Domingo, 6 de mayo de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › A 20 AÑOS DE LA MASACRE
En 1987 la Bonaerense asesinó a tres pibes en el humilde barrio. La Masacre de Budge detonó el primer caso de movilización barrial, logró la condena de los tres policías fusiladores y bajó el umbral de tolerancia a la impunidad.
Por Carlos Rodríguez
“Lo que nos pasó fue un ejemplo para muchos barrios. Ahora nadie se calla, todos denuncian, pero a nosotros nos costó mucho llegar a la Justicia.” Sentado en el comedor de su casa de Figueredo al 1800, con los ojos cansados de ver injusticias a sus 82 años de vida, don Antonio Olivera habla y camina lento, pero se mantiene firme. Es el padre de Agustín Olivera, asesinado por policías bonaerenses cuando tenía 26 años junto con sus amigos Oscar Aredes, de 19, y Roberto Argañaraz, de 24. Los tres fueron las víctimas de la Masacre de Ingeniero Budge, de la que este martes se cumplen veinte años. “En esos años (se refiere a los anteriores a 1987) era común ver cadáveres por acá, cuando amanecía. Una vez, a mitad de cuadra, apareció un cuerpo. Como tantos curiosos, me fui con la gente a mirar. No sé de quién era el cadáver. La gente comentaba: ‘Lo mató Balmaceda’. Y otro enseguida decía: ‘Si lo mató Balmaceda no se puede hacer nada, hay que dejar todo como está’.” El suboficial de la Bonaerense Juan Ramón Balmaceda fue el artífice del fusilamiento de los tres amigos. Por el crimen fueron condenados a 11 años de prisión Balmaceda, el cabo primero Juan Alberto Miño y el cabo Isidro Rito Romero. Los tres estuvieron prófugos (ver aparte). María del Carmen Verdú, de Correpi, sostuvo que Budge fue “la primera experiencia de organización barrial para exigir justicia en un caso de violencia represiva”.
En la esquina de Figueredo y Guaminí, frente al paredón donde fueron fusilados los tres chicos, un monolito, modesto como el barrio, recuerda a los tres pibes. “Lo que nos pasó venía de hacía rato. No fue solamente con nosotros. Lo que no entiendo es por qué la gente se callaba tanto.” En el comedor de la casa familiar donde Olivera conversa con Página/12, el recuerdo de Agustín preside la charla desde una foto que lo muestra acariciando una pelota de fútbol con su pie derecho. “Era arquero”, aclara el padre, cuando alguien menciona cierto parecido físico con Diego Maradona, que vivió en el vecino barrio de Fiorito.
“Mi pibe y todos los muchachos, los compañeros de él, los amigos, se reunían en una canchita de acá cerca, la del club Lucero, al lado de la vía (del tren Belgrano Sur que une Merlo con Puente Alsina). Cuando ellos ganaban un partido, venían a celebrar acá, en frente de mi casa o en la esquina”, donde ahora está el monolito. “Eran un montón sentados en el banco (frente a la casa) y en la vereda. El señor... ¿qué señor? Se me escapó la palabra”, rectifica Olivera. “Ese sinvergüenza de Balmaceda, ese criminal, ese asesino, era muy nombrado en la zona. Era muy manguero...”
–Querrá decir coimero –sugiere este diario, con un toque de malicia.
Olivera, que nunca utiliza palabras fuertes, asiente con la cabeza y sigue relatando las andanzas de Balmaceda previas al triple crimen. “Cuando los chicos se juntaban, el tipo, el sinvergüenza, mandaba a algún colega de él para verificar si estaban y después venía Balmaceda. Se los llevaba presos a todos. Les sacaba los documentos, pero nunca llegaban a la comisaría. Antes los empezaba a manguear, les sacaba plata y los mandaba de vuelta. Pasado un tiempo, volvía y hacía el mismo trabajo. A mi pibe, una vez, cuando había llegado recién del trabajo, se lo llevó esposado. Mi finada esposa (Mercedes) le preguntó por qué hacía eso y él le contestó que era una razzia. Y se lo llevó injustamente.”
Las manos de Olivera se encrespan con los recuerdos. El, junto con Ramona Quintero, madre de Oscar Aredes, son los únicos dos padres que siguen vivos. “Balmaceda era el rey de Ingeniero Budge, pero después tuvo que andar como los perros, con la cola entre las patas.” Una vez, por medio de una persona conocida del policía, a don Olivera le llegó un mensaje de condolencias del policía: “Un colega de él me dijo que estaba muy arrepentido por lo que hizo, que se había equivocado, que estaba buscando a otras personas y que las confundió” la tarde en la que asesinó a tres chicos desarmados que charlaban en una esquina.
