Domingo, 6 de mayo de 2007 | Hoy
Por Washington Uranga
El encuentro del presidente Néstor Kichner con el obispo emérito de Iguazú, Joaquín Piña, tiene valor en sí mismo. De alguna manera –y sin exagerar demasiado con la metáfora porque de hacerlo pierde también el sentido que se le ha querido dar–, el Presidente quiso ser consecuente con lo planteado la semana anterior cuando ofreció “poner la otra mejilla”. Ni remotamente porque Piña lo haya agredido o haya tenido con él algún enfrentamiento. Por el contrario, el obispo misionero intentó siempre despegar al Presidente de sus críticas cuando se expresó, a veces con dureza, contra las pretensiones reeleccionistas del gobernador Carlos Rovira. Y aun después del triunfo de su coalición, Piña tuvo palabras casi siempre benevolentes y de reconocimiento hacia el Presidente. No obstante, ante la opinión pública, Piña quedó ubicado como quien le generó una derrota no sólo a Rovira, sino al propio Presidente. Por eso también el valor del gesto presidencial, de la foto y de la mano tendida. Tiene valor, sin duda, de cara a la sociedad para mostrar que el Presidente no tiene problemas con la Iglesia.
Piña fue el primero en aceptarlo y en expresarlo de esa manera. Pero el hecho no puede sacarse del contexto en el que se dio y sobredimensionar la importancia que tiene en el marco de las relaciones entre la jerarquía de la Iglesia Católica y el Gobierno. Sólo alguien que no conozca la manera como la Iglesia maneja las relaciones institucionales podría leer que después de tanta insistencia en reivindicar un procedimiento, de que todos los voceros autorizados de la Conferencia Episcopal, incluido su secretario general, el obispo Sergio Fenoy, insistieran en que antes de encontrarse con el Presidente los obispos quieren reunirse con las autoridades de la Cámara de Senadores y de Diputados, aceptarían ahora tan fácilmente un atajo generado a través de alguien como Piña que, sin bien conserva el mayor respeto de sus colegas obispos, ya está retirado de la actividad pastoral activa. Por otra parte, vale señalar que aún estando en actividad Piña recibió siempre reconocimiento de sus pares, pero se distinguió del resto por sus posiciones de avanzada que lo diferenciaron muchas veces del conjunto de los obispos.
¿Piña pidió la entrevista o fue invitado por el Presidente? Formalmente se sabe que el obispo misionero solicitó la audiencia con Kirchner. Pero no menos cierto es que el encuentro le fue sugerido y se le allanó el camino hasta el despacho presidencial. Está claro que el obispo no llegó hasta allí con la intención ni con la pretensión de ser ni mediador ni facilitador del diálogo entre Kirchner y el cardenal Bergoglio. Sin embargo, esto es lo que trascendió desde algunos lugares cercanos a la Casa Rosada. Por eso la rápida reacción del vocero de la Conferencia Episcopal, el sacerdote Jorge Oesterheld, descartando cualquier mediación e insistiendo en el camino que los obispos consideran el adecuado: primero Scioli y Ballestrini y luego Kirchner. Bergoglio no se apartará un centímetro de esta ruta y así se lo hizo saber a sus colegas obispos reunidos la semana anterior en asamblea. El arzobispo porteño –sin duda molesto por las versiones oficiales que lo ubican como parcialmente responsable de armados políticos de oposición al oficialismo– considera que este camino de “relaciones institucionales” es una forma de reafirmación de la autonomía de los poderes y –así lo dice– una manera de “valorar la institucionalidad democrática”.
La falta de diálogo directo y frontal entre las máximas autoridades del país y de la Conferencia Episcopal genera una política de gestos, insinuaciones y entrelíneas de ambas partes, que no ayuda al entendimiento y da pie a una maraña de interpretaciones y malos entendidos que poco a poco va creciendo como bola de nieve y que amenaza con convertirse en un alud. Así, mientras de un lado y de otro se insiste en señalar que “no hay problemas para el diálogo”, nadie está dispuesto a moverse del lugar en el que está instalado. El Presidente hizo saber de su voluntad de dialogar y se encontró con Piña. Después de la dura homilía de Bergoglio al comenzar la asamblea episcopal, los obispos midieron el tono del documento y varios de ellos aclararon que se trata de reflexiones generales y no de críticas dirigidas al Gobierno. Piña y el Presidente se sacaron una foto dándose la mano. Piña aseguró que “el Presidente no tiene problemas con la Iglesia”. Oesterheld también insistió en la voluntad de conversar.
Sin embargo, las dificultades para el diálogo siguen ahí instaladas. Y en ese marco todas las diferencias se agigantan, alimentadas también por el fogoneo periodístico. Según el propio Piña, hay “susceptibilidad” en el Gobierno ante los documentos de la Iglesia. Es lógico entenderlo así desde la Casa Rosada si se lee que, lejos de ejercer una misión como pastores, que es también de anuncio y denuncia, los obispos están jugando el papel de catalizadores de las críticas de una oposición que no logra aglutinarse por sí misma. En este marco, el obispo Juan Carlos Romanín entenderá que es parte esencial de su misión pastoral acompañar a los docentes en conflicto en Santa Cruz y que esto no puede considerarse como acción política opositora. Algunos en el Gobierno leerán el mismo hecho como parte de la “campaña de la oposición” y no faltarán quienes –aun sin fundamento– señalen que Bergoglio está detrás de las acciones del obispo de Río Gallegos. Esto para dar sólo un ejemplo. Y sin considerar que la falta de resolución de la situación del obispo castrense Antonio Baseotto es como una piedra en el zapato del Gobierno y que lo mismo sucede con la Iglesia y su preocupación por las derivaciones que pueda tener el juicio por violaciones a los derechos humanos que se le sigue al sacerdote Christian Federico von Wernich. Como para pensar que “el que esté libre de culpa arroje la primera piedra”.
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