Domingo, 15 de junio de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Es notable la ausencia de una mirada sobre el mundo que caracteriza a la derecha mediático-política argentina. La cuestión aparece segmentada y tabicada en la información y en el comentario: es materia de crónicas inevitablemente encargadas a las secciones internacionales y reservadas a especialistas del género. La consecuencia es un empobrecimiento sistemático, nada casual, de la discusión sobre nuestra realidad y nuestro futuro político.
Un caso particularmente demostrativo de esta operación es la muy escasa repercusión de las últimas elecciones parlamentarias europeas del pasado 25 de mayo en la información y el debate político local. Lo que ha ocurrido en Europa no se quiere ver. No hay forma de predicar exitosamente la perspectiva de la “nueva Argentina”, por fin desembarazada de populismos estatistas y nacionalistas propios de otra época, mientras se analiza el derrumbe electoral de los partidos tradicionales de ese continente, el avance espectacular de la ultraderecha y el nacimiento de nuevos espacios de izquierda alternativos a una socialdemocracia desprestigiada y muy comprometida con la crisis. Las elecciones europeas nos muestran dramáticamente un signo central de la época: la crisis de las democracias parlamentarias colonizadas por el mundo de los grandes negocios e incapaces de escenificar políticamente la lucha entre alternativas efectivamente diferentes hacia el futuro.
No toda la derecha mundial hace silencio. Vargas Llosa publicó en el diario español El País, pocos días después de los comicios, una nota cuyo estado de ánimo está en el título: “Decadencia de Occidente”. Antes de reseñar con tono apocalíptico los resultados del voto europeo, el escritor peruano pronuncia un juicio rotundo y desesperado: “El mundo ha cambiado ya mucho más de lo que creíamos y la decadencia de Occidente, tantas veces pronosticada en la historia por intelectuales sibilinos y amantes de las catástrofes, ha pasado por fin a ser una realidad de nuestros días”. Las dos caras de la decadencia son el retroceso de la integración europea asediado por populistas de derecha y de ultraizquierda (curiosa y manipuladora denominación para experiencias populares como la del Siriza griego y el Podemos de España) y el “ensimismamiento” de Estados Unidos, que el autor detecta en la abstención de intervenir militarmente en Siria y otros países y atribuye a que la presión popular en ese país aconseja la renuncia a sus “responsabilidades mundiales”. No es una voz menor la que se alza con desesperación ante los cambios en el mundo, sino la de uno de los más visibles y resonantes voceros de la derecha liberal en el mundo. Hay algo, sin embargo, en lo que Vargas Llosa acompaña a la derecha intelectual y política global: es el modo en que renuncia a cualquier explicación consistente de la crisis. La situación económica y social europea parece no tener historia, ni causas, ni actores protagónicos; parece una catástrofe natural que es aprovechada por el populismo malvado y el nacionalismo ignorante. Mucho más actual y sugerente suele ser la intervención del papa Francisco en estos temas, cuando pone en el centro de la tormenta al capitalismo, su culto al dinero y el
correlativo “descarte” de masas de millones de seres humanos.
La experiencia europea merece ser rescatada de la oscuridad y el silencio interesado de nuestra derecha. Nos habla profunda y sabiamente a los argentinos. Echa luz sobre la naturaleza, la dinámica y la perspectiva de nuestras luchas políticas. Nos revela sus aspectos estructurales cuidadosamente escamoteados por la espectacularidad y el escándalo mediático. Europa es hoy el centro de un episodio fundamental de la crisis que recorre el capitalismo global. Una crisis que no es coyuntural ni pasajera y cuyo corazón es la actual incompatibilidad de las formas y escalas de reproducción del gran capital con el mantenimiento de una vida digna para crecientes masas de personas. Es la más profunda crisis del tipo de capitalismo –especulativo, desterritorializado y ampliamente autónomo de la demanda social– surgido a fines de los años setenta y que se presentaría al mundo con el pomposo título de globalización.
Es una crisis que está inscripta en la propia experiencia de los argentinos, que vivimos uno de sus capítulos más brutales en aquel diciembre del corralito, el estallido social y el derrumbe político. Sabemos mucho de endeudamientos colosales, de ajustes estructurales, de blindajes y megacanjes. No casualmente el conflicto judicial con los fondos buitres se ha convertido en un leading case para el mundo desarrollado: no faltan capitalistas lúcidos que temen que un fallo desfavorable pueda conformar un antecedente legal para las reestructuraciones que sucedan a los defaults de países europeos que muchos consideran inevitables. Claro que siempre es posible que, en la práctica, las reglas de juego sean descaradamente distintas según el volumen de cada país, como suele suceder. Nuestro país, entre otros de la región, ha ensayado fórmulas heterodoxas de actuación ante la crisis; toda la pirotecnia de los “especialistas” sobre la necesidad de “abrirnos al mundo”, “achicar el gasto” y “liberar la economía” no es más que la forma propagandística de la presión a favor del regreso de la ortodoxia y el cierre de la experiencia iniciada hace más de una década. Es, no casualmente, un conflicto parecido al que se desarrolla en otros países de la región.
