Domingo, 17 de febrero de 2008 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
En San Clemente no veraneaban los ricos. Era un lugar marginal, barato porque era salvaje, porque estaba cerca de Mar de Ajó, que daba mersa. Nunca supe si veraneábamos en San Clemente porque no teníamos dinero para hacerlo en otro lado o porque papá lo había elegido como lo mejor, lo más amplio, tranquilo, con poca gente. A mi viejo la gente no le caía bien. Nunca supe si éramos ricos o pobres o algo intermedio. En Belgrano R vivíamos en un chalet muy lindo, pero lo alquilábamos. Después el viejo lo compró. Pero lo que me hacía dudar de la fortuna de papá, o de que éramos ricos, era el Nash. Sería del ’42 o del ’44 a lo sumo. Y veraneábamos en San Clemente en el ’51. La moda, el último modelo, era el Chevrolet ‘51. Uno que otro pasaba veloz, como despectivo, casi siempre era de color blanco, y tocaba bocina. Como si el dueño dijera: “Miren, otarios, miren el cochazo que tengo”. Todavía en mi memoria si aparece inesperadamente, desde el fondo del pasado, la frase Chevrolet ’51 es sinónimo de riqueza, de ostentación. Hoy serían una basurita. Pero en 1951 andaban veloces, se los veía venir de lejos. Me preguntaba: si tienen un Chevrolet ’51, ¿por qué veranean en San Clemente? Entonces San Clemente no debe ser un lugar para pobres. No éramos pobres. Pero, ¿por qué papá no compraba algo mejor que el Nash? El Nash era pesado. Era sólido, sí. Era como un tanque. Era azul. Tenía unos faros enormes y unos guardabarros como alerones. Tenía estribo. ¿Alguien imagina un auto con estribo? Bien, el Nash tenía estribo. El Chevrolet ’51, no. Eso era el progreso.
Había alguien que estaba enamorado del Nash. Si el Nash se volvía hermoso era por él. Bongo amaba el Nash. La ventanilla derecha era suya. Papá se la abría por completo y el Bongo ponía sus patitas en ella y sacaba su cabeza y miraba hacia adelante. Papá aceleraba todo lo que el Nash podía. Aunque nadie lo crea, en 1951, para decir que un auto andaba a mucha, pero mucha velocidad se decía: “¡Anda como a ochenta por hora!”. Era otro mundo. Decir que la velocidad extrema era ochenta por hora era decir muchas cosas. El tiempo era lento en 1951. No había necesidad de correr tanto. Cierto es que no se podía. Pero nadie se quejaba por eso. Lo vieran al Bongo: el viento le tiraba las orejas para atrás, él entrecerraba los ojos, abría la boca y su lengua se agitaba juguetona, feliz. Sonreía, no lo duden. Bongo era feliz y sonreía cuando iba en la ventanilla y se devoraba el aire de la playa, el sabor del mar. ¿Por qué papá lo llevaba en el Nash? Porque papá, de todos nosotros, fue el que más llegó a quererlo al Bongo. En Buenos Aires, le sacaba al Nash los asientos de atrás y ubicaba ahí unos flejes de bronce. Yo me ponía unos guantes de obrero y lo ayudaba a cargarlos. Después les decía a mis amigos que mi papá tenía una fábrica de hierros, de bronces, de acero. Me creían. Yo también me lo creía. Pero el viejo tenía que salir con el Nash para hacer las entregas. Era un héroe. Porque ya andaría por los sesenta años. Sesenta años de los cincuenta. Pero el viejo era un roble. Laburador como pocos. Para cuidar los flejes de bronce se lo llevaba al Bongo. Si alguien se llegaba a acercar al auto, si alguien se apoyaba en la ventanilla, el Bongo se lo devoraba, se le tiraba encima con rugidos y dientes de gorila criminal. Era bueno con los suyos el Bongo; con los otros, mejor que se cuidaran.
