Domingo, 22 de mayo de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
El discurso con el que Macri anunció el veto a la ley de emergencia laboral tiene la forma de un manifiesto político. El rechazo de una ley que se presenta como defensa de los trabajadores resultó una ocasión publicitaria muy especial para el enunciado de una filosofía.
El primer dato es que Macri habla obsesivamente en primera persona (“para mí”, “yo creo”, “estoy convencido”) lo que facilita el cruce entre los dos registros que se ponen en escena: el de las atribuciones presidenciales y el de la historia personal. Está ejerciendo el veto, que es el máximo poder personal que la Constitución otorga al presidente porque implica la posibilidad de que su opinión se imponga a la de la mayoría de los representantes del pueblo. “Es una ley que va en contra de los argentinos”, afirma; el mensaje tiene una claridad abrumadora: en la Argentina actual, el que decide qué es lo que está a favor o en contra de los argentinos soy yo; todo eso dicho después de exaltar la virtud del diálogo y de fustigar la concepción autoritaria del Estado que, según él, practicó el gobierno anterior. Desde esa dura plataforma, Macri arranca la descripción del modo en que toma las decisiones. Y utilizando la experiencia de su paso por la presidencia de Boca dice que él es capaz de desoír la voluntad colectiva predominante, cuando él cree lo contrario. Todos querían allá por 1994 que Maradona fuera el técnico de Boca, “yo, Macri”, presidente del club, creía lo contrario, no lo nombré a Maradona y después, “gané 17 copas”, dice, saltando la valla que un pudor muy elemental parece aconsejar al uso del “yo” cuando se hace referencia a títulos que obtiene un grupo de profesionales del fútbol.
Pero el discurso no se limita a su autoafirmación como líder. Establece algo así como un programa, como una hoja de ruta de la Argentina que viene. Es cierto que cualquiera que escuche las palabras de Macri puede opinar que un conjunto de vaguedades no constituye un programa político. Que la apelación a la creatividad y a la tenacidad de los argentinos no es un camino para llegar a lugar alguno. Sin embargo, la palabra de Macri es programática en otro sentido, el de una nueva utopía para los argentinos. Claro, también aquí hay que aclarar que, en principio, la utopía no tiene nada de nueva, porque es la utopía del neoliberalismo. Es la utopía del capital humano que presupone que todos somos “empresarios de nosotros mismos”, que nuestro nivel de vida dependerá de cuánto esfuerzo invirtamos en nuestra formación y en el cuidado de nosotros mismos. No es ajeno a esta inflexión el uso de un orientalismo de bolsillo, en cuyo corazón está la idea de que lo social no es más que una proyección –cuando no directamente una alucinación– de nuestro yo interior. Lo nuevo de esta vieja utopía es que viene a enfrentar cara a cara –sin disimulos y sin mediaciones– a otra utopía que se fue gestando en nuestro país y en nuestra región alrededor de la idea de patria, de justicia, de solidaridad, de soberanía, una utopía que tampoco es nueva pero que alcanzó grados de poder inéditos en la América latina de lo que va del siglo XXI.
La utopía neoliberal en su actual estado tiene reminiscencias de aquel relato utópico y cínico acerca del origen del capitalismo, que Marx critica en el primer tomo de El Capital, en el capítulo sobre la acumulación primitiva. Es decir el famoso cuento de que en algún momento de la humanidad hubo un conjunto de personas laboriosas e inteligentes y del otro una multitud de vagos, derrochadores e inútiles; los primeros se transformaron en capitalistas, los segundos –en el mejor de los casos– en trabajadores. Esta idea de la acumulación primitiva, dice Marx, juega en la economía política el mismo papel que el pecado original en la teología. Es el “ganarás el pan con el sudor de tu frente” pero transformado “creativamente”: “según como te comportes, no necesitarás sudar”. La realidad, dirá Marx, es que el capitalismo entró en la historia chorreando sangre y lodo por todos los poros. Fue pura violencia, rapiña, colonialismo. Todo el ruido de estos días alrededor de la “meritocracia” no es más que un regreso a ese mito constitutivo del capitalismo. Nadie nos va a regalar nada, todo será fruto de nuestro esfuerzo, de la confianza que tengamos en nosotros mismos. En la apariencia, es una exaltación virtuosa, una gran promesa que impulsa a la superación, una clave que permitirá a los trabajadores y a los pobres redimirse de su herencia pecadora y dejar de depender del Estado, monstruoso e inútil, para convertirse en un eficaz gestor de su propio progreso a través de la libertad.
