PSICOLOGíA › EL BOXEO COMO FACTOR DE REGULACION SIMBOLICA

Primero, pegarle a la bolsa

Para conocer desde adentro la experiencia del boxeador, un profesor de sociología parisino compartió durante tres años el entrenamiento y la pelea, en un gimnasio de un barrio pobre: descubrió un orden inesperado, “una ciencia primitiva” y “hasta dónde llega la potencia de un cuerpo”.

 Por EDUARDO PAVLOVSKY

Loic Wacquant es profesor de sociología de la Universidad de Berkeley. Sociólogo que escribió Las cárceles de la miseria, Parias urbanos y colaborador de Pierre Bordieu en casi toda su trayectoria, nos sorprende ahora con una experiencia singular y de diferente nivel a toda su producción anterior. Durante tres años (1987-1990) se sumergió en un gimnasio del ghetto negro de Chicago y vivió toda la experiencia del entrenamiento progresivo del boxeador. Participó de todas las fases de la vigorosa preparación del pugilista y llegó a completar el duro proceso de entrenamiento que el boxeo exige: culminó su experiencia con una pelea a tres rounds, donde perdió por puntos, en un combate muy duro, y donde quedó lastimado.

Durante toda la singular estadía en Chicago lo acompañó su compañera Elisabeth. El universo cerrado del boxeo no puede comprenderse fuera del contexto humano y ecológico en el que está inscripto ni fuera de las posibilidades sociales que ofrece.

El gym (gimnasio) que Wacquant eligió para su experiencia inédita está en el barrio de Woodlawn de Chicago: el ghetto negro de Chicago, que hoy se ha convertido en una “vasta bolsa de miseria y desesperanza, donde se concentran las franjas de población más marginales de la ciudad”, tal como lo describió Wacquant en Las cárceles de la miseria; la extrema violencia y la droga son fenómenos normales en ese residuo de vida humana, población afronorteamericana. Desde 1960, paulatinamente el Estado los dejó sin protección, en extrema miseria, creando un ambiente donde la delincuencia es un fenómeno habitual y diario: “Hay que robar y matar para sobrevivir”.

Todas las familias tienen sus delincuentes, que son los que matan y roban para poder mantener a sus miembros. Ningún dinero alcanza si no se entra en el mercado de la droga y de la criminalidad. Mundo de población excretada. Producción de residuos humanos, cuerpos residuales, seres “superfluos” –diría Zymunt Bauman en Vidas desperdiciadas al describir a esos seres que viven al margen– y que nunca llegarán a poseer los recursos humanos indispensables para sobrevivir. Que se entienda: nunca. Vivir sin esperanzas. Es la nueva raza subhumana de los descartables.

En el centro de Woodlawn está el gimnasio de boxeo de Dee-Dee, ex boxeador, hoy dedicado a la enseñanza pugilística. Allí fue Wacquant. El era el único blanco del gimnasio, y todos sabían que era un sociólogo, investigador francés, pero llegó a ser aceptado por los boxeadores gracias a la feroz disciplina con que se abocó al entrenamiento pugilístico durante esos tres años. “Tenían un respeto especial por mí, siendo un blanco francés y no norteamericano, porque me veían entrenarme con la misma disciplina de todos los boxeadores habituales.” Footing-soga-bolsa- puchingball-shadowbox y sus sesiones habituales con el sparring, muchas veces feroces, le permitieron a Wacquant gozar del respeto y solidaridad habituales en el gym.

Cuando Dee-Dee lo recibió el primer día en el gym, le dijo: “Quiero decirte que yo sacrifico a mi mujer y a mis hijos para prepararte a ti, así que más te vale que te sacrifiques por ti mismo. Aquí el reglamento es el reglamento y mi reglamento no se discute, ¿lo captas? ¡A trabajar! Te enseñaré como pegarle a la bolsa, es lo primero que tenés que aprender. Antes de que subas al ring con el sparring tengo que enseñarte mucho. Cuando diga: ‘Seis tandas de soga’, no son cuatro: son seis. Cuando digo ‘saltá’, quiero que saltes y que no te pares hasta que yo te lo diga. Aquí sólo hay un jefe y lo tienes delante de ti: ¿todavía quieres venir?”.

“Sí, señor”, dijo Wacquant, y su preparación comenzó.

Tiempo después comprendió que el autoritarismo de Dee-Dee, que pudiera parecer salvaje, era el intento de incluir el orden simbólico en el grupo de boxeadores del gimnasio; evitar la anarquía. “La voz de Dee-Dee es la voz del orden y de la autoridad”, le dijo un boxeador.

El gym es una escuela de moralidad en el sentido de Durkheim, es decir, una máquina de fabricar el espíritu de la disciplina, la vinculación grupal, el respeto –tanto por los demás como por uno mismo– y la autonomía de la voluntad, que son aspectos fundamentales de la vocación del boxeador. En tres años, Wacquant se hizo boxeador siguiendo los consejos de Dee-Dee; muchas veces gritado y hasta vapuleado por las órdenes autoritarias del manager. Aprendió además la misteriosa relación con el sparring con quien tenía que subirse al ring para entrenarse y cambiar golpes para defenderse.

