Domingo, 14 de agosto de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › LOS COLECCIONISTAS DE AUTOS
Dicen que los autos tienen alma. Y los cuidan como hijos. Forman clubes, como los del Torino o los del primer peronismo. En Tecnópolis acaban de presentar “la cupé Justicialista”.
Por Soledad Vallejos
Si les dicen que mañana un milagro los releva de todas sus tareas cotidianas menos una, eligen dedicarse a sus autos. Son apasionados, restauradores, historiadores involuntarios de mundos que se escurrieron con la velocidad de los días a medida que el siglo XXI se acercaba con sus nuevas reglas. Pueden tener poco más de 20 años, estar llegando a los 80; ser ricos o de clase media trabajadora. Pueden viajar cientos de kilómetros y desvelarse por conseguir una pieza cuya existencia sólo conocen por dichos de algún testigo. Porque la curiosidad los cría y las ganas de compartir los amontonan, un buen día (y muy especialmente Internet mediante) salen en busca de pares; los encuentran; forman clubes. Se encuentran para compartir esos amores que, paseando en montón por la ciudad un día cualquiera, pueden sorprender a los profanos como un rincón del pasado emergiendo en plena calle.
Aman la belleza del objeto, el tiempo que pasó, las vidas de otras personas (tantos ilustres desconocidos): la historia que condensa ese punto del universo al que cuidaron, dieron nueva vida y muestran a los demás. Una vez, donde otros veían chatarra, ellos vieron la posibilidad de un rescate y le dedicaron mucho más que dinero. Son coleccionistas de autos clásicos.
El aire corre helado. Acaba de caer aguanieve en Buenos Aires, pero los maullidos de Coco, que busca un poco de atención, rondan la entrada del taller mecánico con vista a una plaza de Parque Patricios. En su determinación no lo amilana ni el rumor, cada vez más cercano, de un motor que suena a autódromo y que, en cuestión de segundos estaciona a menos de un metro. Del Torino plateado, cruzado por la bandera francesa moteada por un poco de polvillo, baja Maximiliano Pallochini, mecánico “de autos de calle y de clásicos”, coleccionista de Torino y actual presidente del Club Amigos del Torino (www.clubamigosdeltorino.com. ar). “Está impecable, pero mirá cómo lo dejó la ceniza del otro día”, rezonga, y avanza hacia el fondo, donde el pasillo desemboca en un galponazo con aires de quirófano. O de máquina del tiempo.
Hay un Torino a medio deshacer, o tal vez a medio hacer; hay un señor, empleado en el taller, que trabaja sobre un motor con concentración de relojero; hay techos altos, altísimos, que dejan a la última luz de la tarde bañar la casa provisoria de ocho, diez autos, al abrigo de lonas que los preservan del polvo. Los Torino, cree Pallochini, son “de los últimos clásicos” posibles en Argentina, casi el final de una especie que habla de momentos decisivos de la historia nacional. El auto es más que un auto: “es patrimonio histórico”, condensa “un instante histórico”, fundacional. Para coleccionar autos no alcanza con la pasión; es, más bien, amor aplicado y un poco obsesivo: hay que saber. “Hay gente que colecciona cuadros, gente que se apasiona por la arquitectura y los edificios, o que se dedica a buscar y saber todo sobre muebles diseñados por alguien de la Bauhaus en particular. Con los autos pasa igual.”
–¿Y cómo se aprende en el caso de los autos clásicos?
–Metiéndote. No hay otra. Tenés que meterte, te tiene que gustar, hay que investigar. Tenés que hablar con gente que fue testigo en ese momento, leer revistas de época, buscar libros si hay.
Hay que cambiar de década, de vida, de pasado. Se trata de entender una época, y los modos de pensar y hacer cosas que ya no se hacen. Meterse en este universo, para Pallochini, es descubrir que hubo una vez en la que la artesanía y la gran industria se necesitaban y eran capaces de producir magia. “Con los últimos autos que pasó eso fue con los producidos en los ’80. Después ya no, después cambió todo”, porque la fabricación automotriz se empecinó en sistematizar procesos. Donde había seres humanos “fabricando un tablero de madera”, ahora hay “una máquina que inyecta tableros” sin necesidad de detalles manuales. “No hay mano humana. No hay artesanía. Se despersonalizó la producción. Se perdió eso.”
En 30 años, la maña y la dedicación no alcanzarán para restaurar un auto fabricado a principios de los 2000. En cambio, hoy mismo, restaurar cualquiera de los autos que rodean a Pallochini en el taller pone en marcha un mecanismo casi infinito: “Las partes de madera las hace un luthier” que sólo había trabajado en violines hasta que los Torino lo demandaron; “un tornero reproduce piezas muy específicas”, y a veces no las conoce, así que “tiene que estudiar también él”. Eso, claro, cuando no es el mismo propietario del auto quien se ocupa de sus arreglos. En todo caso, la diferencia viene de la mano de alguien. Y tampoco sólo eso.
