Domingo, 19 de noviembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › LA PROTESTA SOCIAL, EN VARIOS FORMATOS
La huelga que preocupó a tres gobiernos de la región. Breve historia de un sindicato de breve historia. Los cambios y su impacto en la política fiscal. La perspectiva de otros reclamos, con otros actores. Un par de trazos sobre D’Elía. Y una hipótesis sobre los que piden mano dura.
Por Mario Wainfeld
Opinion
Luis D’Elía es un personaje muy atractivo para los medios y seguramente tuvo el record semanal de centimil, pero no fue el protagonista del mayor entuerto, de alcance internacional, que sobrellevó el Gobierno. La huelga de los trabajadores petroleros se llevó las palmas: puso los pelos de punta al Presidente y a dos de sus colegas vecinos, allende el Plata y el Ande. Entre el martes y el viernes Tabaré Vázquez y Michelle Bachelet les hicieron conocer a funcionarios argentinos su preocupación por las secuelas del conflicto en la Patagonia, que trajo aparejado el corte de las llaves de gas. La relación entre Néstor Kirchner y su par oriental Vázquez está muy mal, pero Argentina no interrumpe el suministro de gas y electricidad al Uruguay. En Chile rezongan por los cambios impuestos por Argentina al, demasiado generoso, pacto referido al gas firmado en tiempos de Carlos Menem, pero se van haciendo a la idea de que las cosas cambiaron. Una incontrolada interrupción del fluido era una pésima nueva para todos, aun dentro de las polémicas coyunturas.
El conflicto, que el Gobierno reparó apelando a parches transitorios (su método predilecto), tiene más pinta de ser un leading case que una anécdota perdida en la dura geografía del sur. Varios factores confluyen para darle un interés que trasciende la gravedad que pudo adquirir y que, por seis meses, quedará paliada en ese caso específico.
Los trabajadores petroleros de empresas privadas no tienen una larga tradición en Argentina por un motivo evidente: hasta la entrega del patrimonio nacional consumada por el peronismo en los ’90, la empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales dominaba la actividad. Consiguientemente, el sindicato que pintaba era el SUPE, cuyo último líder conspicuo fue Diego Ibáñez. Los privados emergieron como flores silvestres del desguace del Estado, su peso relativo fue creciendo pero adquirió una magnitud inopinada en los últimos años, pari passu con la revalorización febril del barril de petróleo. Se trata, pues, de gremios de escasa tradición cuyo potencial aumentó exponencialmente en poco tiempo. Sus trabajadores y sus sindicalistas están forjados en un trabajo exigente, ejercitado bajo un clima impiadoso. Un basismo grande caracteriza su gimnasia reivindicativa, lo que los hace menos predecibles que muchos jefes sindicales de más dilatada trayectoria, incluidos algunos bien batalladores.
Los jefes del paro (cuentan funcionarios que pulsearon con ellos) son aguerridos patagónicos, kirchneristas y les cabe el inigualable orgullo pingüino que sienten los habitantes del sur por la presencia de un presidente nacido en sus pagos. Ni aun en el conspirativo primer nivel del Ejecutivo se sospecha que tuvieran otros designios que no fuera mejorar su posición. Se trata de laburantes que ahora ganan bien, en términos relativos, aun deflactando sus salarios por el alto costo de vida en la Patagonia. Pero observan que las empresas están acopiando fortunas y se creen afrentados por tener que pagar impuesto a las ganancias, en algunos casos con alícuotas muy altas. No tan distintas, en números redondos, de las que deberían pagar los popes de la actividad como Vicente, Bulgheroni, Lacouture, que se reunieron de arrebato anteayer a la mañana con Carlos Tomada y Julio de Vido para llegar a un acuerdo. La mayoría de los integrantes del Gobierno no lo expresa a los gritos pero en la intimidad comparte el punto de vista básico de los reclamantes (cuya metodología le parece salvaje): las empresas se la están llevando con pala, invierten poco y son contumaces para ceder algo de sus súper rentas.
