Domingo, 4 de mayo de 2008 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Pueden ponerse en cuestión los móviles que indujeron al gobierno a reavivar los proyectos sobre reforma de la Ley de Radiodifusión, es más arduo negar la necesidad de un cambio. Casi nadie lo hace, cuanto menos en voz alta. Con un texto original parido en la dictadura y zurcido con varios parches ulteriores, la norma actual es, amén de mal nacida, anacrónica e impropia. Por añadidura, como señala Damián Loreti (vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA), los agregados de la etapa democrática desmejoraron el original, en lo que hace a la concentración de la propiedad de los medios.
La Argentina no es un caso exclusivo de concentración de medios (desde tiempos del menemismo se permite aglutinar radios, tevé de aire, cable y diarios), pero integra el pelotón de punta. Para agravar el problema se permite regentear multimedios a empresas interesadas en otras actividades. “El mundo” no comparte, por lo general, ese sesgo autóctono. Las regulaciones y las intervenciones judiciales o de organismos de defensa de la competencia son moneda corriente en casi todas las democracias. Homologar la “libertad de prensa” con las prerrogativas de un conjunto exiguo de emisores dotados de gran poder económico y empresario es, aunque se proclame en contrario, ponerse en los márgenes de la aldea global.
Un debate de esta dimensión pondrá en varios bretes al Gobierno, que no las tiene todas consigo. Deberá hacerse cargo de ese justo precio, si desea mejorar su respectiva reputación. La reforma tiene desde hace añares sobrados paladines en medios académicos, en organizaciones sociales y sindicatos. También muchos legisladores afines al Gobierno u opositores que por mucho tiempo araron en el mar. Si estos sectores con mejores pergaminos que el Gobierno toman la palabra, le enrostrarán (sin agotar la nómina) la inconsecuencia de la política oficial, la concesiva gestión de Julio Bárbaro en el Indec, la prórroga (por plazos vaticanos) casi clandestina de las licencias de canales de tevé y emisoras de radio.
De cualquier modo, poner al aire el tema será saludable para el sistema político. La sonada calidad institucional mejora con la exposición pública de las posturas y el cruce de argumentaciones.
De la polémica no podrá salir una síntesis que satisfaga a todos, hay intereses duros en juego y será bueno que se sinceren. También hay una trama de derechos adquiridos que un sistema democrático no puede desbaratar por encanto ni con carácter retroactivo. Los cambios serán, en el mejor de los casos, progresivos en la doble acepción del término. Claro que, como también señala Loreti, la regulación de la actividad no sólo es mala: además está mal aplicada. Las leyes vigentes, de por sí laxas, no se cumplen del todo, por caso en lo que hace a transparentar cuáles son los propietarios de los medios de difusión.
Mientras despunta el debate, llama la atención la parquedad de los grandes interesados. Los intereses duros, a menudo, no encuentran muchas razones atendibles para las mayorías. Un editorial de La Nación de ayer es un buen botón de muestra. Brega porque no se vuelva “a la prohibición a los medios de prensa gráfica de tener canales de televisión abierta” sin fundamentarlo en una buena razón o tan siquiera a bosquejar una mala. Se basta con el argumento ex cátedra. E incurre en generalidades imprecisas cuando dice “la mejor ley de prensa es la que no existe”, enmarañando los conceptos precisos en danza: libertad de expresión, libertad de empresa, derecho a la información. La libertad de expresión, garantizada por la Constitución nacional, debe tener las mayores protecciones. Pero el manejo del aire, las concesiones de las emisoras, las intervenciones para evitar los monopolios son una necesidad para preservar el derecho a la información, que es una responsabilidad pública. Los bienes públicos, en sociedades desiguales, se defienden con activa presencia estatal. Homologar esa presencia tuitiva con la censura es retórica aviesa, curiosamente emanada de quienes convalidaron esas prácticas durante la dictadura.
En las sociedades de masas los medios producen casi toda la información que reciben los ciudadanos. También son la vía de una buena parte de su derecho a expresarse. Hay quienes difunden una mitología difícil de sostener racionalmente: nada mejor que pocos medios “independientes” para garantizar el pluralismo. Es un sofisma evidente, el pluralismo de los emisores es un requisito básico para apuntalar la diversidad y aun el derecho a informarse. La reducción del número de los comunicadores es, de pálpito, una limitación a la democracia. La hipótesis de la existencia de medios “independientes” (de sus ideas fuerza, de sus intereses empresarios, de los valores de su target) que garantizaría per se información creíble es, cuando menos, cándida. Mucho mejor prospecto es propiciar que los ciudadanos (principal sujeto del derecho a la información) puedan acceder a un abanico de voces para escoger entre ellas, elaborar su propio menú, discernir verdades parciales, espigar versiones de la realidad. Las organizaciones sociales, nervio del sistema, no pueden ser acalladas ni privadas de expresarse en pleno siglo XXI.
El necesario tecnicismo de las discusiones no debería oscurecer un par de referencias básicas: la igualdad y el pluralismo son componentes primarios de una ciudadanía plena. El pluralismo debe existir en los dos puntos de la comunicación, lo que emiten y los receptores. Puede haber quien razone diferente, tendrá que esforzarse para convencer de que sus razones exceden el escueto margen de sus propios intereses.
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