Los autos “valen por lo que les pasó. Valen por lo que fueron, no por lo que son ahora”, dirá en un ratito el coleccionista que llegó a despuntar el vicio en los ’90, a medida que fue encontrándole el gustito al Torino que había comprado su padre. “El tiempo estipulado para que sean clásicos es de 30 años, por lo menos, porque el valor del auto tiene que ver con la historia. Ahora, por ejemplo, se están revalorizando los autos de los ’80, son los nuevos clásicos. Hace unos cuantos años, los clásicos eran los de los años ’20”. Claro que no alcanza con las tres décadas. Clásico ciento por ciento es el auto que tiene “un interés especial”. “Tiene que haber sido referente en su segmento, haber tenido importancia deportiva, haber dejado alguna marca en el aspecto tecnológico. También puede diferenciarlo que haya sido de alguien importante.”
Hoy dejaron la ferretería familiar cerrada, pero con un cartel en la puerta: “Cerrado por fiesta”. “‘¿Cómo por fiesta?’, me dijo un vecino”, cuenta entre risas María Cristina, mientras su marido y su hijo responden preguntas a unos metros, en el pabellón de ladrillos colorados de Tecnópolis. “Y claro, le contesté, estamos mostrando la cupé, es una fiesta para nosotros. ¿No te parece?” Ahí, detrás del vidrio, ante los ojos asombradísimos de contingentes escolares y sus cámaras digitales, yace uno de los tesoros que su familia resucitó casi desde las cenizas: la cupé Justicialista Sport. Es una belleza de 1954 con curvas hasta en el vidrio, en tonos crema y verde sobre la que hace un rato algunos integrantes de Fuerza Bruta, colgados del aire, recordaban la Argentina de las heladeras Siam y los autos Siam Di Tella. “Es la pasión de todos nosotros. Se pinta, se buscan carburadores, piezas, se mantiene. Lo hacemos todos. Mi marido, yo. Mis dos hijos varones, mis nueras. Hasta mi consuegra colabora, pone un kiosquito y vende panchos cuando armamos una muestra en algún lado.”
Con esa familia empezó lo que con los años, se convirtió en el actual Club IAME (www.clubiame.com.ar), que desde 2004 busca reconstruir –no sólo materialmente– la historia de las Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado, cuna, entre otras piezas rescatadas, de esta coupé, el Rastrojero, el sedán Justicialista, las motos Pampa. Osvaldo, el marido de María Cristina, quiere agregar datos al relato de su esposa, pero también seguir escuchando las cosas que cuenta José, el señor altísimo de casi 80 años que por buen estudiante “fue becado por el general Perón, sabés”, se formó en producción industrial y trabajó en las IAME durante su esplendor. No deja a su interlocutor que con el Club IAME, dijo, “volvió a vivir”, pero encuentra el resquicio para acercarse y dar su definición. “Rescatamos la historia de la producción nacional, hay muchas personas que no saben que esto existió. Y está bien que se sepa.” Por eso, además de juntarse “para hablar de autos y pasarnos información”, dan charlas “en escuelas, en donde nos llamen, inclusive en Unidades Básicas”. (El 24 y el 25 de septiembre, por ejemplo, mostrarán algunos autos en la 4ª Exposición de Autos y Motos Argentinos, en el Museo Ferroviario Bonaerense, Av. Güemes 600, en Avellaneda.)
Hubo una vez en que esa coupé con aires de princesa vivió su propio ostracismo, en un galpón de las afueras de Rosario. Hasta allá, desde el sur de Buenos Aires, fue la familia Fermoselle. No tenían garantías de lo que podían encontrar, pero alguien les pasó un dato, un llamado telefónico acordó una cita y fueron. “Era un galpón donde almacenaban cereales, así que tenía así el piso de cereales, y mugre, y hasta un nido de ratas. Tenía toda pintura roja. Bah, no toda: lo que quedaba. Lo que la salvó de que la quemaran –porque muchos, después de que cayó Perón, las compraban para quemarlas–, fue estar escondida ahí. Y acá está”, dice María Cristina. Claro que entre Rosario y Tecnópolis mediaron un poco más de ocho años. Eso fue lo que demoró “la puesta en valor” del patito feo abandonado a su suerte y este cisne espléndido que, “así como lo ves, tiene toda la carrocería en fibra de vidrio, porque Argentina fue el segundo país, después de Estados Unidos, en usar fibra de vidrio para las carrocerías. El primero en el mundo fue el Corvette; el segundo, la coupé Justicialista”, aclara Gabriel Fermoselle, actual presidente del Club IAME. Sospecha que “un poco” el coleccionismo de autos viene en la sangre: “En realidad, empezamos cuando mi papá restauró un Ford A. Eso nos unió, digamos. Y le encontré el gustito. Mi hermano también”. El tiempo había pasado. Un día, su hermano dio con una rareza en un sitio especializado en venderlas a coleccionistas: una taza de una coupé Justicialista. “Y la compró. Y cuando la compró le dijo al vendedor, un poco en broma, ‘¿a ver cuándo me vendés el auto que va con la taza?’. Y el vendedor le dijo que creía que sabía quién tenía uno.” Y alcanzó con un par de llamados para que las ganas se convirtieran en peregrinaje a un galpón.
Desde entonces, la colección siguió creciendo.
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