Domingo, 16 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Edgardo Mocca
De modo excelente lo argumentó Guido Croxato en la nota que escribió el último miércoles en este diario: el núcleo de la demagogia punitiva consiste en considerar que si hay más penas viviremos más seguros. Bien mirado, todo el aluvión mediático-político de estos días contra un anteproyecto de reforma del Código Penal gira en torno de esa idea. No es una discusión jurídica la que está teniendo lugar; es una discusión profundamente política y toca los nervios más sensibles de la representación colectiva sobre cómo vivimos y cómo queremos vivir.
La frase “es un Código a favor de los delincuentes” –escuchada hasta el hartazgo en estos días– propone dos cuestiones enigmáticas: quiénes son los delincuentes y quiénes y por qué procuran favorecerlos. No puede entenderse que, en el contexto en que se la dice, la palabra delincuente signifique simplemente “el que comete un delito”. Fácilmente advertimos que no es el estafador en gran escala ni el que practica la violencia familiar el sujeto de esta designación colectiva: las formas y los actores de los delitos son múltiples y no conforman un grupo homogéneo de la sociedad factible de ser “beneficiado” con un Código Penal. Nos acercaremos un poco más al contenido concreto de la palabra delincuente en esa frase, si observamos la población de nuestras cárceles y desciframos los estereotipos construidos por lo que Zaffaroni llama la “criminología mediática”. La realidad de los castigos penales y la imagen que transmiten los medios de comunicación dominantes coinciden en un identikit colectivo del delincuente. Se trata de personas jóvenes, de piel oscura, que viven en villas y barrios pobres, no trabajan ni estudian y consumen alcohol y drogas prohibidas. Ese es el origen de la gran mayoría de los residentes en los institutos de reclusión y ésa es la imagen que de la violación de la ley penal nos transmiten incansablemente los medios. Esos son los “delincuentes” a los que se refiere el frente político-mediático que impugna el anteproyecto. El término con el que cierta sociología designa a esas personas es “infraclase”: están fuera de la estratificación clasista, no pertenecen a ninguna clase, es decir, están fuera de la sociedad. Como lo ha sostenido Zygmunt Bauman, esta construcción mitológica de un ser colectivo desconocido, bárbaro y peligroso cumple una importante función social, la de descargar un conjunto de miedos, angustias y frustraciones de las clases poseedoras y consumidoras a través de la creación de un “otro”, de un chivo expiatorio del malestar social. La creencia conduce a una fácil conclusión: estaríamos mejor si esa gente no existiera o, por lo menos, si estuviera bien encerrada y, por lo tanto, fuera de nuestra vista.
Si ésos son los delincuentes, ¿quiénes son los que buscan favorecerlos? No hay ninguna duda, es el Gobierno. Poco importa el hecho de que el autor del documento fuera un colectivo plural compuesto por especialistas reconocidos y representantes de los principales partidos políticos del país. Para Sergio Massa y sus asesores, esa pluralidad creaba por defecto una enorme oportunidad: como él era oficialista y su actual partido no existía cuando se formó la comisión, la impugnación al documento servía para golpear al Gobierno y, de paso, a todos los que le disputan la primacía en la oposición. El aprovechamiento de las oportunidades no es malo en sí mismo; más bien es un atributo de la política y los políticos; lo que diferencia los hechos es la pregunta por el signo y el sentido de ese uso. En este caso, la oportunidad significó una fuerte inyección de confusión y de miedos en vastos sectores de la sociedad, un estado de incertidumbre y desconfianza antipolítica.
Queda pendiente el porqué de esa voluntad del gobierno kirchnerista de “favorecer a los delincuentes”. La pista la ofrece una frase de Carrió después del triunfo de Cristina Kirchner en la elección presidencial de 2007. Dijo la diputada: el Gobierno tiene una legitimidad segmentada, la votan los pobres; ahora hay que ir con la clase media a rescatar a los rehenes del clientelismo gubernamental. Pocas expresiones pueden ser tan eficaces para sintetizar una interpretación antipopular de la política argentina; pocas expresiones ilustran con tanta claridad acerca del carácter político de lo que se está discutiendo. Ese “rescate de rehenes” es la contracara política de la furia punitiva que se promueve en esos días; son lenguajes diferentes para hablar de la vuelta del país a la “normalidad”. Todos los males infernales que sacuden a nuestro país son hijos de ese matrimonio del Gobierno con las clases más pobres: la inflación es hija del gasto público demagógico que promueve el Gobierno para mantener a los pobres como rehenes, la Asignación Universal por Hijo y el plan Progresar benefician a gente que no quiere trabajar y las normas penales protegen a los delincuentes, que son esas mismas personas.
