Domingo, 30 de noviembre de 2008 | Hoy
SOCIEDAD › LA VIDA DE TRES MIL FAMILIAS QUE ACABAN DE TOMAR UN PREDIO EN LOMAS DE ZAMORA
Es una de las mayores tomas de la historia del conurbano. Son diez mil personas que hace dos semanas ocuparon cien hectáreas vacías en Ingeniero Budge. Ya sufrieron un desalojo policial. Pero volvieron. Cómo se vive en un barrio que va naciendo.
Cavó los pozos solo, bajo el asesino rayo de sol de la primera tarde. Ahí, amurados, irán los cuatro pilares de lo que, no en mucho tiempo más, será su casa. Juan Carlos Ledesma está seguro de eso: “¿Por qué nos van a sacar de acá? Si esto no se usaba y nosotros vamos a pagarlo. Necesitamos un lugar para vivir que podamos hacerlo nuestro”. Habla convencido, mientras les da duro con el martillo a los clavos que unen la viga sostén de dos de los pilares. Son palos de madera vieja, que encontró en la calle, y que sus nuevos vecinos le están ayudando a encastrar para construir una estructura más firme que la que descansa a un costado, una choza de no más de un metro de altura, en la que sólo entra él, un poco enroscado. Por ahora, a 15 días de haber puesto los pies en un terreno vacío de Cuartel XI, así es la mayor parte de los miles de “futuros hogares” que la gente comenzó a emplazar y que da forma a lo que podría considerarse la toma más grande de la historia de Lomas de Zamora y tal vez del Gran Buenos Aires.
Para tener una idea de la inmensidad del incipiente barrio, bien podría servir la comparación con alguna de las pinturas con las que el artista plástico argentino Cándido López graficó la cotidianidad de la Guerra de la Triple Alianza, en la segunda mitad del siglo XIX. Una marea de carpas de colores regó, tan rápido como transcurre una madrugada, el extenso espacio verde ubicado entre los barrios de Ingeniero Budge e Itatí, a la vera del Camino Negro.
Las cifras siempre son útiles para la imaginación: cerca de tres mil son las familias que tomaron las tierras y que resistieron a un desalojo llevado a cabo hace una semana por la Policía Bonaerense y la Infantería. La cifra trepa a diez mil si lo que se cuentan son personas. Las tres mil familias lograron acomodarse en esa extensión de más de 100 hectáreas que aún pertenecen, al menos en los papeles, a una sola. Sin embargo, la mantuvieron vacía e improductiva desde hace, cuanto menos, medio siglo. Una sola persona estaba a cargo del cuidado de todo el predio. Aún vive en un galpón ubicado justo en la mitad.
Tras el desalojo y luego de las protestas, las autoridades provinciales y municipales acordaron permitir a la gente la permanencia en el terreno mientras ellas censaban a las familias para definir la cantidad de las más urgidas de vivienda y negociaban con los propietarios. “Dos chicas mandaron a censarnos. Imaginate que nunca podrían llegar a hacerlo ellas dos solas. No alcanzaron a anotar ni a la mitad”, añadió Liliana. Son los delegados de cada manzana –nucleados en una comisión general– los que están armando listas de las familias de cada cuadrilla.
A bordo de su bicicleta, Moreyra oficia de guía. Como la fachada del barrio que da al Camino Negro no son más que altos montículos de basura donde “podés encontrar desde muebles rotos hasta esqueletos de caballo”, propone ingresar por Canadá, la calle lateral que separa el predio de Budge propiamente dicho. Sin embargo, hay que sortear una frontera más antes de pisar suelo de 17 de Noviembre, como los vecinos bautizaron su barrio en referencia al día en que lo tomaron. Es que entre Canadá y el predio hay un curso de agua contaminada que los habitantes ya se encargaron de entubar en algunos puntos, a fuerza de caños que encontraron “por ahí” y pilas de cascotes acumulados.
Uno de esos “puentes” se ubica a 500 metros del Camino Negro. Cruzándolo se llega justo al espacio de Ledesma que, con la ayuda de sus nuevos vecinos, consigue armar el esqueleto de su hogar, al parecer, hasta ahora, de una sola habitación. El mote de “nuevos” se lo ganaron sólo por la novedad del espacio que comparten desde hace escasas dos semanas. Es que, en realidad, se conocen “desde siempre”, apunta Julio, tras secarse la transpiración de la frente. La mayoría de los que luchan por “una tierra propia” en la toma provienen del mismo “barrio viejo”, como llaman ahora a Budge o a Itatí, lugares que fueron su cuna y que los vieron crecer. Calles donde está la casa familiar que les dio cobijo hasta el desborde, o la pieza cuyo valor mensual sobrepasó todo cálculo posible.
