Miércoles, 7 de mayo de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Juan Luis Hernández *
El federalismo y la descentralización administrativa constituyen en Bolivia una demanda histórica insatisfecha. La llamada “Revolución Liberal” de 1899 –una de cuyas demandas era, justamente, la reorganización federal de la república– y la revolución de 1952 no sólo no resolvieron este problema, sino que lo agravaron: tanto los liberales como el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) abusaron de la centralización política y administrativa, cuyos beneficiarios fueron a lo largo del siglo XX los grupos económicos dominantes del Altiplano. Sobre esta demanda irresuelta se asienta hoy el reclamo del autonomismo departamental, levantado por la oligarquía agroindustrial de Santa Cruz con el manifiesto propósito de defender sus intereses locales fundamentales: oposición a cualquier forma de redistribución de la propiedad de la tierra impulsada desde el gobierno central y control de una cuota mayor de la renta gasífera y petrolífera.
La disputa no pudo ser zanjada en el marco de la Asamblea Constituyente, inaugurada el 6 de agosto de 2006, tras arduas negociaciones entre el MAS, Podemos y otros partidos políticos menores. Luego de varias crisis, y de casi un año y medio de trabajo, se elaboró una nueva Constitución del Estado (no reconocida por la oposición). Consagra algunas reformas políticas y sociales anheladas por los sectores populares, pero no avanzó demasiado en el rediseño de un sistema político superador de la desgastada “democracia pactada”, definitivamente erosionada por las movilizaciones populares de 2000, 2003 y 2005. Ante ello, la derecha apostó al referéndum autonómico realizado el domingo pasado en Santa Cruz, y los que le seguirán en Tarija, Pando y Beni en las próximas semanas. Evo Morales respondió profundizando las nacionalizaciones petroleras, esto es, procedió a reforzar el control estatal de la principal riqueza nacional.
Indigenismo y separatismo son hoy discursos opuestos en Bolivia. No son para nada nuevos, pero sí es muy diferente, en términos históricos, el escenario en el que se cruzan. Por primera vez en su historia, el país tiene como presidente constitucional a un dirigente sindical campesino de origen aymara. La “etnificación de la política”, entendida como el proceso por el cual las identidades originarias se transforman en capital político, adquirió particular relevancia en Bolivia al calor de la renovación cultural inspirada desde principios de los ’70 por el katarismo, la organización del movimiento campesino en todos los rincones del territorio nacional, y el impacto de las movilizaciones populares durante la “guerra del agua” y la “guerra del gas”.
Hoy, las organizaciones sindicales de trabajadores y campesinos, junto a los movimientos sociales, constituyen la fuerza social fundamental en la que se apoyan los proyectos transformadores de la sociedad boliviana.
A su vez, la reestructuración de la economía y la sociedad impulsada por las reformas neoliberales a partir de 1985 convirtieron a Santa Cruz y a la región oriental en el motor del capitalismo boliviano. Y crearon las condiciones para la potenciación del racismo cruceño, activamente fogoneado por los comités cívicos y las prefecturas departamentales.
Así planteadas las cosas, la colisión pareciera inevitable. Pero también es cierto que gran parte de las bases sociales indígenas y mestizas del MAS sólo aspiran a una mayor inclusión y reconocimiento social. Y que muchos políticos y empresarios cruceños comprenden, más allá de las declaraciones altisonantes, que en un contexto regional sudamericano desfavorable y con fuerzas armadas tradicionalmente centralistas y permeables al discurso nacionalista, una escisión territorial es hoy una opción poco viable y realista.
En Bolivia, como siempre, todas las posibilidades están abiertas.
* Profesor de Historia Latinoamericana Contemporánea (UBA).
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