Domingo, 7 de octubre de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › REUNIONES ENTRE FAMILIARES DE VICTIMAS Y FAMILIARES DE REPRESORES QUE REPUDIAN LA REPRESION
Un grupo de familiares de víctimas de la dictadura se reúne con familiares de los represores. No piensan en “reconciliación” sino en ayudarlos a denunciar la historia de sus parientes y en obtener información para las causas por violaciones a los derechos humanos.
Por Marta Dillon
Un puente, dice el diccionario, es una construcción que se alza sobre un río para poder atravesarlo. El Puente, así con mayúsculas, es un grupo que intenta levantarse sobre el abismo insondable de la última dictadura militar reuniendo lo que parecía destinado a permanecer separado. En una orilla, familiares de desaparecidos, víctimas de la represión; en la otra, familiares –hijos e hijas, ex esposas en su mayoría– de represores de cualquier jerarquía, hombres que con sus propias manos desgarraron el tejido social hasta convertirlo en una herida tan honda como una fosa. Sobre ese agujero negro, entonces, El Puente: un círculo de diálogo, de investigación, de reflexión que se tiende como una oportunidad para perforar esas cápsulas de silencio en donde los culpables siguen siendo vecinos, padres, hermanos; hombres comunes que circulan con la máscara que les prestó la impunidad y que la Justicia, tarde, todavía no llegó a desgarrar. ¿Y para qué esta reunión imposible? ¿Acaso se busca borrar de las consignas históricas la negativa a la reconciliación? No, a los integrantes de este grupo esa palabra les resulta tan ajena como a la mayoría de los organismos de derechos humanos. Una de las condiciones necesarias para cualquier reunión es que las partes repudien por igual el terrorismo de Estado, sus métodos, sus efectos y la impunidad que todavía protege a la mayoría de sus actores. La otra es que tengan voluntad de decirlo y de quebrar, con la palabra y los actos, el linaje de silencio que inscribió a esta sociedad –a la gran mayoría, aunque todavía cueste reconocerlo– en la casta de los cómplices.
Privado y público
El detonante de El Puente –aunque esa palabra parece antagónica con la construcción– fue una mujer que en 2005 decidió quitarse el apellido de su padre, un represor que actuó bajo las órdenes de Miguel Etchecolatz conocido como “Saracho”, para ponerse el de su madre como una forma de volver a inscribirse en la sociedad desde el lugar que ella sentía como propio. Ismael –éste no es su nombre, como no lo será ninguno de los mencionados en esta nota, ya que el miedo es un lugar común sobre todo desde la desaparición de Julio López, aunque sí ofrecen un mail para comunicarse: [email protected]– escuchó a esta mujer decir en privado “soy hija de un represor y no aguanto más” y supo que en esa explosión latía la carga de lo no dicho. Después, ya en el grupo que hasta ahora se ha difundido de boca en boca, escucharon a otra mujer decir “vengo porque soy la ex esposa de un represor, él está libre..., ni siquiera figura en la Conadep... él libre y yo presa de mi silencio”. Esa misma mujer preparaba empanadas para las reuniones grupales que provocaron la reacción de la hija de un desaparecido: “Qué hago yo acá, comiendo lo que cocina la mujer de un tipo que pudo haber torturado y matado a mi viejo”. Es en esa tensión –esa crueldad– que no pretenden resolver donde se fragua este trabajo tan difícil de entender como de reproducir.
“Los familiares de represores tienen un visto y oído que si no se le da lugar puede perderse y no queremos que quede en lo privado”, dice Liliana, otra de las integrantes del grupo que supo militar en el movimiento feminista para retirarse cuando se dio cuenta de que en su vida privada reproducía muchas de las cosas que denunciaba en las marchas y los Encuentros de Mujeres. Quizás esa formación es la que le permite moverse con agilidad en ese límite difuso entre lo privado y lo público y vuelve con insistencia a esa falsa dicotomía. “Esa lógica de separar lo público y lo privado es lo que se perfora en el gruspo. Pensamos un territorio y hasta ahí llevamos la lógica genocida para desarticularla. No sólo a nivel macro, sino en cada una de nuestras actitudes. ¿O no se reproduce esa misma lógica cuando se repite ‘hay que matarlos a todos’, cuando vemos lo diferente como amenaza, cuando se trata de poner a las travestis en un ghetto, cuando se piensa en buenos y malos, víctimas y victimarios como si no hubiera límites difusos, como si la sociedad no hubiera estado colaborando con su silencio o con su indiferencia impostada?”, pregunta Liliana y se remite a la película de Albertina Carri, Los Rubios, en el pasaje en que los vecinos del matrimonio Carri –secuestrado y desaparecido en 1977– hablan de ellos como amenaza porque escuchaba el tipear de una máquina de escribir. De eso se trata también, “poner el cuerpo”, para los integrantes de El Puente, de revisar en cada uno y cada una el “microfascismo” con que nos acostumbramos a convivir.
