Domingo, 30 de mayo de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Grüner *
El día anterior a la marcha de los “pueblos originarios” –ese día en el que hasta la “gente del campo” de Recoleta se enteró de que la Argentina no es un país europeo– se pudo escuchar por la radio (pública) a un dirigente indígena diciendo, con apenas una pizca de sorna, aproximadamente lo que sigue: “Me parece muy bien que la Argentina festeje sus 200 años como nación. Es el entusiasmo de las muy jovencitas. Nosotros ya estamos aquí hace varios miles de años, y hace más de quinientos que no tenemos mucho que festejar.” Para alguien (“yo”, “el que esto escribe”, “el arriba firmante”, “este columnista”, o el sujeto dividido que fuere) plenamente argentino de cuarta generación pero descendiente de barcos austríacos y vascos franceses –los vascos franceses son franceses, mientras los españoles son sencillamente vascos– no deja de ser descolocante, por más “informado” que se crea, escuchar un tono de amable condescendencia dirigido al Estado-Nación por parte de un connacional, sí, pero de esos que estaban ab origine, en el comienzo, cuando nadie (ningún europeo, se entiende) había siquiera concebido los conceptos de Estado o de nación. Igual de descolocante que ver, en el Paseo del Bicentenario (este “yo” no lo vio: estaba fuera de Buenos Aires; pero se puede ver en YouTube, como todo) una instalación del GAC (Grupo de Arte Callejero) recordando, entre otras cosas, que la primera declaración independentista de América latina y el Caribe no fue en 1810 sino en 1804 (me permito humildemente corregir a la instalación, que ponía “1807”), a saber la haitiana. La primera, y por lejos la social y culturalmente más radical: allí fue el conjunto de la clase explotada por excelencia, los esclavos de origen africano, la que, bajo dirección de los líderes surgidos de esa misma clase como Toussaint Louverture, tomaron el poder y fundaron una nueva nación, a la que llamaron “Hayti”, que no es un nombre africano, sino taíno, la lengua de los arawak, habitantes originarios de la isla a la que había llegado Cristoforo Colombo el 12 de octubre de 1492, y que habían sido exterminados casi totalmente 300 años antes de la independencia del Haití “negro”. Toda una lección de “multiculturalismo” avant la lettre. O, mejor –porque el “multiculturalismo” o la “hibridez cultural” son la coartada de una (falsa) globalización–, una asunción frontal de los conflictos irresolubles que planteó desde el principio la mundialización del capital.
Es decir: una fecha, una de esas llamadas “efemérides” (un bicentenario, pongamos) no es tan sólo un hito en una historia lineal. No hay, para empezar, historia lineal. Las fechas –que son campos de batalla del “conflicto de las interpretaciones”, como bien saben los historiadores– son nudos (complejos, borromeanos, intrincados) que condensan de manera “desigual y combinada” historicidades heterogéneas, temporalidades diferentes, proyectos políticos, culturales y existenciales diversos y frecuentemente enfrentados. Cuando todas esas diferencialidades aparecen unificadas en un festejo (nacional y continental) multitudinario, estamos ante un bien interesante escenario de tensión entre dos polos de significación objetiva: por un lado, la tendencia a crear un tiempo histórico “homogéneo y vacío” (son palabras de Walter Benjamin), ilusoriamente propuesto como una totalidad sólida y sin fisuras; por el otro, la tendencia –probablemente mucho menos “consciente”– a darles visibilidad a las diferencias y las heterogeneidades, a la pugna de proyectos e intereses históricos que ocasionalmente –y estamos inmersos, en toda Latinoamérica, en una de esas “ocasiones”– asoman desde el proverbial “subsuelo sublevado” de las patrias. De un lado, el efecto de masa de las identificaciones con el ideal de unidad; del otro, los “agujeros” abiertos en ese ideal identitario por las particularidades de clase, de etnia, de género, de “modelos” económicos, sociales, políticos, culturales. Las dos cosas son igualmente verdaderas, en el sentido de que producen efectos materiales sobre las prácticas de los sujetos y de la polis. La historia (o la “prehistoria” en la que aún estamos, según la metáfora de Marx) es un remolino que hace entrechocar esas polaridades. Y esa historia se escribe –y, sobre todo, se hace– de manera totalmente distinta según la perspectiva sea la de los (por ahora) vencedores, o la de los (por ahora) vencidos. La primera es la historia que ya fue. La segunda, la que puede ser.
La fiesta popular es antigua como la humanidad. Desde la orgía dionisíaca, pasando por el carnaval renacentista, la diablada quichua o el vudú haitiano que contribuyó a aquella gran revolución, hasta las celebraciones oficiales de fechas magnas, ha sido teorizada mil veces por los antropólogos o los historiadores de la cultura. Más allá de las diferencias, parece haber un cierto consenso: son umbrales, paréntesis liminares, en los que se suspende, justamente, el tiempo lineal, rutinario pero sordamente sufrido, de un transcurso regulado que disimula las alegrías maníacas y las angustias depresivas, las laceraciones de la opresión cotidiana y las humillaciones administradas por poderes crueles que no son siempre los más visibles. En la fiesta, con todas las máscaras del caso, todo eso se actúa. Se crean heterotopías y heterocronías: espacios y tiempos paralelos, paradójicos o paratácticos, que a veces estallan inesperadamente en la fundación de cronologías nuevas: la fiesta revolucionaria de 1789 inventa un nuevo calendario, en la comuna se dispara contra los relojes de los edificios públicos. Nuestra pampa, es obvio, se mira con otra radiografía. Su cabeza de Goliat tiene preocupaciones más módicas. Pero la fiesta habla, de todos modos, de un momento histórico con cierto suspenso. Se ha discutido mucho, en estos días, sobre el auténtico significado de la masiva participación popular. No hay acuerdo sobre esa “autenticidad”, ni puede haberlo: en el remolino de la historia, en el momento liminar de suspenso, podrán conjeturarse tendencias, pero no significaciones únicas y excluyentes. Las “participaciones populares” entusiastas y festivas son siempre bienvenidas, pero la multiplicidad entrechocante de sus tiempos y espacios heterogéneos no debería precipitar vaticinios de triunfos y derrotas a corto plazo. Es legítimo –aunque gobiernos y oposiciones se rasguen las vestiduras en el altar de la corrección política amonestando que “la fiesta es de todos”– el debate sobre quiénes sacarán mayores réditos de una fiesta bicentenial que abre la puerta del tiempo electoral. Sin embargo, la fiesta popular –que se intersecta pero no necesariamente “hace masa” con la oficial– tiene otros tiempos, más largos, más espasmódicos, más subterráneos, más fragmentarios, más inciertos, también más ricos de sentidos históricos. Aquellos antropólogos e historiadores de la cultura explican que muchas veces sucede que en la fiesta todo está permitido para que después (porque toda fiesta tiene un fin) todo vuelva a su lugar: la fiesta como mera válvula de escape de las tensiones. Pero también explican que no todo vuelve a su lugar exacto: durante el paréntesis de suspenso, las masas aprendieron que se puede jugar a otra cosa que a las pálidas rutinas (aunque sea disfrazadas de “crispación”) del siempre-lo-mismo de la política “burguesa”. No habría que exagerar, pues, el volumen del acontecimiento puntual. Pero sí observar con apasionado interés qué trae la larga duración del post-fin de fiesta: ¿continuidad del entusiasmo o mera resaca?
* Sociólogo, ensayista y profesor de Teoría Política.
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