EL PAíS › A 31 AÑOS DE LA NOCHE DE LOS LAPICES

Reportaje póstumo a Nelva Falcone

 Por Adrián Figueroa Díaz

En el zaguán de la casa de los Falcone, los estudiantes que pasan por la vereda arrojan boletos de colectivos. Es su manera de agradecer la lucha de María Claudia. Hasta hace meses, en el contestador de esa casa de la Calle 8 de La Plata solía sonar la voz de mujer que decía: “Te comunicaste con la casa de Nelva, una casa solidaria donde encontrarás una amiga que te sabrá ayudar y escuchar”. Esa mujer fue la madre de María Claudia, desaparecida hace hoy 31 años en “La Noche de los Lápices”. La joven de 16 años, militante de la UES, recibió el compromiso social y político de su familia: su padre, Jorge, fue el primer intendente peronista de La Plata y luego senador provincial; su madre fue docente y estrenó el voto femenino con Eva Perón. Nelva Méndez de Falcone falleció el 23 de diciembre de 2006, hace casi nueve meses. En esta entrevista póstuma, nunca publicada antes, recordó a su hija y a “esa generación caracterizada por la generosidad, solidaridad de lucha y conciencia política”.

–Qué fuerte es el mensaje del contestador telefónico...

–Es que ésta es una casa solidaria. Siempre hemos sido una familia unida y el nuestro fue un hogar con un gran sentido de lo humanitario, social y cristiano. Cada uno, dentro de su medio, fue coherente con sus ideas, que fueron las que caracterizaron a la generación del ’70. A veces pienso que si hubiera sobrevivido gran parte de esa juventud, qué riqueza de instituciones tendríamos hoy en día... Como docente de la Escuela Modelo Nº 1, daba clases y después me reunía con la cooperadora. Siempre hice escuela y comunidad. Y mi marido, después de estar en la función pública, volvió a su profesión de médico. Nunca lo mareó el poder como a muchos otros. Lo eligieron, tuvo su oportunidad y después volvió al llano. Siempre dije que teníamos dos profesiones nobles, porque el maestro es el que forma a los chicos y el médico de cabecera el que cuida. Cuando lo trasladaron (para cumplir su labor médica) a Buenos Aires, los pacientes lo acompañaron dos cuadras y le decían “Doctor, pero ahora quién nos va a escuchar, con quién vamos a hablar”. El siempre decía que el enfermo necesitaba que lo escuchasen, y los cobijaba con su palabra.

–María Claudia daba clases de apoyo escolar y tareas de sanidad en las villas, las dos tareas de los padres...

–Sí. Al principio me llevaba cuadernos y útiles, y yo no sabía para qué era. Pensaba que para algún compañerito. Y no, las llevaba a las villas. También daba consejos de salubridad: cómo hervir la leche, el agua, llevaba remedios que pedía al padre... Solía darles ropa ¡y hasta vajilla de mi cocina sin que yo lo supiera! Después me lo decía, claro.

–¿Cómo siguió la familia luego de lo que pasó con María Claudia?

–Fue tremendo. Pero nunca perdí el espíritu y afán de lucha, porque quería que mi hijo y mis nietos me vieran entera, y que mi hija, desde el cielo, me sonriera. Esta familia siempre tuvo un gran sentido del humor, a pesar de que nos destruyeron; porque después de lo de María Claudia, mi marido y yo fuimos secuestrados (en los centros clandestinos de detención “La Cacha” y “El Banco”). Fui torturada a los 50 años y no canté nada. Así que después de haber tenido una familia tan unida, perdí a mi hija y marido (que falleció pocos años después producto de las secuelas de las torturas), y a mi hijo Jorge que debió exiliarse. Así que me quedé sola aquí, en esta misma casa que es mi bastión. Pasé allanamientos y muchas cosas más, pero me quedé y seguí. Y al mostrar esa dignidad le di una lección a esa gente (por los represores).

–¿Cómo fue el comienzo de las madres de los pibes de “La Noche de los Lápices”?

–Empezamos con Nora, la madre de Horacio Ungaro, éramos muy amigas... Una gran mujer. Cuando reprodujeron en la radio El diario del juicio (a las Juntas Militares, en 1985) y dijeron que el chico había muerto durante la tortura, salió desesperada a la calle para irse a la casa con las hijas, y cruzó de tal forma que un colectivo la llevó por delante. Se golpeó la cabeza y quedó en coma una semana hasta que falleció.

–¿De qué hablaban durante los días del juicio a las Juntas?