Para Liliana, además, no es un dato menor que las mujeres, ya sean hijas o ex esposas de represores, sean las más activas: “Hay que tener en cuenta que el genocidio también fue posible porque se fundó en una alianza heterosexual en la que la violencia está naturalizada, hacia las mujeres y hacia quienes escapan de la norma”. Ismael y Julio –ex preso político– también coinciden en que ellas son “más activas, más audaces cuando pueden empezar a hablar. Porque estuvieron cercadas con sus hijos dentro de sus hogares que se convertían en virtuales campos de concentración privados. Sufrían violencia y todo tipo de acoso moral”.
Lo privado se vuelve público, también, cuando los familiares de represores –que no acudieron a la entrevista porque así se decidió en el grupo– relatan su cotidianidad: “Una compañera cuenta que, por ejemplo, su padre le decía, mientras regaba el jardín y refiriéndose a la manguera ‘apretala que vomita’; otra recuerda que su padre, veterinario militar que actuó en la escuelita de Famaillá, cuando volvía de allí traía como una ‘resaca’ y que trataba a la familia como ‘caballos o perros’”. Así, la muerte llega a la casa de diversos modos y sus habitantes lo entienden aunque no pueden nombrarlo de inmediato. Esa convivencia con la muerte puede quedar encapsulada, o estallar, o hacerla estallar, que es el objetivo de El Puente.
Condiciones objetivas
Hace más de un año que este grupo está funcionando, buscando una aproximación a la verdad que genera reacciones difíciles de tramitar. Julio sintetiza: “A los organismos de derechos humanos les da escozor; a los psicólogos les interesa pero no quieren tratar estos casos desde lo social; a la mayoría les genera sorpresa pero pocos se involucran”. Ellos se propusieron trabajar con el “otro lado”, sabiendo que el grupo de familiares de víctimas del terrorismo de Estado –son apenas ocho– permanecen y los familiares de represores pasan y se van cuando logran nombrar y ser escuchados, pero de eso se trata, de que hablen, pero además que lleguen a hablar en los estrados. El Puente colabora en investigaciones para la búsqueda de quienes fueron niños y niñas apropiados –han aportado datos que por razones obvias no pueden aportar en una entrevista– y también alientan denuncias contra quienes ni siquiera aparecen en el informe Conadep. Pero además van construyendo un modus operandi no ya del terrorismo de Estado sino de las condiciones necesarias para formar represores. “Escuchando los testimonios de los familiares se puede llegar a entender cómo se construye un represor, cómo las escuelas militares o de cualquier fuerza armada se constituyen también en campos de concentración. Hay toda una historia de abuso y violencia que es inherente a la formación de estos cuadros y que después ellos reprodujeron y reproducen en sus hogares”, sintetiza Ismael, quien descubrió con sorpresa que alguna vez pensó que los represores “no tenían hijos o hijas, que eran estériles como mulas”. Algunos de estos hijos e hijas han hecho caminos inversos a los de sus padres, llegando a militar en partidos de izquierda, “¿pero qué hacen con eso que no pueden decir, que son hijos de represores?”, se pregunta Julio. El límite es siempre, para la integración en el grupo, que sean “familiares no cómplices”, es decir, que sean capaces de romper la lógica del silencio y de la propia indiferencia, romper la lógica genocida sin invisibilizar sus efectos en estas personas. Y por eso el caso de Rita Vagliatti es fundante, porque al haberse inscripto con el apellido de su madre hizo pública la ruptura con su padre represor y eligió quién quería ser dentro de esta sociedad sin silenciar la historia de su padre, denunciándolo. “Reconocer el silencio colectivo es fundamental para entender cómo fue posible el genocidio y para eso es indispensable saber que cada uno y cada una tejió su parte en ese manto.”
Si en El Puente hablan de un modo de justicia alternativa es porque lo cierto es que muchos de los que actuaron en la dictadura están muriendo sin castigo y esa complicidad del Estado –que amparó la impunidad durante años– despoja a los familiares de estos represores de un marco en el cual poder separarse de lo actuado por los protagonistas, dejándolos dentro de una supuesta complicidad. “Estos familiares son parte de la sociedad, tienen información que nos importa, no pueden quedar encapsulados”, concluye Ismael, quien, como el resto del grupo, cree que sólo nombrando, haciendo visible cómo se tejió esta sociedad después de la tragedia, con sus grises y sus contrastes, con ese “microfascismo” interno que asalta los mejores juicios, sólo así será posible construir otros mundos y valorar otros medios más allá de los fines.
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