Dee-Dee le explicaba a Wacquant que el sparring es un profesional que sube al ring para enseñarle, que es un “profesor del cuerpo” y que siempre va a ser cuidadoso con sus discípulos, pero también hay que aprender a cuidarlo y a no lastimarlo inútilmente, porque el sparring trabaja seis horas diarias con los boxeadores y todos tienen que aprender de la experiencia. El sparring y sus discípulos tienen que aprender a “cuidarse mutuamente”.

Wacquant no era “observador” de una experiencia, sino que puso su cuerpo para aprender todo tipo de producción de subjetividades creadas en el gym. Cumplió meticulosamente todo el proceso de entrenamiento previo a un combate. Vivió todo lo que escribió en el libro Entre las cuerdas, incluidos los miedos y terrores frente al combate que iba a llegar, narrados en confidencia por los boxeadores. Muchas veces su compañera Elisabeth lo esperaba a la noche para curarlo de alguna herida.

“Nunca hubiera comprendido las solidaridades que existen entre los boxeadores si no hubiera participado activamente en ellas; si no hubiera comprendido desde el cuerpo el código del entrenamiento”, contó.

Mi padre, que fue campeón argentino de peso pluma en 1920, me decía siempre que en el proceso de entrenamiento de box él había encontrado un clima de afecto y compañerismo como pocas veces en su vida. Un recuerdo imborrable, me decía.

En 1984 participé en la película Cuarteles de invierno, donde hacía de boxeador veterano en el libro de Osvaldo Soriano que dirigió Murúa. La producción de la película me recomendó concurrir al gimnasio del Luna Park para entrenarme; la película incluía una feroz pelea de box y yo tenía que estar entrenado. Tenía cincuenta años: en el gimnasio, se les dijo a los boxeadores que yo iba a hacer una película y tenían que ayudarme. Zacarías era mi entrenador. A la mañana, me llevaba a correr por Palermo, estableciendo una relación mutua de afecto y confianza. Pocas veces en mi vida me sentí tan protegido y cuidado como con los boxeadores. Yo boxeaba bastante bien y eso les sorprendía a muchos. Pero, cuando hacían guantes conmigo, jamás nadie intentó lastimarme. Mi entrenamiento duró un mes seguido. El clima de solidaridad fue inolvidable.

Según Wacquant, la sala de boxeo del gimnasio se define en su relación de oposición al ghetto que la rodea: al reclutar a sus jóvenes y apoyarse en su cultura masculina del valor físico, el honor individual y el vigor corporal se enfrentan a la calle como el orden al desorden, como la regulación individual y colectiva de las pasiones a su anarquía privada y pública; como la violencia controlada y constructiva de un intercambio estrictamente civilizado y claramente circunscripto –al menos desde el punto de vista de la vida social y de la identidad del boxeador– a la violencia sin sentido ni razón de los enfrentamientos imprevistos y carentes de límites o sentido, que simbolizan la criminalidad de las bandas y traficantes de droga que infestan el barrio.

El gimnasio, con su entrenamiento boxístico riguroso y diario, les permitió a muchos jóvenes encontrar nuevas subjetividades, ajenas a la violencia anárquica de la calle.

Decía Dee-Dee: “Salvamos muchos muchachos de la droga; el entrenamiento y el grupo de boxeadores, les permitieron salir del infierno”. Dee-Dee decía con orgullo que en su gimnasio se habían entrenado Mike Tyson y otros boxeadores famosos, como De la Hoya en sus comienzos.

Deleuze y Guattari dirían que el gimnasio se convertía en el descubrimiento de un nuevo territorio existencial para los jóvenes, que podían descubrir otras formas de vivir; una “desterritorialización” del universo de la droga.

El boxeo demuestra ser una especie de ciencia primitiva (¿no era Nicolino Locche “científico” dentro del ring?), una práctica eminentemente social y casi erudita. El púgil emerge como producto de una organización colectiva, que, aunque nadie la haya concebido ni deseado como tal, no por ello deja de estar objetivamente coordinada por el ajuste recíproco de las expectativas y demandas de los ocupantes de las distintas posiciones del gym. Son elementos para una antropología del boxeo, como fenómeno biológico-sociológico.

Keith, un boxeador profesional, decía: “A mí me hace bien escuchar a Dee-Dee, pero también me hace bien entrar al gym y ver que hay otros compañeros trabajando muy duro y siendo siempre leales y buenos camaradas. Cuando no entreno, los extraño a todos”. Extrañaba al grupo solidario, por oposición al mundo violento y anárquico de la calle.

Un rizoma: cuando yo nadaba me entrenaba cinco veces por semana, con gran rigor, obedeciendo siempre las órdenes de mi entrenador. A mí la natación me forjó un carácter: para ser bueno, uno tiene que entrenarse duro. Eso mismo me sirvió para el teatro, con los ensayos rigurosos, en mi trabajo clínico grupal y también para una vida diaria cuando, “todavía”, salgo a correr.

La experiencia de Wacquant es para mí conmovedora. Es un poner el cuerpo a fondo. El relato de su única pelea es de una brillantez estilística excepcional. Y tiene el mérito de asumir un riesgo hasta el final. Un intelectual en serio, con una ideología en serio.

Rigor y libertad parecen ser las palabras que emanan de su experiencia tan extraordinariamente singular. Como dice Spinoza: ¿hasta dónde llega la potencia de un cuerpo? Y, decía Foucault, para conocer el misterio de las cárceles sólo hay que escuchar a los carceleros y a los presos.

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