Domingo, 19 de noviembre de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › EL ARGENTINO JUAN TORRES INVESTIGA EL SOSPECHOSO SUICIDIO DE SU HIJO EN AFGANISTAN
Juan Manuel Torres Jr. se enroló a los 17, sirvió en retaguardia y luego se recibió de contador. No había leído la letra chica del contrato: tras siete años de vida civil, fue convocado y destinado a Kabul. Apareció muerto de un tiro en una ducha: el ejército dice que fue suicidio, pero se perdieron las pruebas, hay contradicciones y el cuerpo mostraba señales de golpes. Su padre, el cordobés Juan Torres, busca justicia y sospecha del narcotráfico en las bases.
Por Susana Viau
Los hispanos son el 11 por ciento de la población de Estados Unidos. Sumados, negros y latinos representan el 21,5 por ciento, pero las proporciones se enloquecen a la hora de determinar cuál es la cuota que estas comunidades aportan a las aventuras norteamericanas en Irak y Afganistán: entre los que regresan en bolsas de plástico hay un 33 por ciento de hispanos y, junto a los negros, redondean el 68 por ciento de las bajas. El del hijo de Juan Torres, un ex inspector de la Municipalidad de Córdoba que en los ochenta emigró con la familia a Houston, Texas, es sólo uno de los cadáveres de esa estadística de la discriminación. Sin embargo, su caso tiene aristas singulares. Juan Manuel Torres (Jr.), o John Torres, como le gustaba que lo llamaran, no murió en operaciones sino en una de las duchas de la base aérea de Bagran, el más grande enclave norteamericano en el país de los talibanes. Su padre está convencido de que el Pentágono miente cuando afirma que John se suicidó. Hay demasiadas contradicciones en la versión oficial, una montaña de zonas oscuras, incluso las pruebas y los legajos han desaparecido. Ahora, con la ayuda de un cineasta que investigó los hechos y con la financiación de Sundance, Juan Torres, convertido en dirigente de la organización antibélica Gold Star Families For Peace, impulsa un documental que narra la historia de “John”.
Juan Torres recuerda la llamada entusiasta de “John” anunciándole: “Papi, me anoté en el ejército”. Cursaba el último año de secundaria y un reclutador le había ofrecido el oro y el moro. Firmó los formularios del USA Recruiting Battalion y al ejército no le importó que tuviera sólo 17 años. El incentivo para los chicos como él –sabe ahora el padre– suelen ser los 45 mil dólares que les ofrecen para poder pagarse la universidad. El costo de una carrera nunca baja de los cien mil y “siempre les explico a los chicos que el dinero que dan, esos 45 mil dólares, lo pueden ahorrar si trabajan dos años en una hamburguesería. Y no les cuesta la vida”. Hubo un argumento más para que John decidiera alistarse: no iría al frente porque un soldado de reserva está para emergencias civiles, catástrofes, en la retaguardia o en tareas de oficina. De todas formas, Juan Torres estaba inquieto. Pidió una entrevista y se reunió con dos oficiales en las oficinas que el Centro de Reclutamiento tenía en una galería comercial de Houston.
–Lo puede sacar –le advirtieron los militares–, pero su hijo firmó.
–Es menor y yo no lo autoricé –se defendió Torres.
–Es verdad. Sin embargo usted está en Estados Unidos, no en Argentina, y pudo haberlo evitado. No se haga problemas. Va a estar en la reserva. El nunca irá a la guerra.
John fue enviado a entrenarse a Fort Wood. Era 1995. Al poco tiempo lo trasladaban a Kosovo, donde estuvo once meses de marzo de 1997 a enero de 1998 en el 453 Cargo, una unidad de transporte. “En estas guerras es donde más mueren”, aclara Torres. John sobrevivió y regresó a casa. El tiempo pasó sin que volvieran a convocarlo. Aprovechó la licencia y se recibió de contador. A los cuatro años creyó que la experiencia militar había terminado, porque el contrato obliga a cuarenta y ocho meses de servicio. No obstante, se llevó un chasco: al séptimo año fue llamado nuevamente a filas. Ni John ni su padre habían leído la letra chica del convenio, la que establece que el lapso en el que permanecen en la órbita militar puede prolongarse hasta ocho años. Esta vez el destino asignado fue Afganistán.
