Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
Por Mempo Giardinelli
En 1974 yo tenía menos de treinta años y trabajaba en diarios y revistas de Buenos Aires, pero mi empleo principal era en la hoy desaparecida Editorial Abril como redactor de la revista Siete Días. Allí, como en toda aquella empresa, imperaba un orgulloso espíritu literario, motivado –creo– por dos razones. Una era la competencia con el otro semanario porteño, Gente, que lograba un tiraje mayor con su estilo frívolo y snob, o sea, perfectamente representativo de la clase media porteña. La otra razón era la profusión de “grandes plumas”, como se decía entonces, que escribían en una docena de revistas de la editorial. Entre otros Tomás Eloy Martínez, Olga Orozco, Juan Gelman, Osvaldo Soriano, Miguel Angel Bustos, Norberto Firpo, Néstor Tirri, Jorge Ariel Madrazo, Roberto Vacca, Jorge Lafforgue, Marcelo Pichon Rivière, Sergio Sinay y Ernesto Schóo, además de otros que habían estado allí y reaparecían cada tanto, como Pedro Orgambide, Kive Staif, Héctor Germán Oesterheld y hasta María Elena Walsh y Rodolfo Walsh, que no eran parientes.
Acaso fue ese elenco extraordinario de narradores y poetas lo que determinó que la editorial promoviera un concurso internacional de cuentos policiales, que se esperaba llegaría a ser, con el tiempo, consagratorio. El jurado era inobjetable: Jorge Luis Borges, Augusto Roa Bastos y Marco Denevi. Llegaron cientos, creo que miles de cuentos de todo el continente.
Yo era entonces un inédito escritor secreto, que apenas había compartido borradores con Soriano y un par de amigos (Carlos Llosa, que después brilló en la revista Humor, y Mauricio Borghi, un joven poeta que fue asesinado por la infame Triple A) en lentas madrugadas de literatura, café y ginebras.
Secretamente decidí participar del concurso, aunque me estaba vedado porque en las bases había una imposición que para muchos de nosotros era desdichada: no podía participar ningún trabajador de la editorial, ningún miembro del staff de los medios de “la casa”.
Le pedí a un amigo entrañable (el Negro Mazzini, que unos años después se exilió en la Patagonia y hoy es un exitoso industrial heladero y chocolatero) que enviara él mi texto al concurso, con su firma y con un seudónimo que unía los nombres de sus dos pequeños hijos: Melchor-Camilo.
Dos o tres meses después, cuando se dieron a conocer los cinco ganadores –Ricardo Piglia, Antonio di Benedetto, Eduardo Mignogna, Juan Flo y Eduardo Goligorsky– resultó que mi cuento obtuvo la primera mención, un sexto puesto que para mí fue como escuchar la voz de Dios. Y con el plus de que Lafforgue, crítico de libros de Siete Días, y por lo tanto uno de los coordinadores del concurso, comentó después lo difícil que había sido la decisión de los jurados, ya que un cuento que de entrada los había entusiasmado a los tres finalmente fue objetado por Borges porque le parecía de mal gusto que terminara con un vómito.
Me di cuenta de que hablaba de mi texto, y esa misma tarde busqué en la guía el teléfono de Marco Denevi, pues no me atrevía a llamar a Borges ni se me ocurría cómo ubicar a Roa Bastos.
Le dije que yo era el autor de ese cuento y Denevi se rió en el teléfono y me invitó a tomar un café. Nos vimos esa tarde en una confitería de Virrey del Pino y Cabildo, que se llamaba Salamanca y después supe que era su parada habitual. Dejo para otra ocasión los detalles del encuentro y mi posterior amistad con Denevi, pero me ratificó la disputa: “Estábamos los tres de acuerdo en que su cuento debía ser uno de los cinco a premiar, hasta que Borges se plantó en eso del mal gusto del final. Con Roa no pudimos convencerlo”.
Muchos años después Augusto también fue mi amigo y una tarde, en Asunción, evoqué el episodio. Se rió al recordarlo, hizo un comentario irónico y me dijo, afectuoso: “Quizá fue bueno para vos, che; eras demasiado joven y Borges te puso a prueba”.
Es la primera vez que narro esto. Sirva como prólogo a esta edición veraniega de Página/12.
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