Viernes, 13 de noviembre de 2015 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Claudio Scaletta
El dato breve es muy potente: de acuerdo a las estadísticas elaboradas por la consultora especializada estadounidense Baker Hughes existe un solo país en todo el mundo donde en 2015 no cayó la actividad de perforación en los campos hidrocarburíferos. Ese país es Argentina. No se trata de un dato sólo sectorial, sino que beneficia a regiones enteras. Suele hablarse de “la crisis de las economías regionales”, pero no se advierte que en medio del desplome de los precios internacionales del petróleo, caída que en todo el mundo se tradujo en fuertes ajustes en las empresas, con despidos de trabajadores y baja de los productos brutos regionales, en el país ocurrió todo lo contrario: la actividad siguió creciendo lenta e inexorablemente. Su sostenimiento benefició no sólo al empleo petrolero y de las actividades conexas, desde firmas proveedoras al comercio y la construcción, sino también a muchos estados provinciales, especialmente en la Patagonia, donde las regalías hidrocarburíferas llegan a ser la principal fuente de ingresos públicos.
Los números muestran que en lo que va del año, la producción de crudo creció el 2,4 por ciento, la de gas natural el 5,5 y la de gas licuado (NGL) 4,5. Globalmente considerada, la expansión productiva fue del 4,1 por ciento. El mismo porcentaje de crecimiento se registró en refinación de crudo; el aumento fue del 2,8 por ciento en gasoil; 8,6 en naftas y 13,7 en fuel oil. En los últimos tres años sólo YPF invirtió más de 2000 millones de dólares en Vaca Muerta, en la provincia de Neuquén, pero también más de 1000 millones en yacimientos convencionales en Chubut, lo que le permitió aumentar el 18 por ciento la extracción de petróleo y 29 por ciento en gas en esa provincia. Si se consideran sólo los pozos de exploración realizados por YPF en los últimos tres años, cuadruplicaron al promedio de los tres años anteriores. Pero antes que abrumar con cifras, el punto a destacar es un ciclo claramente expansivo en un contexto de fuerte contracción mundial por desplome de precios.
Si bien YPF tiene mucho que ver en el comportamiento sectorial, al ser la empresa que más tiró del carro de la producción, la “anomalía” argentina en el contexto global fue resultado directo de las políticas económicas implementadas. La hidrocarburífera es una actividad extractiva y al igual que sucede, por ejemplo, en el agro, las empresas del sector aspiran a que el Estado no interfiera en el precio pleno. Dicho de otra manera, esperan que el sector público se quede con la menor porción posible del precio internacional. Esto es lo que sucede naturalmente cuando hay “más mercado y menos Estado”. Argentina tuvo su experiencia pro mercado a fines de los 90 y principios de los 2000, tras la desregulación sectorial y la privatización de YPF, período en que se expandió la producción y las exportaciones, pero con la contrapartida de que no se invirtió en exploración de reposición y las ganancias conseguidas por el sector privado no se reinvirtieron en el mercado local. El resultado fue la pérdida del autoabastecimiento y ganancias extraordinarias para las multinacionales. Extraordinarias en tanto explotaron pozos que no desarrollaron, tarea previa realizada por la YPF pre privatización.
A partir de 2003, el Estado intervino sobre la renta petrolera de dos maneras, vía retenciones y por los precios de los combustibles. Ello produjo una redistribución de la renta sectorial en favor de los consumidores y las empresas, que contaron con energía más barata, lo que significó baja de costos de producción y mejora de competitividad. Otra parte de la renta sirvió para financiar al Estado vía retenciones. Este escenario contaba con dos condiciones necesarias: reservas abundantes y precio internacional elevado. La primera condición que se perdió fue el autoabastecimiento. Frente a ello, la reacción de la política fue garantizar un precio superior para la “producción nueva” a fin de incentivar la exploración, los llamados planes “plus”. Cuando el problema devino en una de las principales fuentes de la escasez de dólares, dada la nueva necesidad de importar combustibles, se avanzó, tras algunos titubeos iniciales, a la etapa superior, que fue la recuperación del control accionario de YPF y la concepción de los hidrocarburos como recurso estratégico. El control estatal y la nueva caracterización tuvieron dos efectos. El primero fue ubicar al tope de la lista de prioridades el nivel de producción, el segundo fue separar completamente los precios internos de los internacionales y vincularlos definitivamente a los costos de producción internos, que en el último año, dicho sea de paso, se incrementaron alrededor del 30 por ciento, principalmente por el componente salarial.
Fue contra esta separación de precios que reclamaron las empresas cuando el barril de crudo rondaba los 100 dólares. Siguieron reclamando, con algo más de razón, cuando se pagaba más por el gas importado que por el gas propio en boca de pozo, sea el que todavía se compra a Bolivia o el gas licuado de los barcos metaneros. Hoy, en cambio, las empresas no reclaman aunque la política es la misma. Lo que cambió fueron los precios internacionales. Frente a los alrededor de 50 dólares que cuesta el barril en el mercado internacional, el “barril criollo” se paga unos 77 dólares. También se pagan 7,5 dólares el millón de BTU de gas nuevo en boca de pozo, lo que entraña un “subsidio” de al menos 2,5 dólares. El sostenimiento de ambos precios permite mantener el nivel de actividad, evitar crisis en las economías regionales y, también, aumentar la producción, lo que contrarresta parcialmente el problema macroeconómico de la restricción externa mirando el largo plazo, una dificultad que en el corto plazo se ve hoy amortiguada por la caída de precios de importación, el único dato favorable de la coyuntura.
Aumentar la producción interna no es sólo una cuestión de la industria petrolera, sino de sustituir importaciones con miras a una macroeconomía para el desarrollo, es decir, alejar la restricción externa para poder seguir creciendo y redistribuyendo. Pero así como existe una macroeconomía heterodoxa, también existe una microeconomía del mismo signo. Para la visión neoclásica, el gran problema actual en el mercado de combustibles es que, en un contexto de bajos precios internacionales, los consumidores locales pagarían precios más altos que los de un mercado absolutamente desregulado. Para la heterodoxia, lo que importa es siempre empujar el nivel de actividad pensando en el largo plazo y en el ciclo económico.
El escenario de las políticas energéticas gubernamentales se encuentra en las antípodas de la visión de la oposición neoliberal revelada por el referente energético de Mauricio Macri, el ex CEO de la filial de Shell en el país Juan José Aranguren, quien rechazó tanto la regulación de precios internos en relación a los internacionales como la necesidad de sustituir importaciones y alcanzar el autoabastecimiento. Está claro que la cuestión no pasa por conservar o no el control accionario de YPF, en todo caso un instrumento poderoso si se lo usa en el marco de una política estratégica, pero que puede ser irrelevante en un contexto político diferente.
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