Sin embargo, la utopía tiene un reverso que la hace rozar con la realidad. En la vida real –esa de la que hablan las encíclicas del papa Francisco pero a la que es sorda la verborragia neoliberal– el tiempo prometido nunca llega. No se conoce la experiencia de ningún país que haya recorrido por el camino del neoliberalismo el puente que lleva de la dura realidad del capitalismo a la felicidad indescriptible de la “libertad”. Lo que en realidad ha ocurrido y ocurre es un proceso que el sociólogo francés Christophe Dejours, analizando la problemática de los trabajadores franceses, llamó la “banalización de la injusticia social”. Se basa en el mutuo reforzamiento de dos tipos de sufrimiento: el de quien se queda sin trabajo y el de quien todavía tiene trabajo. El cuento del capital humano y de la meritocracia crean en la sociedad la idea de que quien perdió el trabajo es un fracasado como empresario de sí mismo y que solamente él es el culpable, y que el que todavía tiene trabajo tiene que seguir conduciéndose como buen empresario, es decir protegiendo su capital aún a costa de las máximas renuncias a su propia dignidad. La utopía neoliberal debe ser juzgada por la experiencia a la que le da fundamento. En el mundo del neoliberalismo realmente existente, según el profundo análisis del sociólogo Ariel Colombo, no funciona el capitalismo de la promesa sino el de la extorsión: hay que aceptar el infinito despilfarro de energías que exige la acumulación de “capital social”, que termina en las más penosas neurosis, o sucumbir en el fracaso y en el derrumbe.
La libertad trae progreso. Los populistas no quieren la libertad porque necesitan séquitos de pobres, esclavos del Estado. La libertad trae consigo la confianza. Si los argentinos tenemos confianza en nosotros mismos, todo el mundo lo va a advertir y nos va a premiar con su confianza. Entonces vendrán las inversiones, las empresas pequeñas se harán medianas y las medianas serán grandes. Si superamos la desorganización no tenemos techo. El manifiesto político-utópico de la derecha argentina podría reducirse a un libro de “autoayuda política” de los más mediocres, si no fuera porque lo subyacen la ilusión y el miedo: la ilusión de poder llegar a ser uno de los afortunados ganadores en la lotería del capital social y el miedo de caer en la banquina y que nuestra propia empresa –es decir nuestro yo– quiebre definitivamente. La utopía neoliberal es el gran emergente de la derrota de los “socialismos reales”, es decir el fracaso de la gran utopía del siglo XX, la del comunismo, un fracaso en el punto exacto en que una promesa de libertad se transformó en su contrario. Sin embargo, podría ser un error la comprensión del macrismo como una simple restauración de la Argentina de la década de los noventa, por el simple hecho de que el retorno de una experiencia nunca ocurre en el mismo plano histórico. La década de los noventa argentina tuvo como prólogo el estallido hiperinflacionario de 1989, el neoliberalismo recién empezaba su belle epoque. Era el tiempo de Fukuyama (el del “fin de la historia”) y el de Fujimori (el del presidente democrático que devino dictatorial en Perú). La promesa del capitalismo neoliberal resultó creíble durante el festival de endeudamiento que sostuvo un consumo suntuario tan desigual socialmente como fugaz en el tiempo. No había sucedido el derrumbe de 2001. No había ocurrido el desendeudamiento, la recuperación productiva, el mejoramiento social y el ensanchamiento de derechos que vivimos estos doce años. No hubo tampoco un caos económico y político que preludiara la nueva escena. Por eso el fantasma del pasado es hoy una obra en construcción. Se la construye con persecuciones judiciales, operaciones mediáticas, estigmatizaciones, censura explícita de voces y hasta detenciones ilegales como la de Milagro Sala.
En el mismo discurso, Macri declaró la postergación del tiempo de la bonanza. Ya no será en el segundo semestre sino en el segundo año. La postergación no es gratuita por el duro hecho de que antes que el segundo año hay que atravesar el segundo semestre. El veto de la ley de emergencia laboral marca un hito importante: es el primer choque importante entre el presidente y el Congreso. Con el agregado de que la dirigencia sindical, aún la que acompañó a Macri en la carrera presidencial empieza a tener problemas para sostener el apoyo; al punto que han abrazado la agenda del empleo y el salario por encima de la del piso del impuesto a las Ganancias. Por otro lado, los mismos que empuñaron el republicanismo y la división de poderes como arma de combate contra los gobiernos anteriores celebran la valentía y el pulso político de Macri para vetar un proyecto con amplio apoyo parlamentario, político y popular. El salto es hacia un mayor endurecimiento del Gobierno, difícil de conciliar con la necesaria ampliación de su base de sustentación política. Para el peronismo antikirchnerista, en un sentido amplio que incluye a Massa, no resultará muy redituable la cercanía política con el Gobierno. Comienza un tiempo de realineamientos. Y un tiempo de conflictos.
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