablamos al comienzo) en una acusación definitiva contra el “régimen”, cuyo ocaso definitivo no dejará de profetizar a cada paso. Macri criticará y se diferenciará, pero desde una posición discursiva diferente, desde las necesidades de su gobierno y las preocupaciones de “los porteños”. Lo suyo será el intento de alcanzar logros comunales y el tejido de alianzas a escala nacional.
Esas diferencias de lógica entre ambos aspirantes a la centralidad opositora tienen importancia para el juego político democrático. A Macri le conviene un gobierno con problemas, pero no en crisis, ni sometido a escenas de desestabilización; los malos vientos amenazarían inevitablemente su propio desempeño al frente de la ciudad. Por temperamento, pero también por razones posicionales, a Carrió le resultarán más funcionales los temporales políticos, a los que suelen estar asociadas demandas maximalistas. Queda por completar el tablero de la oposición con la marcha del gobierno de Binner y de Scioli. El gobernador santafesino luce sobrio y previsible; apuesta a una sólida relación institucional con el gobierno central que le facilite una buena gestión provincial. Scioli accede como fuerza propia del kirchnerismo en el principal distrito del país; sin embargo, algunos de sus gestos iniciales, particularmente el pronunciado giro en materia de política policial y de seguridad, parecen insinuar un lento y paulatino proceso de construcción de una imagen políticamente diferenciada, más afín con las tradiciones del justicialismo en la provincia.
En el breve lapso de un mes, la política argentina da fuertes señales en la dirección de nuevos reagrupamientos y diferencias.
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