Sábado, 13 de enero de 2007 | Hoy
EL PAíS › LA EX PRESIDENTA
Por Susana Viau
Su caso no es único. Lenin no se llamaba así, pero ese seudónimo protegió su identidad de la policía política zarista; Willy Brandt tampoco era Willy Brandt, pero con ese nombre, el de la clandestinidad, dirigió durante años la política alemana del siglo XX. Isabel Martínez de Perón, “Isabelita”, accedió también a la jefatura del Estado con un nombre de guerra, de otras guerras, libradas no en los pliegues de la legalidad sino en teatros de ínfima categoría, donde las chicas del coro solían escudriñar la platea para disputarse la atención y la billetera de los vejetes verdes. Esa primera profesión marcó la historia de la mujer diminuta, poco agraciada y de rasgos malévolos que jamás logró ser recordada como indica su partida bautismal: María Estela Martínez Cartas, nacida el 4 de febrero de 1931 en La Rioja. El “Isabel” que la ayudó en lo artístico la favoreció luego en la métrica de los estribillos que se coreaban en 1975, cuando la CGT disputaba a José López Rega un lugar al sol: “Isabel Martínez de Perón/la Patria Peronista/te da su corazón”.
En verdad Isabelita-María Estela sólo fue riojana por casualidad. Su padre, Carmelo Martínez, había sido destinado a la sucursal La Rioja del Banco Hipotecario, donde se ganaba la vida. Tuvo seis hijos, ella era la menor. Al regresar a Buenos Aires, María Estela descubrió su vocación por las danzas populares. Muy niña comenzó a deambular por compañías de baile, salas de poca monta y giras a pueblos perdidos en el mapa. Tan joven decantó su vocación que a los veinte años ya estaba en Panamá, contratada como bailarina de un club nocturno. A partir de ese momento, las versiones comienzan a bifurcarse. Algunos sostienen que el general Juan Domingo Perón asistió a uno de los shows y al día siguiente invitó al cuerpo de baile a una playa. Otros afirman que el flechazo ocurrió durante una fiesta, un 23 de diciembre de 1955, y el exiliado, que sentía una atracción irresistible por las mujeres del espectáculo, la invitó a comer. Ramón Landajo, peronista de antigua data, creía que, en realidad, había sido un cubano vinculado a Perón, Arnaldo Parra, quien organizó un asado para que la compañía de baile conociera al desterrado. Incluso hay rumores que hablan de que fue Roberto Galán quien ofició de celestina. Lo incontestable es que pocos días después de ese fin de año de 1955, la muchacha –“Isabel”– abandonaba para siempre el revoleo de polleritas y se iba a vivir con Perón. Dicen que como su secretaria, dicen que como administradora de su vida cotidiana, dicen que, aunque él la doblara en edad, como su pareja. Ya no volverían a separarse. Juntos viajaron a Venezuela y juntos se dirigieron a Madrid. En Madrid, aseguran que por consejo y deseo de Francisco Franco, se casaron. Resulta poco explicable la excelente llegada que esa mujer joven e insignificante tuvo con el entorno femenino del dictador. Se hizo amiga de Pilar, la venenosa hermana, y logró el visto bueno de Carmen Polo, la mujer del “generalísimo”. “Isabel” sabría agradecer esa acogida. Cuando regresó en 1974, ya vicepresidenta, lo hizo con las maletas llenas de presentes: un fusil de caza para “Paco” y un abrigo de visón para “la Collares”. El matrimonio compró un terreno en Puerta de Hierro, un lote valioso –750 mil pesetas– cuya propiedad no pertenecía a Juan Perón sino a Isabel. “Perón Sosa –reza la inscripción en el registro– declara y reconoce que el dinero con que se verifica esta adquisición es privativo de su esposa, extremo que no justifica.” Sorprendente. Isabel no tenía ni ahorros ni fortuna. La construcción de la residencia 17 de Octubre costó dos millones y medio de pesetas. Para esas fechas, contó Landajo, las inclinaciones esotéricas del matrimonio habían empezado a manifestarse. Un individuo muy allegado a Perón, su ayudante, José Cresto, era un espiritista que funcionaba como guía de “Isabel”. Cresto sería el antecesor de José López Rega en esos trapicheos con el más allá. En 1965, como delegada “in pectore” de su marido, Martínez había viajado a la Argentina. Volvió en 1971, a un congreso de mujeres justicialistas. El tercer arribo sería definitivo: la compañera de Perón en la vida sería su compañera en la fórmula presidencial. El 29 de junio de 1974, Perón delegó el mando en Martínez de Perón. El 1º de julio, vestida de luto riguroso anunció por cadena nacional “Perón ha muerto”. Hacía meses que el gobierno había definido su perfil: con el visto bueno de Perón, hombres vinculados a la P-2, fascistas, anticomunistas militantes, lúmpenes y asesinos se habían incrustado en el aparato del Estado. Isabel fue un instrumento voluntario de esos designios. La “débil mujer” era torpe, inculta, limitada y se sabía sobrepasada por los acontecimientos. A tal punto que la noche previa al golpe que la aventó del poder compró sandwiches, saladitos y cantó el feliz cumpleaños a su amiga, la jefa de Asuntos Legales de la Casa Rosada. A las nueve y media de la noche comió con Lorenzo Miguel, Miguel Unamuno, Amadeo Genta y se dio por satisfecha con el informe de Julio Deheza que le aseguraba que, por el momento, no habría golpe. “Lopecito” estaba prófugo. Norma López Rega y su marido Raúl Lastiri fueron apresados en la casa del peluquero Miguel Romano. Ministros, secretarios, sindicalistas resultaron arreados al buque “33 Orientales”. Apenas pasada la medianoche, Isabel volaba en un Fo-kker rumbo a la residencia El Messidor, en Neuquén, con su mucama, la española Rosario, sus dos caniches y su jefe de custodia. Estuvo detenida cinco años, tres meses y nueve días. El 9 de julio de 1981 fue autorizada a retornar a Madrid. Allí, al parecer, es feliz. Ha cambiado de domicilio en varias oportunidades, siempre en barrios caros y edificios de calidad. Goza de una jubilación de privilegio en su condición de ex presidenta y si bien fue obligada a devolver a la familia Duarte parte de sus propiedades, tiene reservas desconocidas pero más que suficientes para pagar el servicio doméstico, el chofer que conduce su Volvo metalizado, su casa amplia en una urbanización en las afueras de la ciudad y, por qué no, para pasar las tardes haciendo caridad, oyendo misa y jugando a las cartas. Un entretenimiento que compartía con su amiga, la rica y repintada “Cuqui” Fierro, una anciana dueña de los fósforos de España y muy dada a la amistad amorosa con jóvenes cazafortunas. Es probable que, si ahora la interrogan, Isabel Martínez vuelva a responder que “López Rega era una persona puesta por el General, en un cargo que sólo él controlaba”. No parece una contestación descabellada, aunque sea una parte de la verdad. La otra no es explicable sin ella, la estúpida madrina de la masacre que precedió al genocidio.
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