Un esquema que cruje
La conquista buscada, si se mira bien, es una prueba de la precariedad del esquema impositivo de la gestión Kirchner. Su política económica es abrumadora en su sencillez y hasta ahora le fue muy funcional. La paridad cambiaria alta, los superávit gemelos y la obra pública son casi sus únicos pilares estratégicos. Lo demás son peripecias, tácticas, modificaciones excitadas en el día a día o como mucho en el mes a mes. En materia impositiva hubo una negativa cerrada a pensar una reforma que estableciera un régimen más progresivo. Ese fue uno de los tantos ítem en que Kirchner y Roberto Lavagna estuvieron en todo de acuerdo durante los años en que no eran enconados adversarios. Cuando Felisa Miceli recaló en Economía incurrió en la osadía (congruente con su ideario previo) de formar una comisión para estudiar una reforma impositiva. La filtración de esa acción deseable le valió un duro sosegate presidencial y la sumió en el perfil bajo que ya es la marca de su gestión.
Con la incorporación de las retenciones, el perfil impositivo se hizo menos regresivo y muy generoso para las arcas fiscales. Se incrementaron los ingresos por ganancias, un tributo que puede ser menos injusto que el expandido y sideral IVA que carga sobre las espaldas de los más pobres. Como hiciera en plan micro desde los terribles incidentes de Las Heras, el oficialismo optó por hacerse el distraído respecto de los cambios acontecidos durante su mandato. Entorpeció el ajuste por inflación que pedían las empresas, incluidas las pequeñas y medianas. Y petrificó el mínimo no imponible de ganancias que fue superado por los trabajadores dependientes más beneficiados por el “modelo”, una minoría no desdeñable en cantidad ni en capacidad contributiva.
Para la AFIP, para el estilo político del Presidente, ése era el mejor de los mundos posibles. Se recauda mucho más que antes, lo que permite sostener una caja robusta e intervenir cuando es necesario con medidas preactivas, neokeynesianas o sencillamente redistributivas. Pero, a medida que la crisis va pasando y que algunos actores recuperan poder, el esquemita cruje. Los trabajadores quieren, con buena lógica, mantener intacto su salario de bolsillo. Los que perciben el problema y pueden moverse para rectificarlo son, como los petroleros privados, grupos ligados a actividades de punta. Si su potencial de lesividad con medidas directas es grande, sus chances de incidir son mayores.
El Gobierno zurció un remiendo pero sabe que deberá pensar si en los próximos meses inaugura una rutina de enfrentar conflictos de a uno en fondo o si explora una solución menos contingente, asistemática y excitada.
Un espectro vastísimo de organizaciones gremiales tomó nota del éxito de los compañeros petroleros y espera su momento. Los transportistas, con los camioneros como punta de lanza, están en las gateras. Los ex lucifuercistas de Oscar Lescano repasan las deducciones de sus recibos de haberes. El abanico no se circunscribe a rebeldes, moyanistas y gordos, y ni aun a la actividad privada. En el borboteante despliegue de la economía hasta se puede rastrear empleados estatales cuyos sueldos superan el mínimo no imponible, lo que vaticina protestas de ATE o de UPCN o de algún otro gremio de la respectiva miríada.
Se impone una solución legislativa general, un remedio que el Gobierno detesta pero que el propio desarrollo de su acción torna acuciante.
Como es común cuando algo se torna más sofisticado, advienen discusiones complejas, de mayor calidad. ¿Deben pagar ganancias los trabajadores dependientes? Si así fuera, ¿no sería justo que fueran más altos sus mínimos no imponibles y más bajas sus alícuotas? Si el Gobierno no mete mano se verá obligado a jugar al bombero, situación más exigente cuando la contraparte tiene poder de fuego. Si lo hace, tendrá que proyectar una mengua en sus ingresos. Es uno de los precios de vivir o de crecer.
Amén de evitar una seguidilla de conflictos, el Gobierno debería hacerse cargo de que su sistema fiscal es regresivo, aun con las reformas introducidas. Básicamente, como señala el economista Rubén Lovuolo, en Argentina las políticas sociales son focalizadas y la impositiva universal. Sería un salto de calidad que fuera al revés.