John partió a Kabul en agosto de 2003. “Casi al terminar el año que obligatoriamente debía cumplir allí, empezó a mandarnos mails que nos inquietaron. ‘Tengo miedo. Hay muchos problemas acá. No me gusta lo que pasa. Hay mucha heroína’, nos dijo. Dos semanas después me escribió contando que todo parecía haberse tranquilizado, que ya no estaba tan asustado”, relata Torres. Padre e hijo tuvieron su última comunicación a las diez de la noche del domingo 11 de julio de 2004. John explicó que podía hacerlo porque sus superiores lo habían relevado de la tarea de ese día. Le ordenaron que se fuera a descansar y regresara el lunes muy temprano, por la mañana. En la madrugada del 12 de julio, el soldado John Torres, de 26 años, fue hallado muerto en las duchas con un tiro en la cabeza.
El resultado de la autopsia demoró 45 días. Las autoridades de la base de Bagran informaron que John había dejado una carta, aunque a su familia le entregaron sólo una copia. Después, adujeron que se habían equivocado, que la nota pertenecía a otro soldado, aunque jamás aclararon por qué el nombre que figuraba al pie era el de John Torres. La conclusión que el ejército hizo llegar a la familia fue que el muchacho se había volado los sesos con su fusil reglamentario, un dictamen que no tomó en cuenta que la bala encontrada en la cabeza de John correspondía a un calibre 9 milímetros Parabellum, habitual en las armas de puño cuyo uso está reservado en exclusividad a oficiales o a quienes estén al mando de la tropa. Tampoco repararon en el hecho de que estaba prohibido ingresar con armas a las duchas.
De acuerdo a la versión oficial, el cuerpo fue descubierto a las cuatro de la mañana y la muerte databa de las 2.30. Esos detalles quedaron desmentidos por el testimonio de un compañero de John, quien aseguró haberlo visto dirigirse a las duchas en pantalones cortos y con una toalla sobre el hombro a las cuatro de la mañana. Las incongruencias no terminaban allí: la laptop de John fue confiscada por sus superiores y, al devolverla, figuraba ingresado un programa de inteligencia militar, con la peculiaridad de que el programa había sido instalado dos meses después de la muerte del soldado.
Torres precisa que el cuerpo de John llegó a Texas una semana más tarde. El lunes lo velaron y el martes fue enterrado con honras militares, guardia de honor, salvas. A Torres le recomendaron que lo velaran a cajón cerrado porque el disparo le había destruido la cabeza. Torres desestimó la orden y abrió el féretro. La cabeza de John estaba en su sitio. Observaron contusiones y una sutura en la parte posterior. Torres cree haber detectado un orificio, como de bala, en la nuca. El cadáver fue revisado frente a una funcionaria del Funeral Home del gobierno de Texas, Karen Cortés. Cortés y Torres convinieron verse al día siguiente. Torres fue a buscarla pero no la halló. La habían trasladado.
Dónde mejor que en casa
Torres comenzó entonces una larga peregrinación en procura de justicia. En Washington, durante la campaña electoral de 2004, conoció a Cindy Sheehan. Ella no hacía sino llorar. Había perdido a su hijo dos meses antes. También estaba Fernando Suárez del Solar, mexicano. Su hijo había muerto en Irak, durante el tercer día de la invasión, al pisar una mina. Luego se reencontrarían en Dallas. Cindy Sheehan y Bill Mitchell habían puesto en marcha Gold Star Families For Peace, una asociación pacifista. Acamparon a lo largo de 30 días en las cercanías del rancho de George Bush. Al principio no pasaban de setecientos; al final, contabilizaban catorce mil. Las cadenas de supermercados registraron el fenómeno y les enviaron camiones con acoplado de agua mineral y latas de conservas. Lo mismo que ocurrió luego en Washington, en una marcha que congregó casi un millón de personas. El fin de la marcha coincidió con el huracán Katrina. Los organizadores resolvieron entonces que el agua y los víveres hacían más falta en Nueva Orleans. Su aporte “llegó antes que el del gobierno”, recuerda Torres con orgullo.
El presidente de los Estados Unidos jamás los recibió. “Nunca le interesó. Ahora, con la derrota, quizá sí. Pero esa gente no tiene corazón. Nosotros la tenemos a Nancy Pellosi. Siempre nos acompañó, la diferencia es que ahora tiene poder, ahora es importante” (la diputada demócrata será presidente de la Cámara baja del Congreso). A Torres, el empleado municipal que emigró en pos del bienestar, la muerte de su hijo mayor le descubrió una nueva vida. Trabaja lo necesario, se mudó a Chicago, “la ciudad más militarizada. Tiene 5 academias militares. En los primeros pisos funcionan como escuelas comunes, en el último está la academia militar. El alcalde Richard Daley, supuestamente demócrata, les abrió las puertas para que se afincaran”.