“Yo creo que todo eso es mentira. Ellos estaban sentados ahí y sin hablar palabra, cuando llegó, ahí nomás... (hace un gesto dando a entender que fue un fusilamiento), sin hablar palabra.” Olivera no pude ni mencionar la palabra muerte. “Mi hijo era mi esperanza y los otros chicos lo eran de sus familias. A la edad que tengo yo, lo necesito, para que me alcance un pedazo de pan.” Hasta 1986, durante largos años, Olivera padre trabajó en la fábrica de plástico Termoplas.
Allí se jubiló, pero después siguió trabajando, ya no como operario sino como sereno. Su hijo Agustín y su amigo Oscar Aredes trabajaban en un taller, del mismo rubro, a cuatro cuadras de la Termoplas. Los Olivera son nacidos en la localidad de Las Breñas, en el sur de Chaco. Agustín era muy chico cuando llegaron a Budge. El matrimonio tuvo otros dos hijos, Francisco Alfredo, que murió por una “mala operación”, y Rubén Oscar, el más chico, que sigue viviendo en la casa de la calle Figueredo. Para don Olivera, el barrio, en materia de violencia policial, “está muy tranquilo, ya no hay indios como Balmaceda”. Lo piensa mejor y rectifica: “Indios no, pobres indios, si son más civilizados que nosotros. Este era un bestia”.
Cree que la Masacre de Budge sirvió como lección. “De acá sacaron ejemplo mucha gente, muchos barrios. Hoy no se callan la boca. En ese tiempo no se hacía nada, no sé por qué, pero no se hacía nada.” Víctor Olivera, tío de Agustín, fue testigo presencial del triple crimen. “Al pibe Willy (así lo llamaban en el barrio a Argañaraz) lo levantaron del piso y lo tiraron adentro de la camioneta de Balmaceda. Lo llevaban dos milicos y él iba a los saltos, porque estaba herido en una pierna. Balmaceda, cuando Willy ya estaba en la camioneta, le gritó ‘quedate quieto’. Cuando lo trajeron para velarlo, tenía como 18 balazos, según dijeron los familiares.” Por eso, el tío de Agustín sospecha que Willy, el único que no falleció de inmediato, pudo haber sido “rematado por los policías; yo vi el cuerpo y tenía un balazo acá y otro acá”, dice mientras se toca el rostro con el dedo, a la altura del pómulo y de la frente.
El cuerpo de Willy fue llevado a Tucumán, de donde era su familia. Al comienzo, la policía intentó hacer pasar el caso como un enfrentamiento con supuestos delincuentes. La presión de los familiares y de los abogados Ciro Anicciarico y León Zimerman (ver notas aparte), entre otros, llevó a la realización de dos juicios orales. El primero se hizo en mayo de 1990. En esa ocasión, Balmaceda y Miño fueron condenados a cinco años de prisión y Romero a 12 años. En los dos primeros casos se impuso la figura de “homicidio en riña”, más benigna que la de homicidio simple. El primer juicio fue anulado por la Corte Suprema y el segundo fallo, del 24 de junio de 1994, terminó con penas de 11 años de prisión para los tres policías, que siguieron prófugos durante largo tiempo.
María del Carmen Verdú, abogada de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), opinó que Budge fue “la primera experiencia de organización barrial para exigir justicia en un caso de violencia represiva puntual”. Consideró que junto con la movilización en torno del crimen de Agustín Ramírez, ocurrido en 1988 en San Francisco Solano, y el caso de Walter Bulacio, que murió después de ser detenido por la Policía Federal, “Budge integró una trilogía que sacó a la luz, en los medios, en los organismos de derechos humanos y en los partidos políticos, la gravedad que tenían los crímenes sistemáticos cometidos por las fuerzas policiales, ya en democracia”. Verdú afirmó que hasta ese momento “era muy difícil convencer a los distintos organismos u organizaciones políticas de que el chico de supuesto ‘frondoso prontuario’ del que hacía exhibición la policía era en realidad una víctima del gatillo fácil”.
“Estos tres casos provocaron movilizaciones masivas, con participación de estudiantes, partidos políticos y organizaciones sociales. Así, el reclamo por la represión policial dejó de ser una movida barrial enclaustrada en la periferia. Por Bulacio salieron a la calle diez mil pibes y toda esa movilización fue la que generó el surgimiento de Correpi”, sigla que surgió de juntar dos palabras: “Corré, pibe”. A veinte años de la Masacre de Budge, el barrio parece más tranquilo, aunque la violencia policial siempre reaparece. “Algo hicimos, aunque la muerte no se repara con nada”, dice Olivera con los ojos fijos en la fotografía de su hijo Agustín con una pelota de fútbol sobre el pie derecho.
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