Ponerle a la discusión de un Código Penal la etiqueta de la “seguridad” es, por sí mismo, un recurso político. De lo que se trata es de agitar las aguas de las clases medias de las grandes ciudades, movilizar sus prejuicios y representarlos políticamente. El massismo que surgió con la bandera de constituirse en una versión corregida y mejorada del kirchnerismo fue virando posicionalmente en los últimos meses: la esperanza de alcanzar la hegemonía en el territorio del peronismo (cierto periodismo auguraba una fuga en malón hacia Massa) dejó paso a una lectura más sensata, que reconoce el peso decisivo del voto antigubernamental y conservador en su exitosa elección legislativa de octubre último. Solamente ese arco político-social puede constituirse en la base de una expansión de sus expectativas electorales y es un territorio de disputa con la derecha clásica, el macrismo. Allí es donde se dirige el feroz discurso actual, lógicamente acompañado por los grandes medios hegemónicos. Es la consigna de la seguridad la que aglutina de un modo más eficaz al frente antikirchnerista; su voz de orden es una mirada que concibe a la sociedad dividida entre delincuentes y gente decente, división que permite mejorar el juicio sobre el propio modo de vida e identificar dónde está la amenaza. En ese discurso, la legitimidad de la pena no está asociada a ningún objetivo “resocializador” de la persona que cometió un delito penal; se limita a la pretensión de la defensa propia basada sobre la superpoblación carcelaria y a la creencia en la capacidad disuasiva del Código Penal, lo que presupone “delincuentes” que calculan rigurosamente los costos penales de cada una de sus acciones. Lo cierto es que ese Código es un papel que se limita a señalar cuáles son los valores que una cierta sociedad protege, cómo se ordenan jerárquicamente y se establecen entre ellos determinadas proporcionalidades con la pretensión, nunca completamente alcanzada, de la justicia. El papel no puede lograr que las cárceles sean sanas y limpias (tampoco lo consiguió hasta ahora la propia Constitución vigente). Tampoco puede lograr que no haya más crímenes ni que los que tienen lugar sean efectivamente esclarecidos y castigados, ni resolver estrategias preventivas para disminuir los delitos. Ni siquiera puede hacer que los hombres y las mujeres seamos estrictamente iguales ante la ley. No habrá Código Penal que elimine las incertidumbres y las angustias. Lo máximo que puede pedírsele es la capacidad de reglar y poner límites a los impulsos de venganza que albergan en toda sociedad.
La operación mediático-política consiguió un logro no menor: desarmó una escena de diálogo y convivencia política de esas que no abundan entre nosotros. Maltrató duramente a quienes apostaron con su presencia en la elaboración del documento a una manera civilizada de tramitar las diferencias. Curiosamente, quienes hacen de la falta de diálogos y de consensos una acusación dirigida contra el Gobierno han incendiado uno de los pocos puentes que se pudieron construir en estos años. Radicales y macristas han desautorizado de hecho a quienes los representaron en la elaboración del documento. Ahora el Gobierno tendrá que definir cómo sigue (o no sigue) el proceso de la reforma del Código Penal. La política tiene sus tiempos, sus formas, sus audacias y sus prudencias. Tiene poco sentido el pronóstico de lo que ocurrirá y mucho menos todavía el juicio pretendidamente objetivo sobre lo que “habría que hacer”. Sin embargo, es posible formular algo así como un deseo. El deseo de que la democracia argentina pueda permitirse ciertos debates, aun cuando el balance de costos y beneficios de su probable desarrollo no luzca muy promisorio para quienes defienden una posición política favorable a la igualdad social y al fortalecimiento del estado de derecho. La “mano dura”, el discurso brutal e intolerante (a veces también muy ignorante) han dado dividendos a más de una empresa política en el pasado cercano. Pero también es cierto que un proceso transformador no puede detenerse en el límite del prejuicio social; el debate es necesario porque su objeto no es solamente una normativa penal sino que está en juego nuestra visión de la sociedad, la manera en que queremos vivir juntos. Ojalá tengamos pronto la discusión social y parlamentaria sobre el Código Penal.
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