Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
EL PAíS › LA INVESTIGACIóN SOBRE EL ROL DE LOS CONSEJOS DE GUERRA DURANTE LA DICTADURA
El juez Daniel Rafecas dictó los procesamientos de Jorge Franco, Carlos Salaris y Eduardo Puricelli. Los tres integraron los Consejos que los militares crearon para sustraer las investigaciones de la Justicia ordinaria y encubrir sus delitos.
Por Alejandra Dandan
El juez federal Daniel Rafecas procesó a tres integrantes de las Fuerzas Armadas que intervinieron en Consejos de Guerra Especial Estables (CGEE), por encubrimiento e incumplimiento de los deberes de funcionario público. El juzgado analiza desde 2013 un centenar de expedientes tramitados por esos tribunales militares a partir del 24 de marzo de 1976, cuando se dieron competencia para actuar como justicia paralela, en los casos que denominaron delitos subversivos. Entre los expedientes, hay más de 140 homicidios calificados que los CGEE nunca investigaron. El juez consideró que los Consejos fueron un mecanismo creado ad-hoc por el aparato represivo del Estado para sustraer las investigaciones de la Justicia ordinaria, ocultar los crímenes, enmascarar a los responsables y convertir a las víctimas en victimarios. Las querellas piden que se declare nulo todo lo actuado por los CGEE. Las bases sentadas en este estudio pueden servir como clave de lectura para otros funcionarios y otras estructuras.
El análisis de los casos en conjunto es lo más impactante de la investigación: pese a que las Fueras Armadas construyeron la teoría de los enfrentamientos, las propias “pruebas” de los casos que formal y rutinariamente se sumaban a los expedientes desmienten eso sistemáticamente y muestran la constante presencia del estado de indefensión en las víctimas: prácticamente todos los cuerpos están rematados de un tiro en la cabeza; hay gran cantidad de disparos en tórax, abdomen y extremidades; es decir, señala el juzgado, “prácticamente la totalidad del cuerpo”. Hay masacrados por 28 disparos y cuatro casos conmovedores de embarazadas asesinadas, una de ellas –según las pericias señala– con “un útero de 33 centímetros de altura y 20 centímetros, en sentido antero-posterior con un feto masculino de 50 centímetros”.
“Los homicidios de las víctimas en sus domicilios situados en centros urbanos o incluso en la vía pública, concretados usualmente con una violencia inusitada en la que destaca el obsceno poder de fuego generalmente empleado, aparecen como situaciones que importaron una mayor necesidad de cobertura frente a lo cual se habría implementado una tecnología institucional para la impunidad”, señala el juez. Esa “tecnología institucional para la impunidad” refiere a los Consejos de Guerra Especial Estables (CGEE), que se crearon el 24 de marzo con supuestas facultades judiciales, especialmente para intervenir en lo que llamaron delitos subversivos, una categoría que se iba extendiendo. “En los hechos –dice el juzgado–, estos Consejos sirvieron para sustraer sistemáticamente del conocimiento de la Justicia penal, es decir, de los jueces y fiscales de Instrucción de turno, los expedientes en los que constaba la ejecución sumaria de perseguidos políticos.” Esa actividad “estuvo dirigida a la ocultación de los sucesos, lo que implicó la ocultación de las víctimas y victimarios” y “el enmascaramiento de los sucesos bajo versiones inverosímiles”.
Y en ese marco agrega un punto importante: “Los homicidios aparecen tratados como mudos hechos, registrados como acaecidos sin intervención del hombre, sus víctimas aparecen acusadas como ‘subversivas’, luego sobreseídas, en muchos casos ni siquiera designadas por su nombre. Sus autores, en ningún caso aparecen acusados, siempre designados bajo las denominaciones de fuerzas legales, conjuntas, o del orden, y prácticamente nunca identificados, a tal punto que los casos en los que aparecen individualizados, cabe atribuir ello al celo del funcionario ocasionalmente interviniente o a la inercia propia de la burocracia”.
El análisis se mete en una discusión más amplia sobre los supuestos marcos “legales” que se dio la dictadura para ponerlos en discusión, tal como sucede en otras causas. Tal como se están pensando los decretos del PE nacional o los supuestos “blanqueos” en las cárceles. Esto permite diferenciar prácticas supuestamente “legales” de lo “constitucional”. “Estamos pujando desde lo jurídico para de-sarmar las estructuras puramente ‘vigentes’ desde lo legal de la dictadura”, explica el juez a Página/12. “Estamos diciendo que frente a sucesos aberrantes no es posible oponer una mera legalidad aparente. Ello no convalida el terrorismo de Estado, ni en grado de autoría ni en grado de encubrimiento posterior –como es este caso puntual de los CGEE–. El mensaje que se está dando es que frente a crímenes de lesa humanidad, el funcionario público –en este caso militares burócratas, abogados auditores– debe desistir de participar, debe decir que no, caso contrario, no hay ‘legalidad’ que lo ponga a cubierto de una imputación penal.”
Los funcionarios procesados son el coronel del Ejército Jorge Argentino Franco; el vicecomodoro de la Fuerza Aérea Carlos Alberto Salaris y el abogado y capitán de Navío de la Armada Eduardo Puricelli. Franco, presidente del Consejo de Guerra Especial Estable, murió luego del procesamiento, según comunicaron sus abogados en el juzgado.