Otra de las lecciones que recibió Torres es que los reclutadores trabajan con ahínco en zonas de negros y latinos, en los barrios pobres. Este diario preguntó a Juan Torres si la oficialidad tiene las mismas características que la tropa. Torres sonríe y muy seguro afirma que no. Lo hace mediante una definición curiosa: “Los oficiales, en un 99 por ciento, son gringos”. A la fuerza, hoy almacena tarjetas personales, relaciones importantes, datos sorprendentes (“hay 17 mil desertores escapados a Canadá”) e historias amargas. Por ejemplo, la del hijo de Vicky Campos, Damián, un mexicano de 21 años, enviado a Fallujah, en Irak. El muchacho se resistió a enrolarse, lo presionaron. Vicky Campos pidió ayuda a Torres. “Lo que hice fue aconsejarle que desertara –explica el cordobés– y no lo hizo porque tuvo miedo. La madre estaba desesperada y juraba que si al chico le pasaba algo, ella se mataría. Le mandé una carta al superior de Damián diciéndole que si no lo dejaba regresar, él sería responsable de lo que le ocurriera. Se vio obligado a aceptar. El chico era ilegal. Se había alistado porque le habían prometido darle la residencia. Está en México, pero vivo. ¿Sabe por qué hacen estas cosas? Porque no tienen soldados. Se están quedando sin soldados. A los reclutadores les dan 2 mil dólares por soldado que enganchan y eso con nuestros impuestos.”
Heroicas, las drogas
Una cantimplora grande, moderna, resistente al calor, apropiada para el desierto, puede costar unos 300 dólares. En los mercados de Kabul, regateo mediante, se puede conseguir a tres, las antiparras a dos, un casco de 800 dólares a veinte y un chaleco antibalas de 2000 dólares a cien. El negocio se extiende más allá de los pertrechos, abarca comida, café, ropa, visores nocturnos, aparatos electrónicos y hasta computadoras portátiles, como la que encontró un funcionario de Unicef, cargada con programas de inteligencia del ejército. Todo eso, dice Torres, inunda las tiendas. Hay uniformes completos, nuevos, a diez dólares, botas sin estrenar por cinco. Es parte del comercio hormiga, ilegal, inmoral que une la base de Bagran con el exterior. En el lugar, enorme, trabajan dos mil afganos, cuatro mil contratistas civiles de Halliburton –la gran proveedora propiedad de Dick Cheney– y se parapetan ocho mil soldados. Lo que los afganos entregan a cambio de los productos del desarrollo es, sostiene Torres, lo que asustaba a su hijo John: heroína. “El 93 por ciento de la heroína que consume el planeta sale hoy de Afganistán”, cuenta Torres, “hay muchos ‘gangueros’. En Irak encontraron pintadas de la mara Salvatrucha y de los Latin Kings”. Lo que Torres no logra comprender aún es qué cálculo llevó –o lleva– a Halliburton a proveer a las tropas estacionadas en la región cargamentos de Viagra.
El día en que se presentó a las puertas de la base, la guardia preguntó: “¿Señor Torres?”. Era obvio que lo esperaban. Todo estaba de estreno en Bagran. El antiguo personal y los jefes habían sido transferidos a Irak. Torres pidió por el nuevo oficial al mando. El comandante Fitzpatrick lo recibió y hablaron durante horas. El militar trató de convencer a Torres de que las cosas estaban cambiando en la base y “que comprendía mi dolor porque él también tenía tres hijos”. Torres no estaba solo. Lo acompañaba Shawn Mc Nama, un cineasta nacido en Missouri que se interesó por la enigmática muerte del soldado John. Juntos diseñaron un esquema de investigación. Mc Nama hizo progresos notables, consiguió documentos, testigos y sometió el proyecto de documental al concurso de Sundance, el emprendimiento de Robert Redford para el desarrollo del cine independiente. El guión interesó al jurado y lograron la financiación. Michael Moore proporcionó ayudas y el productor de MASH comprometió su colaboración.
Torres y Mc Nama esperan tener listo el film para marzo próximo, si bien tal vez para esas fechas lo que el celuloide muestre sea la historia de un soldado desconocido. Juan Torres denuncia que tanto el legajo como los archivos, la bala que le extrajeron y el fusil reglamentario de su hijo han desaparecido del Pentágono. El joven hispano muerto en las duchas de la base de Badran nunca existió, ni rastros de un soldado llamado John Torres. Nada de nada, Nada, excepto la medalla de bronce al mérito militar concedida post mortem, los 400 mil dólares del seguro, los 100 mil del subsidio del ejército y los 200 mil que alguien con ese mismo nombre tenía en títulos de bolsa. También hay una tumba en el cementerio de Houston. “Y allí está mi esposa –relata el ex inspector municipal, enfundado en una remera con el rostro del muchacho y una leyenda que dice ‘A la amada memoria de...’– cambiando florcitas todos los días.”
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