Ahora bien, además de la existencia de lazos imposibles de negar en la naturaleza económica de la crisis que recorre el mundo con creciente velocidad, es necesario pensar en la comunidad de los rasgos políticos del proceso. En ese punto es, quizás, donde la experiencia europea trae sugerencias más interesantes. Hace poco, un documento empresario argentino (que incluía firmas falsas) hacía una serie de propuestas económicas fácilmente atribuibles al enfoque ortodoxo: menos intervención del Estado, menos impuestos al capital, plena libertad de mercado y todo lo que ya se sabe. No estaba en lo económico la originalidad del paper sino en su fórmula política. Esta consistía en la posibilidad de que ese programa de salvación pudiera ser aplicado por gobiernos de “distinto signo ideológico”; y para que no quedaran dudas agregaban los declarantes “como se hace en la mayor parte del mundo”. Hablando claramente, los gobiernos pueden ser de cualquier signo, lo que no puede ser de cualquier signo es la política. A la política la sobredeterminan las verdades sagradas de la ciencia económica: ellas son –en un curioso regreso al marxismo escolástico– la base sobre la que descansa la superestructura política. Ese es el núcleo duro de las apelaciones a los grandes consensos, al abandono de los enfrentamientos estériles y otros lugares comunes que usan generosamente los portavoces de los grupos económicos concentrados en el campo mediático y político. Eso es lo que significa la “nueva Argentina” cuyo advenimiento le pronosticó al oído Magnetto a Scioli, según la indiscreta información publicada en la versión on line de Clarín, luego borrada.
Pero resulta que esa fórmula política es la que empezó a estallar en Europa. Quienes se rasgan las vestiduras por el triunfo de la ultraderecha en Francia, en el Reino Unido y en Dinamarca y su avance vertiginoso en muchos países europeos, deberían intentar avanzar en la explicación un poco más allá de las fáciles invectivas contra los malos franceses, ingleses y europeos en general. Deberían preguntarse si la amenaza contra la democracia y la libertad en Europa no tiene detrás de sí el empobrecimiento de esa misma democracia durante las últimas décadas. Deberían preguntarse por qué ese maravilloso “consenso centrista”, esa promisoria “tercera vía”, esa embellecida “alternancia entre partidos de distinto signo” no terminó siendo el decorado institucional del reinado del pensamiento único neoliberal, adoptado franca y naturalmente por las derechas y silenciosa y cínicamente por las supuestas “izquierdas”.
¿Por qué no se formulan esas preguntas elementales ante un estremecimiento tan intenso como el que está ante nuestra vista? El problema es que si se hace esa pregunta cambia toda la discusión. Esa pregunta es una pregunta sobre lo que es democracia y lo que no es democracia. Si gane quien gane pasa lo mismo, si los partidos de distinto signo lo son solamente por los iconos del pasado que exhiben, si las políticas reales se establecen en oscuros gabinetes tecnoburocráticos en Bruselas (siempre muy bien comunicados con Berlín y con Washington) entonces la idea de democracia como sociedad que se gobierna a sí misma queda encerrada en una profunda interrogación.
Por eso quienes, entre nosotros, proponen un cambio de ciclo, una nueva Argentina de los acuerdos, los diálogos y los consensos, no hacen sino predicar el tipo de democracia que entró en una profunda crisis en Europa y que implosionó entre no- sotros en 2001. Ultimamente –y en especial en los últimos días después de la abdicación del rey de España– se abstienen de invocar el Pacto de la Moncloa como la solución de todos nuestros males. Pero también aquí, conservadores y socialdemócratas ofrecen su receta para una democracia pactada. Sobre la base de un pacto que tiene en su único artículo de fondo la defensa de un modo de dominación. También aquí denuncian a los nacionalismos y los populismos del país y de la región que no son sino la expresión del conflicto de época que atraviesa al mundo. Y que afortunadamente han tomado entre nosotros las banderas de Bolívar y San Martín y no las nostalgias del fascismo y el nacional-socialismo.
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