Pero tenía una costumbre maldita. Ah, Bongo querido, cuánto te costó esa manía, esa locura absurda que ninguno de nosotros podía entender ni hacerte abandonar. No la tenías cuando te trajeron. Porque el Bongo llegó a casa traído por una prima en una caja chiquita, pero chiquita en serio, eh. Estaba llena de agujeros, para que respirara lo que ahí dentro hubiera. La prima abrió la cajita y salió una cosa negra que daba dos pasos y se iba de trompa al piso. Era Bongo. ¡Qué chiquito era! No valía nada. Daba pena. No sé quién lo alimentó. No sé cómo lo alimentaron. Al año ya papá lo bañaba en la pileta del fondo, donde, si subías una escalera, te topabas con la habitación de Rosario, que, según la leyenda, mi hermano visitaba con cierta frecuencia. Mi viejo lo enjabonaba por completo y Bongo lo dejaba hacer. Era divertido mirarlo. Lo que no era divertido era cuando, ya enjuagado, Bongo saltaba de la pileta y se sacudía. Era un tormentón. Había que rajar o te mojaba hasta el alma. Pero no dije todavía cuál era la maldita costumbre del Bongo. Estaba siempre en la calle, esto lo sabemos. Y por Echeverría o por Estomba no pasan muchos autos. Con todo, auto que solía pasar Bongo se le arrojaba a las ruedas y les ladraba durante media cuadra. ¿Qué tenía con las ruedas de los autos? ¿Qué enemigo creía ver ahí? Nos fuimos acostumbrando. Así era. Era una manía del Bongo. Lo escuchábamos de lejos ladrar como un loco o rugir con furia y ya sabíamos, otra vez Bongo persiguiendo a un auto.
De San Clemente había que volver. Era triste volver. Para Bongo sobre todo. Porque en San Clemente era más libre que en Buenos Aires. Desaparecía de la mañana a la noche. No es que no lo extrañáramos, pero sabíamos que ahí estaba su felicidad. Una vez me pidieron que lo buscara. “Fijate por dónde anda el Bongo.” Empecé a caminar por la playa. Y de pronto, lo maravilloso. Un fuerte de la Legión Extranjera. No lo había visto antes porque nunca me alejaba tanto. Lo reconocí y no lo pude creer: ¿todo era mentira entonces? Era el fuerte de una película de Los Cinco Grandes del Buen Humor que se llamaba La patrulla chiflada. Yo había visto recientemente la película y me creí que el Fuerte era de verdad. En el cine lo vi grande. Lo vi verdadero. Era una nada. Un cartón pintado ya casi cubierto por un médano. Descubrí, dolorosamente, que el cine mentía. También entendí que si los de la película buscaban un lugar para que les diera un desierto, ese lugar era San Clemente. Esto me alentó un poco. Yo estaba en el mismo desierto en que había estado la patrulla chiflada. Zelmar Gueñol, Jorge Luz, Juan Carlos Cambón, Guillermo Rico y el Pato Carret. Qué cosa. Era una porquería el Fuerte. Lo encontré al Bongo y lo llevé de vuelta.
Volvíamos de San Clemente y pinchamos una goma. El viejo acercó el auto a la banquina y él y mi hermano empezaron a cambiarla. Del Bongo, como siempre, nadie se ocupó. El Bongo se cuidaba solo. De pronto oímos su famoso ladrido, sus rugidos. Pero esta vez hubo un lastimero quejido de dolor. Mi vieja y yo habíamos bajado a la banquina, con Rosario y ellas juntaban flores y yo cazaba galerones o limoneros, que muchos no había. Subimos a la ruta. Era simple: una cosa era ladrarles a los autos que pasaban por Echeverría o por Estomba y otra a los que pasaban, “a ochenta por hora”, por la ruta. El Bongo había quedado a unos sesenta, setenta metros. Quedé paralizado. Era una mancha negra en la ruta. Una mancha inmóvil, chiquita. Mi papá fue hacia él, lo alzó y lo trajo. El Bongo estaba muerto. Por suerte, el auto sólo lo había golpeado en la cabeza. Fue un instante. Pudo haber sido peor, seguía siendo él. Papá, con un cuidado tierno, que casi no le conocía, lo enterró en la banquina, y todos le pusimos encima las mejores flores que encontramos. Se cambió la rueda y seguimos viaje. Nadie hablaba. Yo no podía ni llorar. Nunca habíamos vuelto así de San Clemente. Tan tristes, tan despojados.
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