–A muchas las abatió lo que ocurrió con sus hijos, porque ¿quién iba a pensar que iba a existir la figura de “desaparición forzada”?, sólo mentes enfermas, mesiánicas. Si hubo una guerra, como ellos decían, (los chicos) hubiesen merecido un juicio o una detención vigilada, porque eran menores de edad... Claro, eso suponiendo que hubieran sido “subversivos”, algo que sólo cabía en la mente de los torturadores.

–Un juicio como el que ellos tuvieron.

–Ellos tuvieron un juicio, y muchos siguen caminando por la calle o en las casas, porque tienen más de 70 años. Si cometieron genocidio, ¿por qué no están en cárceles? La Iglesia nos pide perdón, pero a mí me parece que es un poco tarde. Porque con el poder que tenía la Iglesia, si en ese momento no le daban ni la comunión (a los genocidas), ¿cuántos chicos se hubieran salvado? Hubo excepciones, claro. Pero en el tiempo que buscábamos a nuestros hijos, nadie nos daba la cara. Nadie. Así que las únicas que luchábamos y dábamos la cara fuimos las madres.

–¿Cómo ve el trabajo de la militancia durante aquellos tiempos?

–Refundar la dignidad no fue un hecho gratuito. Por eso muchos chicos quedaron en el camino. Pero pienso que hay que tener esperanzas por una sociedad mejor porque hay pueblos que lo hicieron y consiguieron un porvenir venturoso. Así que no tenemos que bajar los brazos.

–¿Cómo transmitieron esa idea de refundar la dignidad a sus hijos?

–Siempre les hablábamos, decíamos que no fueran sectarios, que no se reunieran sólo con los que pensaban como ellos, sino que intercambiaran opiniones con otros, hasta para poder rebatir ciertos conceptos o tener una idea más amplia de la política y la vida social... Fueron parte de una generación extraordinaria porque se jugaron por sus ideales.

–¿Cómo era su hija en la cotidianidad?

–Muy simpática, alegre, tenía mucho sentido del humor. Entraba hablando desde el zaguán y decía “mamá, ya vine”. Y muchas veces decía “mamá, vine con un compañero”, porque cuando luchaban por el boleto escolar traía a chicos que vivían lejos para que se quedaran a comer con nosotros; ésta siempre ha sido un poco “la casa del pueblo”... María Claudia era una chica que sabía hacer de todo, cocinaba con el abuelo y me dejaban toda enchastrada la cocina. Sabía dirigir la casa... Yo no sé cómo siendo chicos tan completos los trataron como una generación de locos, de arrebatados, cuando en verdad los locos y mesiánicos fueron “ellos”, que implantaron un sistema económico contra el que los chicos lucharon.

–Básicamente tras el objetivo de la justicia social...

–Una vez le compré una pollera azulina y una blusa del mismo color haciendo juego, que la habrá usado dos o tres veces. Resulta que un día vino a casa una chica con una blusa igual, y le dije a mi hija: “Viste, tiene una blusa como la tuya”. Y María Claudia me contestó “no mamá, esa blusa es mía, nada más que ella la necesitaba más que yo y se la regalé”. Era de pensar mucho en el prójimo. Ellos eran verdaderamente compañeros. Y en esta casa siempre fuimos de compartir.

–Son conocidas en La Plata las cenas de las fiestas de fin de año en su casa y para todo el que quiera entrar.

–Siempre comparto con la gente porque pienso que lo tengo que hacer en vida, porque cuando ya no esté se van a perder muchas cosas que tengo y recibo, como la pensión de mi marido que me sirve para compartir con mis nietos, las cooperadoras de algunas escuelas o con los que trabajan con chicos de la calle. Aquí se festejan dos fechas particulares: mi cumpleaños y Navidad o Año Nuevo. Y durante los postres están las puertas abiertas para todos. Para mis cumpleaños traigo mariachis, que me gustan mucho... A veces, como me siento feliz cuando estoy acompañada, me agarra “algo” con el recuerdo de María Claudia cuando pidió que siempre brindáramos por ella. Entonces digo como Silvio Rodríguez: “Soy feliz, y que me perdonen mis muertos por esta felicidad”.

–¿Cuál es el recuerdo de María Claudia que tiene más presente?

–Lo que más me ha quedado en el oído es cuando ella entraba y desde la puerta gritaba “mamá”. Decía: “Mamá, acá estoy... ¿sabés una cosa? el jacarandá empezó a florecer”.

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