Domingo, 17 de febrero de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González
En su pequeña catedral de la librería Gandhi, Elvio Vitali desplegaba su actividad pontificia, irónica, fingidamente sobradora para poner sobre todo una sorpresiva originalidad. Primero en Riobamba y Marcelo T. de Alvear, luego en Montevideo a metros de Corrientes y después en plena calle Corrientes, Elvio dirigió esos movimientos por calles y cortadas con su espíritu atento de librero genuino, interesado profundamente por todo pero pertrechando ese interés en una fina socarronería, que era su marca personal en el mundo. Por su intermedio pasó toda una época de la cultura argentina y porteña. En los libros que leímos, en los artículos que comentamos, en los cantantes de tango redescubiertos, en la afilada comprensión de los días que pasaban, podía sentirse la marca de Vitali, porque todo ese tiempo tiene el sello de ciertas frases, de demasiadas angustias y de imágenes que no era difícil rememorar en común. Elvio las agrupaba y desagrupaba con su estilo juguetón, su oculto señorío, su alegre escepticismo. Fue un hombre de grandes pasiones pero prudente al extremo para expresarlas. El tango bien bailado fue su religión personal, la política, su divertimento intelectual, a la que le entregó piezas analíticas incomparables, con su sabiduría oral, siempre muy por encima de la política realmente practicada entre nosotros.
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