Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
Este es un verano especialmente agobiante en Brasil. El pasado jueves, por ejemplo, la sensación térmica en Río de Janeiro fue de 48 grados, con los termómetros parados en la marca de los 42. Hubo noches en que a la una de la madrugada los termómetros indicaban temperaturas de 31 grados. Hace meses que en San Pablo, la más poblada y rica ciudad su-damericana, falta agua. Y –incoherencia divina– temporales bíblicos transforman calles y avenidas en ríos y lagunas, árboles que se desploman (más de 700 en lo que va del año) y rompen los cables transmisores, dejando barrios enteros sin luz por cuatro, cinco, seis días. Es decir: no hay agua, pero si llueve no hay luz.
La respuesta de la naturaleza cada vez más herida por la ambición humana no será, en todo caso, el único recuerdo de ese verano furioso: buena parte de los brasileños también se siente agobiada y principalmente desorientada por las medidas que el nuevo equipo económico de la presidenta Dilma Rousseff va goteando con la misma alegría con que los sádicos cumplen sus rituales de perverso amor.
Para parte sustancial del electorado de Dilma se hace cada vez más difícil reconocer en la actual ocupante del sillón presidencial a la candidata de hace poco más de tres meses. Y más aún reconocer a un gobierno con reiterados compromisos sociales y de cambio en los anuncios que se suceden sin que nadie –excepto los dueños del capital– logre entender a dónde se pretende llegar.
La candidata Dilma Rousseff, luego de cuatro años de gobierno, advertía, en la campaña electoral, que sus rivales gobernarían “para la banca”, mientras que el PT tenía un riguroso compromiso con los trabajadores. Decía que la primera medida de su adversario, el neoliberal Aécio Neves, si llegase a la presidencia, sería aumentar la tasa de interés. Y de su adversaria, la evangélica Marina Silva, decía que, de salir victoriosa, haría un “gobierno de banqueros”. Decía que Neves liquidaría derechos laborales duramente conquistados por los trabajadores brasileños. Aseguraba que, al contrario de lo que decían sus adversarios, las cuentas públicas estaban “saludables y en orden”, y que el flojo desempeño de la economía brasileña era reflejo de la crisis que afectaba a todos los países del mundo.
La candidata Dilma Rousseff recordaba que bajo los gobiernos del PT los bancos públicos habían favorecido el crédito a los más pobres y estimulado a los pequeños empresarios. Decía que, en caso de que sus adversarios fuesen victoriosos, la política de ofrecer préstamos con intereses inferiores a los de la banca privada desaparecería. Mencionaba cómo se había facilitado la concesión de financiamiento para adquirir vivienda propia. Reforzaba su compromiso con los programas sociales que llevaron 40 millones de personas a una ascensión social sin antecedentes en la historia del país, y juraba que ninguna medida sería tomada en detrimento de los compromisos históricos del PT.
Dilma se reeligió en una disputa apretadísima con el neoliberal Aécio Neves. Y a los pocos días la tasa básica de interés anual fue elevada. A la hora de elegir quién sería su ministro de Hacienda, Dilma buscó nombres en la banca privada. Nombró a Joaquim Levy, un tecnócrata de pura cepa neoliberal que ocupaba la función de director del Bradesco, el segundo mayor banco privado sudamericano.
Ahora las primeras medidas son anunciadas: se aplicará un ajuste de al menos 30 mil millones de dólares en el presupuesto nacional. Se introducirán cambios drásticos en la concesión del seguro de desempleo, de las pensiones por viudez y en el auxilio-enfermedad destinado a trabajadores que, por razones de salud, obtienen licencias médicas. El objetivo es ahorrar unos tres mil millones de dólares anuales, solamente con esos “ajustes”. Además, las tasas de interés aplicadas por los bancos estatales –el Banco de Brasil y la Caixa Económica– en los créditos inmobiliarios serán elevadas.
Joaquim Levy, conocido por Levy Manos de Tijera, admite con feroz candidez que habrá aumento de impuestos. No para la banca, que es la segunda más lucrativa del mundo (los bancos brasileños solamente pierden, en este rubro, para los de Hong Kong: generan más lucros que la banca suiza), ni para los especuladores del mercado financiero, y menos para las operadoras de tarjetas de crédito, que aplican tasas de interés que pueden llegar a 250 por ciento –exactamente eso: 20 por ciento al mes– anuales.
El aumento que Levy pretende aplicar se destina a los pequeños y microempresarios. Y más: luego de que Dilma declarara que el lema de su segunda presidencia es “Brasil, patria educadora”, Levy anunció que se estudia un “ajuste” (es curioso cómo ningún neoliberal usa la palabra “corte” o “recorte”: es siempre “ajuste”...) de unos tres mil millones de dólares en el presupuesto destinado a la educación. Son algunas de las primeras medidas anunciadas por el gobierno de Dilma Rousseff, que asumió el primer día del año su segundo mandato presidencial.
Lo que mucha gente se pregunta es dónde fue a parar la candidata Dilma Rousseff, aquella que aseguraba que haría exactamente el revés de lo que está haciendo la presidenta que tiene el mismo nombre.
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