El costo de alquiler de una pieza en Budge oscila entre los 600 y los 800 pesos por mes, mientras que quien quiera comprar una propiedad deberá contar con no menos de 28 mil pesos. “No hay forma de que el bolsillo aguante”, asegura Roberto Sosa, que se divide con su esposa el cuidado de su lote.
A su espacio se llega luego de atravesar la manzana de enfrente de la de Ledesma, en dirección al Arroyo del Rey. Por ahora sólo basta con saltar los límites hechos de palitos e hilo de algodón, tanza, alambre de púas o hasta incluso de bolsas de polietileno atadas. Las cuatro canchas de fútbol ubicadas detrás de unas inmensas montañas de tierra acumulada, a unas diez cuadras del Camino Negro, son el único sector que permanece libre de loteo. El resto, visto desde uno de los puentes de la autopista que nace desde Puente de la Noria, parece una cuadrícula gigante. La traza de cada terreno, de las manzanas y las calles, fue tarea de los mismos vecinos.
“La gente está muy esperanzada, y por eso trabaja duro en sus casitas. Es increíble cómo cambia todos los días el barrio”, relata Moreyra a lo largo del recorrido. La idea es que haya calles y manzanas, no pasillos. “Por eso hacemos el esfuerzo de dividir en partes iguales cada terreno, demarcar cada manzana y cuidar que nadie quiera instalarse en el medio de las calles”, explicó Armando Chávez. Aún no existe una rectitud perfecta en la ubicación de las carpas y cuanto más uno se interna en el barrio, más pierde el sentido de la orientación. “No parece ahora, pero esto va a quedar relindo”, susurra Mónica Her, al tiempo que echa un vistazo a su alrededor y sus labios se redondean formando una leve sonrisa. Cada lote tiene 8 metros y medio por 25.
“Es suficiente. No importa la cantidad sino que esté, que exista, que lo podamos pisar. Esto va a ser nuestro, es un sueño con el que muchos de nosotros nacimos prácticamente”, señala Rosa Cabrera, que comparte su lote con su hijo, su nuera y su nieto bebé. A pesar del calor, prendió carbón, y sobre una parrilla improvisada cocina las tortillas que amasó desde bien temprano en la tarde: “Las vendo acá adentro y con eso saco para comprar la cena y la leche para el nene. Mi hijo perdió el trabajo por cuidar este lote”, explicó.
A muchos les ocurrió lo mismo. Otros tantos pudieron sostenerlo. Por lo general, son los hombres quienes se quedan a cargo del cuidado durante la noche, un puesto que abandonan temprano cada mañana para ocupar otro, el que les da sostén económico a sus familias. En su lugar se quedan sus mujeres. La familia de Cristina es un ejemplo de esta mecánica. Junto a sus dos hijos pasan la noche en casa de sus padres, donde además van al baño y a cargar los botellones de agua para pasar el día en el refugio que con su esposo construyeron durante la madrugada del lunes. Las noches en el predio sin luz –aún no tienen tendido eléctrico– las pasa el hombre.
El éxodo matutino es el primer indicio diario de la vida que ya tiene el barrio. “Es increíble ver la enorme cantidad de gente que sale a sus trabajos. Te pone la piel de gallina”, opina Graciela. Luego, a medida que avanza el día y sube la temperatura, el 17 de Noviembre ingresa en una especie de letargo del que no despierta hasta pasadas las 18, aunque de tanto en tanto se descubren hombres fortaleciendo sus ranchos o mujeres yendo a buscar agua a las casas de familiares o amigos de los barrios aledaños.
Los que nunca paran son los chicos, que corren, van y vienen por el interminable espacio verde. Si hace mucho calor, se bañan en la laguna de agua estancada que sobrevive en el medio del predio, escondida entre matorrales. Es la única prueba que existe de otros tiempos, cuando todo el centro del terreno estaba sumido bajo el agua. La otra, los pastizales de casi dos metros de alto, fueron eliminados por los vecinos para armar sus carpas. Aun así, la zona sigue siendo inundable: “Estamos metidos en un pozo. Por eso, luego de la lluvia última muchas personas debieron irse por unos días por el barrial en el que quedaron rodeadas”, remarca Moreyra.
La vida del barrio vuelve pasadas las siete de la tarde, cuando el sol se empieza a cansar de quemar y los que trabajan afuera empiezan a regresar. Muchos aprovechan para seguir sumando elementos que fortalezcan la estructura de su futuro, como maderas, chapas o muebles. Se ayudan, se acompañan, se aprenden a reconocer y a respetar. “El sentimiento de pertenencia de la gente crece con las horas”, apunta Juan Carlos Cubilla. El es otro de los delegados al que todos cuando lo ven pasar consultan sobre novedades, al igual que a los demás.
–¿Y Cubi? ¿Hay alguna novedad? ¿Vamos a quedarnos?
–Ojalá que sí, Tucu.
–Sí, ojalá.
Informe: Ailín Bullentini.
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