Un Power Point ahí
El decano de la Facultad de Sociales de Estocolmo cursa un correo rajante a su ahijado de tesis, el politólogo que hace su postgrado en Argentina. “Usted es una máquina de macanear, se ve que se mimetiza con el folklore local. Trabaja poco y encima me distrae con datos erróneos. Me llena de data sobre la ‘mesa chica’ o los pingüinos o un par de ministros como mucho. Y hete aquí que una de las figuras centrales de la política es un subsecretario defenestrado. Me queda claro que el organigrama formal (o el real) debe ser distinto del nuestro, acá nadie se entera de cuándo se va un subsecretario, ni sus empleados. Envíeme un informe sobre el esquema real del Gobierno, pero ahorre palabrerío y citas indescifrables de Arturo Jauretche. Un power point preciso, en un par de días máximo”.
Nuestro becario recibe el correo en un locutorio de Jujuy. Está ahí procurando conseguir un carné trucho de Gimnasia y Esgrima de Jujuy, para poder entrar a la cancha a ver a Boca. Con un puñado de euros en el bolsillo, el hombre se tiene fe. Mascando coca entra a un café oscuro donde lo espera un influyente. Para el Power Point ya habrá tiempo.
En dos banquinas
D’Elía no podía, como funcionario, desafiar la política exterior del Gobierno y pretender seguir como si tal cosa. Hombre habituado a tensionar los espacios que comparte, tiró demasiado de la cuerda. Suponer que lo hizo porque es una suerte de agente irreflexivo de Hugo Chávez es desconocerlo. Dar por hecho que buscó adrede el desenlace es negar su propensión al error, algo de lo que nadie está exento, menos quien incursiona en ligas mayores tras años de bregar en el llano.
Las repercusiones sobre la salida del maestro matancero son tan ilustrativas como su documento y su trayectoria. Un clasismo feroz, con pinceladas de craso racismo, cunde en la comunicación de masas. A un dirigente social se le niega la posibilidad de moverse con autonomía, o de tener otro móvil que un sponsor. Al mismo tiempo, contradictoriamente, se da por probado que el hombre tenía premeditadas las secuelas de sus actos. Un sucedido de los últimos tiempos permite poner en duda tantas certezas. D’Elía, a fuerza de diferenciarse, de enfatizar su perfil propio, también se fue a la banquina en la Central de Trabajadores Argentinos. La CTA es más tolerante que el kirchnerismo y puede admitir más disidencias que cualquier equipo de gobierno, pero sus aliados de años lo dejaron afuera de la lista oficialista y ganadora. “Luis no pedía mucho, se conformaba con una vocalía octava, lo castigaron de más”, se enoja uno de sus allegados de la Federación de Tierra y Vivienda (FTV). Sus desafíos y su obstinación por el carril propio le costaron caro. No es tan delirante suponer que en el Gobierno pudo pasarle, mutatis mutandi, algo semejante.
Una falla tectónica
D’Elía inscribe su maniobra en un debate que propone al interior de la coalición oficialista. Describe al kirchnerismo como una fuerza tensionada, cuestiona un giro pronorteamericano que incluye al mismo Presidente “tocando la campanita en Wall Street”. En ese declive D’Elía tiene su bestia negra dentro del gabinete: el ministro jefe, Alberto Fernández. De rondón hay una crítica sugerida a la incipiente candidatura de Cristina Kirchner, en quien el dirigente piquetero confía menos que en el presidente. Seguramente no es el único integrante de movimientos sociales prooficialistas que alberga ese resquemor, aunque le cabe la infeliz exclusividad de haberla mezclado con una sorprendente adhesión al estado de Irán. Y, hasta ahora, es el único que empezó a verbalizarla.
Confidentes de Palacio saben que la emergencia de Cristina presidenciable ha abierto una brechita tectónica en la élite de Gobierno. El Presidente, fiel a un estilo centralizador, abomina cualquier discusión grupal, militante o partidaria sobre un tema que se resolverá, como mucho, en la mesa chica. Pero esos cuidados no impiden, tal vez hasta fomenten un poco, que en los pasillos se dejen oír sordos ruidos, cundan las intrigas, los rumores y los ajustes de cuentas preventivos. Nadie se priva de hacer un mapa que discierna entre Cristinos (Alberto Fernández en pole position) muy apegados a la senadora, y pingüinos, más inclinados a la continuidad del Presidente. Un par de rencillas de esta semana pueden tener un atisbo de explicación en esa interna que se desalienta desde la cúspide, que se niega, pero que la hay y que dará para más.
