Domingo, 13 de enero de 2008 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
La jueza federal de San Isidro Sandra Arroyo Salgado estableció en pocos días que el oficial de la Prefectura Héctor Febres había sido asesinado, identificó a dos de los responsables, formuló una hipótesis fundada sobre las motivaciones, secuestró las computadoras escondidas lejos del lugar y remontó hacia arriba la cadena de responsabilidades, pese a los obstáculos interpuestos por la cúpula de esa fuerza policial.
El crimen pudo haberse evitado, si el secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, no hubiera retenido durante más de cien días una denuncia de un marinero de la Prefectura sobre las condiciones irregulares de la detención de Febres, que actuaba como superior de sus carceleros. Duhalde recién la remitió al juez federal Sergio Torres el 26 de octubre, cuando comenzaba el juicio oral al represor. Torres no fue menos negligente: se limitó a pedirles un informe a los jefes de la Prefectura del Tigre, que por supuesto le respondieron que todo estaba en orden. Son los que hoy están procesados por el homicidio. Torres y los jueces del Tribunal Oral Federal 5 Guillermo Gordo, Héctor Farías y Daniel Obligado, no aceptaron detener a Febres en otro lugar pese a la solicitud de las querellas. Hoy enfrentan una denuncia por mal desempeño ante el Consejo de la Magistratura presentada por el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y otras personas.
A diferencia de Arroyo Salgado, el juez federal de La Plata Arnaldo Corazza no ha avanzado en la pesquisa por la desaparición forzada de Jorge Julio López, de la que ya han transcurrido dieciséis meses. El expediente es una mera acumulación de papeles que nadie en el juzgado ha leído en su totalidad, el juez actúa en forma errática, sin hipótesis ni líneas investigativas, y cuando las querellas o alguna fuerza de seguridad no comprometida con el encubrimiento le solicitan medidas de prueba, las niega en forma sistemática sin siquiera fundamentarlo.
Arroyo Salgado excluyó a la Prefectura de la investigación, una medida elemental que Corazza no ha adoptado respecto de la policía bonaerense, dado que López fue testigo en el juicio en contra de su ex director de operaciones Miguel Osvaldo Etchecolatz. En su declaración testimonial mencionó a quince policías que participaron en los mismos crímenes. Ninguno de ellos ha sido investigado, pese al reclamo de los querellantes y de la propia fiscalía. Cuando se ordenó el allanamiento a uno de esos policías se constató que se trataba de un nonagenario italiano homónimo. Esto es posible porque con la excusa de la escasez de personal, el juez deja acumular cajones enteros de cintas con intercepciones telefónicas que nadie escucha y de las que no se saca ninguna conclusión. Nada cambiaría si alguien las borrara, como ocurrió en la causa de la AMIA.
Durante más de un año, Corazza dejó la investigación en manos de un ex compañero de Etchecolatz y de los policías sospechados, el comisario Oscar Alberto Farinelli, que hizo toda su carrera en la Dirección General de Inteligencia (Dipba), de la que era parte cuando López fue secuestrado por primera vez, en 1976. Toda la información de ese hecho está en la Secretaría Especial del juzgado, a pocos metros de donde se tramita la causa por su desaparición, pero el juez no le da intervención ni se interesa por cruzar esos datos. En septiembre pasado, Farinelli admitió en un reportaje que desde Dipba realizó seguimientos de militantes políticos y que algunos de ellos pudieron haber sido luego secuestrados, como ocurrió con López. Fue Farinelli quien sembró en la causa una pista falsa: un grupo de militares seineldinistas que fantaseaban con un golpe de Estado, del que habían redactado hasta las primeras medidas de gobierno. El grupo existe, pero no hay el menor indicio de que tenga vinculación con el secuestro de López, salvo la declaración de un suboficial introducido en la causa por Farinelli, que declaró que se proponían obstaculizar el avance de los juicios por violaciones a los derechos humanos. Si consideraba que estaban vinculados con el secuestro de López, Corazza debería haberlos procesado; si la falta de pruebas cerraba esa vía, le quedaba la alternativa de denunciarlos para que otro juzgado investigara sus ilusorias conspiraciones.
Tampoco procesó a la docena y media de agentes del Servicio Penitenciario Federal contra quienes tiene sobrados elementos, obtenidos durante el segundo allanamiento al penal de Marcos Paz, para su sorpresa sin conocimiento previo del SPF. Allí se verificó que habían cambiado los números telefónicos para que los detenidos por crímenes de lesa humanidad pudieran comunicarse sin que las escuchas ordenadas por el tribunal brindaran algún elemento de interés investigativo. Las fojas del informe sobre el tema remitido por el Ministerio de Justicia fueron modificadas en forma ostensible, pero tampoco eso despertó la curiosidad del magistrado. En aquel allanamiento se secuestraron agendas de Etchecolatz y de otros detenidos, pero no se ordenó ningún análisis de las comunicaciones efectuadas desde y hacia esos números, con lo cual se suman fojas bobas que no conducen a ningún lugar. Recién ocho meses después del secuestro de López y a insistencia de las querellas Corazza encargó un cruzamiento informático de las llamadas entradas y salidas del domicilio de Etchecolatz.
Corazza comenta que está cansado y que desea jubilarse. Sin embargo, no ha delegado la causa en la fiscalía, donde hay más voluntad de avanzar. Se limita a entorpecer cualquier línea capaz de incomodar a cualquier sector con algún poder, real o imaginado. Por mucho menos otros jueces han sido denunciados ante el Consejo de la Magistratura y removidos en juicio político. El Consejo, la Corte Suprema y el Poder Ejecutivo son los únicos organismos que pueden poner coto a esta situación escandalosa, en la que la política de derechos humanos se convierte en una burla ofensiva.
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