La responsabilidad de cada uno está bien planteada en “Eichmann en Jerusalén” de Hannah Arendt, dice el juez, que lo señala en las más de 900 páginas del escrito. “Si el acusado se ampara en el hecho de que no actuó como tal hombre, sino como un funcionario –dice Arendt– cuyas funciones hubieran podido ser llevadas a cabo por cualquier otra persona, ello equivale a la actitud del delincuente que, amparándose en las estadísticas de criminalidad –que señalan que en tal o cual lugar se cometen tantos o cuantos delitos al día–, declarase que él tan sólo hizo lo que estaba ya estadísticamente previsto, y que tenía carácter meramente accidental que fuese él quien lo hubiese hecho, y no cualquier otro, por cuanto, a fin de cuentas, alguien tenía que hacerlo.”
El aporte más importante de este procesamiento es, seguramente, el intento de generar una lectura global sobre expedientes que no analizaron en más de 35 años (ver aparte). Es probable que mucha de esta documentación no haya sido analizada por la Justicia. Sobre todo las pericias. En ocasiones, horrorosas. Es probable, en cambio, que cada familia o querella haya visto su caso, pero la lectura general permite leer las constantes que le dan también a esto carácter sistemático. El correr de los expedientes muestra por ejemplo la “precariedad de las pruebas” y “lo inverosímil de los relatos oficiales”, dice el juzgado. En las causas faltan firmas y sellos indicativos de los funcionarios. También es recurrente el estado de indefensión en el que aparecen las víctimas. Este es el análisis más importante. Rafecas usó expedientes con pericias y en los que “directamente se prescindió de tales estudios periciales propiciándose por el CGEE el sobreseimiento provisional y archivos de los expedientes”. “Frente a las versiones que invariablemente dan cuenta de supuestos enfrentamientos –dice el juez– con las víctimas que culminaron con las muertes de las mismas, las constancias glosadas a diversos expedientes dan cuenta de la inverosimilitud de tales relatos.” Basta confrontar para eso, dice, “la inusitada violencia sufrida por los asesinados frente a la constante ausencia de toda lesión por parte de los perpetradores”. Y cada expediente muestra verdaderos homicidios realizados en ocasiones flagrantes.
Entre los casos paradigmáticos están las embarazadas. Una es Alicia Beatriz Carlevari. En su expediente hay una autopsia. Describe la muerte de un “cuerpo femenino” con “heridas de bala de cráneo, de cara, de tórax y de abdomen. Hemorragia interna”. También describe su útero: “Mide 33 centímetros de altura y 20 centímetros en sentido antero-posterior conteniendo un feto masculino de 50 centímetros (de término) y anexos ovulares”.
Alicia Beatriz Carlevari de Franco tenía 23 años, puede leerse en una breve biografía publicada por Roberto Baschetti en la web. Militaba en la JUP de Arquitectura y en Montoneros. La secuestró una patota del Ejército el 19 de abril de 1977. Tenía un embarazo a término, se lee también, por eso no pudo o no quiso correr. La mataron.
En otro expediente están los nombres de Carlos Alberto Fessia, Nidia Cristina Fontanellas y Estela Mary Altamirano. La autopsia Nº 2852 realizada sobre un cuerpo N.N. “adulto de sexo femenino” hace referencia a la versión policial según la cual la víctima “resultara abatida [...] como consecuencia de un enfrentamiento con fuerzas conjuntas realizado en la calle Martiniano Leguizamón 1139 de la Capital Federal”. El estudio pericial también habla de la masacre: señala que su muerte “fue producida por heridas de bala de cráneo, tórax y abdomen. Hemorragia interna y externa”. Según la descripción de los facultativos del Cuerpo Médico Forense, “en el cuerpo de la víctima se consignó sobre sus órganos genitales útero aumentado. Al corte vacío, con restos carnosos de aspecto placentario, lo que indicaría que se trataría de la madre de la criatura de días que fue hallada en el domicilio en el que se concretaron los homicidios de las tres víctimas”.
Fessia era secretario general de la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO). Las dos mujeres estaban en la organización. Nidia Cristina además era la pareja de Fessia. Los tres estaban en Mataderos cuando los mataron, aparentemente el 18 de noviembre de 1976. Según la organización, algunos testigos dijeron que hubo despliegue de fuerzas militares y hasta un helicóptero. Nidia Cristina estaba embarazada.
Otro caso habla de los “homicidios calificados” de Norma Matsuyama, de Adriana Gatti Casal y de Eduardo Gabriel Testa. Las dos mujeres estaban embarazadas en el momento de su homicidio. Adriana Gatti Casal murió en el Hospital Alvear, señala el escrito, con heridas de bala en cráneo, tórax y abdomen, destrucción cerebral, hemorragia interna. Norma Matsuyama tenía heridas de bala de cráneo y tórax, hemorragia interna. El útero de Adriana evidenciaba una gesta de aproximadamente siete meses; el de Norma, de nueve. El archivo Baschetti dice en este caso que los mataron el 8 de abril de 1977 cuando las “siniestras fuerzas asesinas” cercaron la casa donde vivía Eduardo Gabriel “Emilio” Testa, en Nueva York y Nazca, de Devoto. Testa era el jefe de la UES, con 20 años. Norma Matsuyama, de 19, era su esposa y la Colorada Adriana Gatti Casal, de 17, hija del dirigente uruguayo secuestrado y desaparecido en Argentina, Gerardo Gatti.
Los sumarios muestran otras constantes. No se ordenan medidas probatorias; los sumarios carecen de actividad alguna de los CGEE y en la justificación de los homicidios, en la mayor parte se queda expuesta la ausencia de lesiones del personal de las “fuerzas conjuntas”.
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