Rostros adustos
La simultaneidad de la crónica es parcial obra del azar, no así la centralidad virulenta que tiene en el debate público la acción directa. En cuestión de horas se conocieron la sentencia sobre los daños en la Legislatura, se presenció un conflicto sindical con medidas extremas y se resucitó el copamiento a la comisaría encabezado por D’Elía. Un común denominador hermana a muchos comunicadores y es el de pedir mano dura para militantes y gremialistas. Algunos serán desamparados, como los desocupados o los kiosqueros, travestis o prostitutas de la Legislatura. Otros serán trabajadores mejorados por la eventual bonanza de la actividad en la que prestan servicios. En todos los casos se exige al Estado, acción directa, no ceder y expresiones como “chantaje”, “extorsión” y “delito” integran el orden del día.
A dos años del ataque a la Legislatura, se probó la inocencia de casi todos los acusados. En el ínterin el cuerpo, que supuestamente había sufrido una afligente “coacción agravada”, sesionó sin mayores estorbos. El temible asedio de vendedores de panchos no impidió el discurrir de las instituciones, incluso el cuerpo pudo deponer al jefe de Gobierno. A los presuntos atacantes, en cambio, la vindicta judicial-mediática (por expresarlo en términos técnicos) les cagó la vida. Catorce meses de prisión por crímenes que no cometieron o para precaver una peligrosidad que jamás encarnaron. A su regreso al mundo libre a varios no les renovaron su permiso para trabajar en la calle porque no habían ido personalmente a retirarlos.
La jueza Silvia Ramond acudió a una perversa creatividad jurídica para amañar cargos exorbitantes que los pusieran entre rejas. Emparentó los destrozos con crímenes capitales para inmolarlos en el altar de cierta opinión pública, lo que prueba que tal vez los jueces no se subordinen a los gritos de la tribuna pero son muy atentos a la vocinglería de las plateas y los palcos VIP.
Si el lector admite un símil, la toma de la comisaría que protagonizó D’Elía tiene puntos comunes con el episodio anterior. No se trata, en ninguno de los dos casos, de admitir conductas ilegales o preconizar que no se investiguen y sancionen. Pero sí es del caso contextualizarlas en el marco en que suceden. La toma de la comisaría se produjo para evitar que la policía encubriera a uno de sus buchones, Juan Duarte, que acababa de asesinar a un militante barrial, “el Oso” Martín Cisneros. La presión surtió efecto, la cobertura de la Federal cesó, el criminal “Colchones” Duarte fue detenido y condenado luego. Por entonces, un diario nacional tituló a cinco columnas con la toma y dedicó una línea al homicidio, sin mencionar el nombre de la víctima. Los asesinados de clase alta son conocidos por su nombre de pila (Axel Blumberg, Matías Bragagnolo, hasta María Marta García Belsunce), lo que los humaniza y facilita la empatía con los lectores, oyentes o teleespectadores. Los activistas que hacen política en los barrios no merecen tanta suerte.
La acción directa es un aspecto correctivo de la democracia que no emparda el peso del dinero o de los prestigios de los dueños del poder, pero a veces acorta las distancias. Se ha puesto muy de moda, entre progres y otros que ni lo son, compungirse por la distribución del ingreso y bregar, así sea de palabra, por su corrección. Pero esa lucha no es un partido de ajedrez jugado entre clubmen de una novela policial inglesa. Ni tampoco prospera sin resistencia cerril de los privilegiados del statu quo que saben ser salvajes para defender sus posiciones.
La lucha por el ingreso no se dirime en un laboratorio ni se logra con reformas fiscales aceptadas por los beneficiarios del sistema vigente. Se encarna en rostros adustos, con momentos de riña callejera, en uno de los ámbitos (el cuarto oscuro es otro) donde la organización, la combatividad o el número compiten con los capitales.
El apego a la ley es exigible a todos, y su vulneración debe ser sancionada si se prueba debidamente ante un tribunal con todas las garantías. No antes, ni en otro estrado.
Pero no es el equilibrio ni el afán por la legalidad lo que estimula los pedidos de criminalización de la protesta social, una tentación autoritaria que aún congrega devotos en este paraje austral.
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