Domingo, 17 de enero de 2016 | Hoy
Por Mempo Giardinelli
El cuento por su autor
Este es uno de mis primeros relatos. No tenía veinte años cuando redacté el primer borrador.
Trabajé este texto innumerables veces, y hoy diría que fue sobreviviendo a todos los ataques autodestructivos que padecí.
Debutó, podría decirse, en Antología Personal (Editorial Puntosur, Buenos Aires, 1987). Y hace poco, en 2010, lo incluí en 9 Historias de Amor (Ediciones B, Buenos Aires, 2010). Pero el primer original lo escribí cuando era muchacho, creo que antes de, o durante, mi servicio militar.
Seguramente por eso lo asocio al Cordobazo de 1969, que me encontró bajo bandera, como se decía entonces. Temáticamente no tiene nada que ver, pero aquellos fueron días graves y a mí los acontecimientos y el ser colimba me marcaron para toda la vida. Por entonces yo leía con ardor los cuentos de Gabriel García Márquez y Julio Cortázar, y Haroldo Conti y Juan Carlos Onetti, y así ensanchaba los horizontes de la literatura universal en la que me había formado: Chejov, Gorki, Pushkin por un lado; Hemingway, Hamsun y Pavese por otros. Y Erskine Caldwell, claro, cuyo Ladrón de caballos me había partido la cabeza, como se dice ahora.
Es ésta la sencilla historia de un amor imposible que busca hacerse posible, un amor de bajo perfil se diría hoy, típico de veteranos como eran los de antes: de mucho mutismo, poca mano y respeto a la antigüita.
Hoy me pregunto cómo se me ocurrió este cuento, cómo lo imaginé siendo tan joven entonces, y la verdad es que no consigo evocar con exactitud aquellas circunstancias. Pero sí recuerdo a Resistencia como una ciudad tranquila y amable, intensamente verde y de puertas abiertas y sillones en las sombras. La gente salía a tomar mates, tererés o vermuces a la hora del crepúsculo, cuando cada ambiente casero abría sus puertas y salía a la calle para escrutar el mundo. Aquellos seres todo grisura y campechanía eran, de hecho, símiles perfectos de los mismos que gobernaban mis lecturas de adolescencia. El viejo Jeeter de Tobacco road, o las viejas damas de los cuentos de William Faulkner, estaban ahí, en los mismos porches y sillones, y como mirando los mismos algodonales. Descubrirlo fascinado, me parece, ha de haber sido bastante definitorio para el chico que yo era.
Por otra parte advierto ahora, y sólo ahora, que Roque y Titina se parecen mucho a los papás de mi primera novia de la adolescencia: dos jubilados a quienes quise y valoré por su silencio y discreción.
Obvio que escribí y reescribí este texto muchísimas veces, llevado por cierta inseguridad incurable y aborrecible que me acompaña desde que me di cuenta de que no iba a hacer otra cosa en mi vida que escribir. Lo cambié muchas veces y en cada reescritura sentí que naufragaba, pero por alguna razón este cuento sobrevivió. Y hoy a pedido de Angel Berlanga, editor de Verano/12, creo que tiene cabida en esta serie entre otras razones porque al menos no es dañoso ni inmoral. Y yo estoy un poco harto de ciertos cuentos sombríos, trágicos y desesperanzados que desde hace unos años son los únicos que se me ocurren y escribo.
Ojalá los lectores veraniegos pasen un buen momento. No otra cosa quiere un autor, al menos cuando piensa que será leído durante agradables siestas o noches de estío frente a algún mar o en valles montañosos.
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